La patología del instante: un estornudo, una gloria
Si Roland Barthes levantara la cabeza y leyera Famosos después de estornudar, quizás no volvería a escribir sobre el “grado cero” de la escritura, sino sobre el grado absoluto de lo anecdótico. Y es que Zafra, con su pluma afiladamente absurda, nos entrega en esta novela una sátira vibrante sobre el espectáculo de la notoriedad fugaz. El estornudo —ese gesto humano, visceral y momentáneo— se convierte en eje narrativo y símbolo de una sociedad que ha convertido el reflejo involuntario en performance viral.
Desde su primera página, el texto se posiciona con descaro en un terreno híbrido entre la parodia filosófica y el disparate científico. No es casual que uno de sus personajes, Crisanto, sea un archivista de estornudos célebres; como si Jorge Luis Borges, tras beber jarabe para la tos y mirar demasiadas stories, se propusiera reescribir El Aleph en una sala de espera de otorrinolaringología.
Zafra traza con maestría el modo en que lo trivial se eleva al rango de épica: el estornudo como instante de autenticidad brutal, como grieta que escapa al control de la imagen y, por tanto, paradójicamente, como última posibilidad de celebridad genuina. La novela, con ritmo burlesco y lirismo escurridizo, transforma la fisiología en mito y lo patológico en espectáculo. ¿Puede un cuerpo que se sacude involuntariamente convertirse en objeto de culto? ¿Dónde termina el yo si el estornudo lo interrumpe?
Pero este juego no es gratuito: lo que Zafra construye, tras su arquitectura cómica, es una crítica feroz (aunque elegante) a la política del trending topic, a la dictadura del carisma momentáneo. La tos del alma, como la define el doctor Fonfría en su Tratado freudiano sobre la exhalación epifánica —que dentro del universo narrativo se convierte en bestseller y dogma—, no es otra cosa que la voluntad posmoderna de ser visto aunque sea por error.
Esta primera parte de la novela establece un pacto con el lector que no es menor: aquí no hay verdad, hay reflejo; no hay personajes, hay pulsos virales; no hay trama en el sentido clásico, sino una concatenación de delirios con coherencia interna más parecida a un sistema simbólico que a una narración lineal. Y eso, en tiempos de consumo acelerado, es una apuesta estética de fondo.
Zafra, sin recurrir a moralinas ni a lamentos nostálgicos por “los tiempos en que la fama se ganaba”, se desliza por una pendiente donde el sinsentido no solo divierte, sino que incomoda. Porque nos reconocemos. Porque todos, en algún rincón del alma o del algoritmo, queremos nuestro estornudo glorioso.
Bestiario de lo ridículo: los personajes como espejos rotos
Si Famosos después de estornudar puede leerse como una alegoría burlesca de nuestra sociedad hipermediatizada, entonces sus personajes son los santos patronos de esta nueva religión del reflejo. Pero no hablamos de santos heroicos, sino de caricaturas afinadas hasta lo grotesco, criaturas tan humanas que dan risa y pena al mismo tiempo. Es aquí donde Zafra revela una de sus armas más letales: el retrato psicológico hiperbolizado, casi esperpéntico, como espejo lúcido y sin compasión de nuestras propias contradicciones.
Tomemos como ejemplo a Eustasia, la mística nasal, monja retirada y beatificada en vida tras un estornudo que, según la prensa sensacionalista, coincidió con una racha de viento divino. Zafra se divierte ridiculizando tanto el fervor religioso como el sensacionalismo mediático que convierte un reflejo corporal en milagro. Eustasia es puro ascetismo de supermercado, mezcla de santa medieval y coach motivacional. Su figura funciona como parodia del nuevo espiritualismo en streaming, donde lo sagrado y lo viral convergen en un mismo clic.
Luego está Arístides, el “disruptivo”, que se lanza a estornudar en una pasarela de moda con desesperación performática, intentando “romper el algoritmo” y volverse trending topic. Su caída literal y simbólica funciona como uno de los momentos más afilados de la novela: Zafra señala, sin piedad, la angustia de quienes desean ser únicos a fuerza de repetir los mismos gestos impostados. Arístides no busca atención, sino redención narcisista. Y su fracaso se aplaude en redes, se monetiza, se olvida.
El doctor Fonfría, por otro lado, representa al intelectual enloquecido por su propia metáfora. Su bestseller pseudocientífico —el mencionado Tratado freudiano sobre la exhalación epifánica— se convierte en biblia cultural, desatando toda una moda de análisis simbólicos del estornudo. Fonfría es grotescamente brillante: una mente que, incapaz de lidiar con la banalidad del mundo, decide dotarla de sentido con teorías tan absurdas como seductoras. En él, Zafra satiriza tanto la academización de lo irrelevante como la necesidad posmoderna de convertir todo en significante profundo.
No podemos olvidar a Madame Colette, pitonisa nasal, empresaria de la mucosa astral y fundadora del “Ministerio Respiratorio”, que opera a medio camino entre secta, multinacional y reality show. Su figura es una mezcla delirante entre Walter Mercado, Elon Musk y la bruja de la teletienda: una oportunista sin escrúpulos que ha entendido que la espiritualidad es un mercado, y que las toses pueden cotizar en bolsa si se empaquetan con buen eslogan.
Lo admirable de Zafra es que jamás juzga directamente a sus personajes. Les deja hablar, les deja estornudar, y deja que el lector —con esa mezcla de risa, vergüenza y reconocimiento— se vea obligado a preguntarse si alguna vez también ha querido estornudar frente a un espejo con espectadores.
En esta galería tragicómica, cada figura encarna una de las patologías del presente: la sed de atención, la espiritualidad como espectáculo, la intelectualidad hueca, el emprendedurismo delirante. Pero todas comparten una misma pulsión: el deseo de trascendencia, por efímera que sea, en un mundo que convierte lo fugaz en canon y lo ridículo en referencia cultural.
La geometría del absurdo: estructura y estilo como artefactos de sátira
El lector que se acerque a Famosos después de estornudar con la esperanza de una narración lineal, ortodoxa o predecible hará bien en sonarse la nariz y ajustar las gafas antes de abrir la primera página. La estructura del libro —dividida en capítulos-pentagramas donde cada parte compone una sinfonía del disparate— responde a una lógica más musical que narrativa, más coreográfica que cronológica. Y esto no es un mero capricho formal: es un dispositivo irónico cuidadosamente calibrado.
Cada capítulo está dividido en cinco partes, como si Zafra nos propusiera una especie de partitura nasal en cinco tiempos, donde los estornudos son notas, los personajes instrumentos y el lector… una especie de director de orquesta sin batuta ni partitura, arrojado al torbellino. Esta segmentación no sólo organiza el caos: lo amplifica. Nos hace cómplices del mecanismo, y al mismo tiempo, víctimas del desconcierto.
Zafra juega con la estructura como un niño travieso juega con piezas de dominó, construyendo torres barrocas sólo para derribarlas con un soplido argumental. Así, lo que comienza como una sátira de lo viral se convierte en una crítica del poder institucional (el hilarante “Ministerio de Tos y Estornudo”), luego deriva hacia la guerra performativa de egos (los torneos de estornudo), desemboca en el nihilismo nasal (“Silencio nasal”) y remata con un apocalipsis mediático provocado por un estornudo infantil. Cada cambio de tono no rompe la unidad, sino que la profundiza: la comedia se vuelve alegoría, la parodia se vuelve espejo.
En cuanto al estilo, podríamos decir que Zafra escribe como si Quevedo hubiese tenido Twitter y leído a Baudrillard. Su prosa es culta, ornamentada, a veces incluso barroquizante, pero siempre atravesada por un humor tan fino como corrosivo. Los párrafos se estiran, se retuercen, se inflan como globos verbales a punto de estallar, pero nunca pierden el ritmo. Es un humor que no busca la carcajada fácil, sino la sonrisa incómoda, la complicidad crítica.
Zafra demuestra, además, una habilidad quirúrgica para insertar referencias filosóficas, literarias y culturales en medio del delirio. Uno puede encontrarse, entre un estornudo milagroso y un profeta del moco, una reflexión sobre la teología de lo efímero, una crítica velada al capitalismo del yo o un guiño desvergonzado a Susan Sontag. Pero nunca se trata de pedantería gratuita: es parte del juego, del pastiche, de la forma en que la novela se ríe del presente, con la cultura como munición.
Si algo define el estilo de Zafra es su capacidad para combinar lo elevado y lo vulgar, lo culto y lo pop, la reflexión seria y el disparate absoluto sin perder el tono. La exhalación, ese gesto mínimo, banal y fisiológico, se convierte en símbolo, en metáfora, en estandarte literario. Y el autor, como un demiurgo travieso, nos recuerda que a veces basta un estornudo para desmoronar toda una catedral de pretensiones.
La poética de la exhalación: fama, identidad y otros virus contemporáneos
En la superficie —y es un decir, porque la novela se desliza como una capa de polvo cósmico sobre una superficie cuya profundidad ignoramos— Famosos después de estornudar puede parecer una comedia absurda sobre la viralidad de los gestos involuntarios. Pero bajo su barniz de ironía se esconde una crítica filosa y singularmente lúcida sobre el concepto de fama en la era postdigital, sobre la mercantilización del yo, y sobre el carácter sintomático de una sociedad que ha sustituido la trascendencia por la visibilidad.
Zafra no necesita moralizar; le basta con exagerar. En su universo literario, un estornudo —ese acto reflejo, pasajero y libérrimo que nos iguala a todos— se convierte en pasaporte al estrellato. Y a través de esta premisa ridículamente plausible, el autor logra la proeza de satirizar no sólo el espectáculo de la fama sino su genealogía cultural: desde los mitos de santidad y epifanía, pasando por la industria del entretenimiento, hasta la lógica algorítmica que decide quién merece ser visto y quién no. El estornudo deviene signo, mercancía, fetiche.
La sátira alcanza sus cotas más altas cuando personajes como Eustasia, beatificada en vida por un estornudo divino, o Arístides, ídolo de lo accidental, se convierten en epítomes de un éxito absurdo e inmerecido. Pero más que burlarse de ellos, Zafra se burla de nuestra necesidad de erigir ídolos en cada esquina nasal. La risa, en esta novela, no sólo se dirige hacia lo narrado: se dirige hacia el lector, que reconoce, quizás con algo de rubor, las lógicas de consumo y validación que él mismo alimenta a diario.
Uno de los méritos más notables de la novela es que, aunque hunde sus raíces en la tradición satírica —de Swift a Quino, pasando por Gómez de la Serna y Vonnegut—, su blanco principal no es el poder político o la religión, sino algo más resbaladizo: el deseo de ser observado. El ansia de aparecer. El anhelo de diferenciarse por cualquier medio, incluso por el más absurdo. Y en esa lógica del espectáculo, el cuerpo ya no es templo ni prisión: es interfaz. Una nariz que estornuda puede valer más que una vida dedicada al pensamiento.
Zafra parece susurrarnos (o estornudarnos) al oído: en este mundo, basta con emitir una señal breve, violenta y viral para ser considerado especial. Lo importante ya no es lo que uno hace o piensa, sino lo que se logra hacer visible. La fama ya no se conquista: se estornuda. Y ese chispazo cómico —entre lo absurdo y lo trágico— funciona como revelación.
Pero Famosos después de estornudar no es una elegía derrotista ni una arenga moral. Es una risa que filosofa. Un disparo de sarcasmo hacia el corazón de nuestros delirios identitarios. Un recordatorio de que quizá la mejor manera de pensar el presente no sea con solemnidad, sino con una carcajada lúcida. O un pañuelo.
Un estornudo para la posteridad: legado, repercusión y el futuro de la sátira literaria
A riesgo de caer en la trampa que la misma novela desmonta —la de convertir cualquier fenómeno momentáneo en «culto instantáneo»—, Famosos después de estornudar merece ocupar un lugar especial dentro de la narrativa satírica contemporánea en español. Su estilo irreverente, su arquitectura delirante y su voluntad de jugar con lo ridículo como catalizador de pensamiento hacen de esta obra algo más que una excentricidad ingeniosa: es una crítica orgánica y afilada de nuestros modos de habitar el presente.
Zafra, en este sentido, no escribe desde el púlpito ni desde la trinchera. Lo hace desde un rincón incómodo de la biblioteca contemporánea, ese en el que conviven el ensayo mordaz, el teatro del absurdo, la antropología pop y la observación sociológica que podríamos llamar, con toda justicia, nasal. No es casual que el autor elija ese gesto mínimo y fisiológico como punto de partida: el estornudo no puede falsificarse del todo, escapa al control, descompone la imagen. Es lo real irrumpiendo en la mascarada de la identidad digital. Zafra lo convierte en símbolo, sí, pero también en herida.
En cuanto al estilo, su prosa —rica, culta, salpicada de referencias insólitas y asociaciones improbables— recuerda por momentos al mejor Tom Sharpe, con la ternura iconoclasta de Boris Vian y el oído afinado de un narrador que ha aprendido a detectar las cacofonías del lenguaje social. A través de párrafos extensos que oscilan entre lo digresivo y lo fulminante, Zafra construye un universo de situaciones grotescas sin perder de vista el ritmo ni el sentido. Su humor, aunque desbordante, no es gratuito: cada risa encierra una denuncia, cada exageración señala una grieta.
No es casual que el libro haya generado opiniones divididas entre lectores que lo celebran como una obra de culto y quienes lo rechazan como “demasiado raro”. Esa incomodidad es signo de vitalidad. Zafra no escribe para complacer, y Famosos después de estornudar no es una lectura ligera disfrazada de crítica: es una crítica camuflada de chiste, una carcajada con ecos filosóficos, un espejo cóncavo donde el lector acaba viendo su reflejo más grotesco… y más humano.
En definitiva, esta novela no aspira a enseñar nada, ni a redimir, ni a resolver. Pero, como los grandes textos satíricos, sí logra desordenar un poco la mirada. Nos obliga a reconsiderar la ligereza con la que otorgamos prestigio, atención y sentido. Y al hacerlo, se anota un tanto inusual en la literatura actual: el de hacer pensar sin solemnidad, el de narrar lo absurdo con rigor, el de provocar —como los mejores estornudos— una interrupción momentánea en el flujo programado de nuestras certezas.
Ojalá más novelas como esta: incómodas, impúdicas, necesarias. Y ojalá más lectores dispuestos a dejarse contagiar por su delirio lúcido. Porque a veces —y Zafra lo sabe— sólo un buen estornudo puede despertarnos del letargo cultural en el que nos deslizamos, silenciosamente, cada día.
El vuelo de un dirigible y los cielos de la Belle Époque
París, 26 de septiembre de 1909. Una postal de aquella época, arrugada por los años pero fiel a su origen, nos muestra una ciudad suspendida en el tiempo. El dirigible Villa de París surca los cielos, atravesando la capa azul que cubre la ciudad de los sueños y las revoluciones. A lo lejos, la silueta de la Torre Eiffel —toda una metáfora de la modernidad— se erige, orgullosa, observando lo que será y lo que aún está por llegar.
Aunque hoy parece difícil imaginar, ese 1909 era un año de transición. París aún respiraba el aire de la Belle Époque, una época de esplendor y expansión cultural que parecía, en apariencia, haber encontrado un punto de equilibrio. Pero algo hervía debajo de esa aparente calma. Las vibraciones de un siglo nuevo comenzaban a hacerse sentir, como el silbido de un dirigible que corta el aire con un propósito, desconocido para muchos, pero fundamental para el futuro.
En este momento, la ciudad era un hervidero de ideas, tensiones sociales y, sobre todo, de esperanzas desbordadas por lo que la modernidad ofrecía. París, como un microcosmos del mundo, aún creía en la promesa de un progreso sin límites. Pero el cielo de París, adornado con los vuelos de dirigibles como el Villa de París, también presagiaba la llegada de tiempos turbulentos.
Este primer vistazo a la ciudad de principios de siglo nos invita a reflexionar sobre el contraste entre la imagen que el dirigible proyecta: un símbolo de libertad, exploración y avance, frente a la realidad de una sociedad que ya comenzaba a sentir los vientos de la Primera Guerra Mundial a la vuelta de la esquina. París, como siempre, sería el escenario de los más grandes movimientos culturales, pero también el testigo de la tragedia y la transformación.
En las siguientes partes de este artículo, nos adentraremos en la vibrante escena artística e intelectual de la ciudad, desde el dadaísmo hasta el surgimiento del existencialismo, pasando por las heridas dejadas por las guerras mundiales. París, ciudad en constante reinvención, continúa siendo un símbolo de lo que es capaz de nacer de las cenizas de la historia.
La Belle Époque y el arte de la modernidad
A medida que el Villa de París se aleja por el horizonte, dejando una estela de aire frío en el cielo de la ciudad, París comienza a despertar al siglo XX. La Belle Époque —esa época dorada que parece haber sido eclipsada por los eventos que siguieron— ya estaba en sus últimos días, pero su influjo en la cultura, el arte y la vida parisina seguía siendo palpable.
La Belle Époque no solo fue una era de progreso técnico y científico, sino también de profundos cambios en la vida cultural. La torre de hierro forjado que adornaba el horizonte de la ciudad no solo era un símbolo de la arquitectura moderna, sino también de un espíritu cultural que celebraba la belleza de lo efímero, lo artístico, lo transitorio. En sus calles, los artistas se mezclaban con los intelectuales, los poetas con los músicos, y la burguesía con la vanguardia, creando una mezcla explosiva que marcaría la historia.
El arte de esta época se encontraba en un estado de eufórica reinvención. Movimientos como el Impresionismo, el Simbolismo, y más tarde, el Fauvismo y el Cubismo, desafiaban las normas tradicionales de la pintura y la escultura. Los pintores como Claude Monet, Edgar Degas y Henri Toulouse-Lautrec buscaban capturar la luz y el movimiento, la fugacidad de la vida en la ciudad, mientras que las nuevas corrientes de pensamiento se infiltraban en las mentes inquietas de los artistas.
El fauvismo de Henri Matisse y André Derain —quienes abandonaron las formas tradicionales de la pintura para sumergirse en el color puro y la emoción sin ataduras— prefiguraba una ruptura definitiva con el pasado. Los trazos violentos, los colores intensos, la libertad de expresión, eran una premonición de lo que estaba por venir. Los cubistas, liderados por Pablo Picasso y Georges Braque, se hicieron eco de esa voluntad de ruptura. La forma ya no tenía que ser representativa, sino conceptual, más allá de la figura visible.
Pero la modernidad no solo se vivía en los museos y galerías. Los cafés literarios y los bistrós se convirtieron en los foros de los grandes debates filosóficos y estéticos. En lugares como el Café de Flore y el Les Deux Magots, escritores y pensadores se reunían a discutir las últimas tendencias en arte, política y filosofía. Guillaume Apollinaire, el poeta visionario, trazaba los primeros bocetos del surrealismo y del dadaísmo en esas mesas, mientras las palabras fluyeron como el vino en una ciudad que nunca dejaba de buscar nuevas formas de expresión.
En el contexto de esta efervescencia cultural, el dirigible Villa de París surcando los cielos es una metáfora perfecta de la tensión entre el avance y la conservación, entre lo moderno y lo clásico. El arte, en sus múltiples formas, avanzaba a un ritmo vertiginoso, empujado por la misma energía que hacía volar a esas gigantescas máquinas de aire. Sin embargo, debajo de esta vibrante superficie, París no tardaría en enfrentar las sombras de la guerra, cuyas huellas marcarían tanto su historia como el destino de sus artistas.
A medida que avanzamos en nuestra travesía por este París en transformación, la ciudad comienza a prepararse para los desafíos del futuro. Pero en este momento, el arte es la forma en que los parisinos sueñan con lo que puede ser. La modernidad, en su forma más pura y exuberante, está a punto de desbordarse en los más insospechados rincones del pensamiento y la acción.
El Dadaísmo, el caos y la rebelión del arte
El año 1914 llegó a París con una sensación de urgencia en el aire. La ciudad, que hasta ese momento había sido un hervidero de nuevas ideas y experimentaciones, se encontraba al borde de la catástrofe. El vuelo del dirigible Villa de París, tan emblemático de una era de exploración y avance tecnológico, se veía ensombrecido por los tambores de guerra que resonaban en toda Europa. La Primera Guerra Mundial estallaba como una tormenta sobre el continente, llevándose consigo los sueños de progreso y dejando a su paso un vacío existencial y cultural.
Fue precisamente en ese contexto de destrucción y desesperanza donde nació uno de los movimientos artísticos más revolucionarios y provocadores del siglo XX: el Dadaísmo. Fundado por un grupo de artistas y poetas que se refugiaban en Zúrich durante los primeros años de la guerra, el dadaísmo se trasladó rápidamente a París, donde su mensaje de caos, irracionalidad y subversión cultural encontró un terreno fértil.
El dadaísmo no era solo una corriente artística, sino una actitud profundamente anti-bélica y anti-burguesa. En una ciudad que parecía sumida en la tragedia, los dadaístas buscaban destruir todas las convenciones artísticas, sociales y políticas. Sus acciones, performances y manifiestos fueron como un grito en el vacío, una respuesta furiosa a un mundo que había sucumbido a la barbarie de la guerra.
En los cafés y galerías de París, los dadaístas se burlaban de la razón, del orden y de todo lo que representaba la sociedad burguesa que había permitido la guerra. Artistas como Marcel Duchamp, Tristan Tzara, Francis Picabia y Man Ray desafiaron las expectativas del arte tradicional, poniendo en duda las nociones de belleza, sentido y lógica.
La célebre obra de Duchamp, «La fuente», un urinario firmado con el seudónimo «R. Mutt», se convirtió en un símbolo de la transgresión dadaísta. Al presentar un objeto común como una obra de arte, Duchamp cuestionaba el valor mismo del arte, el papel del artista y el poder de las instituciones culturales. Su enfoque radical rompió las barreras entre el arte y la vida cotidiana, desafiando no solo la estética, sino las jerarquías sociales y las estructuras de poder.
Por su parte, Tristan Tzara, uno de los fundadores del movimiento, proclamaba que el arte debía ser incomprensible, absurdo y caótico, reflejando la irracionalidad del mundo. «Dada no significa nada», afirmaba, despojando al arte de cualquier pretensión de significado o propósito. Esta ideología se extendió rápidamente a la poesía, el teatro y la música, con el dadaísmo convirtiéndose en un movimiento global que cuestionaba la función misma del arte en tiempos de guerra.
En una ciudad marcada por las cicatrices de la guerra y la muerte, el dadaísmo surgió como un bálsamo de desesperación, una forma de hacer frente al absurdo de la existencia humana. En lugar de buscar sentido en un mundo que había dejado de tenerlo, los dadaístas se sumergieron en el caos, el azar y el juego. Para ellos, el arte ya no era una búsqueda de belleza o de revelación, sino una manifestación de la fragmentación y el vacío.
Pero el dadaísmo también fue una especie de resistencia cultural. Mientras el futurismo y otras corrientes se alineaban con las ideologías nacionalistas y militaristas, el dadaísmo se mantuvo firmemente en contra de todo lo que representaba la guerra. En una era en la que la tecnología y el progreso parecían estar destinados a la destrucción, el dadaísmo reclamó el caos como una forma de libertad. La ciudad de París, con su vibrante vida cultural, se convirtió en un terreno fecundo para esta subversión radical.
El dadaísmo no solo se limitó a las galerías. En el corazón de París, los dadaístas llevaron su rebelión a las calles. Realizaban performances surrealistas, alteraban revistas literarias y organizaban manifestaciones de arte en lugares tan inusuales como las cabinas telefónicas o las estaciones de metro. Estos actos de subversión provocaron tanto la admiración como el desconcierto de la sociedad parisina. La radicalidad de sus propuestas desbordaba los límites de lo posible, creando una tensión palpable entre el arte y la vida.
Una de las manifestaciones más conocidas fue la Fiesta Dada de 1920 en el Café de la Closerie des Lilas, en la que los dadaístas se presentaron con atuendos extravagantes, recitaron poemas caóticos y lanzaron consignas incomprensibles, creando una atmósfera de provocación y desorden total. En medio de la conmoción, los artistas y escritores parisinos se vieron obligados a confrontar la naturaleza misma del arte, de la política y de la vida.
El dadaísmo, en su esencia más pura, fue un grito contra la guerra, un rechazo al orden establecido y un desafío a la razón. La ciudad de París, que ya había sido testigo de tantas transformaciones, se vio atrapada en un vórtice de rebelión artística que dejaba en claro que el arte, más allá de su función estética, debía ser un acto de resistencia ante el absurdo del mundo moderno.
El dirigible Villa de París había surcado los cielos de una ciudad que vivía con la promesa de la modernidad, pero al final, fue el dadaísmo el que se levantó como un emblema de resistencia ante un mundo que parecía haber perdido todo sentido. Como el vuelo errante de un dirigible en busca de un destino incierto, el dadaísmo representó el caos y la libertad de un arte que se alimentaba del vacío y la desesperación.
El fin de la guerra y el renacer de París: del dadaísmo al surrealismo
A medida que el eco de los cañones de la Primera Guerra Mundial comenzaba a desvanecerse en el horizonte, París, como una fénix agotada, se levantaba entre las cenizas. La «Belle Époque» ya no existía; el dadaísmo, con su caos y su negación radical de la razón, había dejado un vacío, un espacio abierto para lo inesperado, lo irracional y lo onírico. Pero, al mismo tiempo, un nuevo tipo de arte comenzaba a tomar forma, uno que no solo desafiaba las reglas, sino que también buscaba profundizar en los rincones más oscuros de la psique humana: el surrealismo.
Si el dadaísmo había surgido como una respuesta a la barbarie de la guerra, el surrealismo fue el intento de adentrarse en las profundidades de la mente humana, buscando un arte que trascendiera la lógica, la moralidad y las convenciones sociales. Inspirado en las teorías del psicoanálisis de Sigmund Freud, el surrealismo era una invitación a explorar los sueños, los deseos reprimidos, las obsesiones y los miedos que yacían en el subconsciente.
El surrealismo no era solo un movimiento artístico, sino una revolución en la percepción. En lugar de representar la realidad tal como la veíamos, los surrealistas aspiraban a descubrir una realidad más profunda, una que solo podría ser accesible a través de lo irracional, lo absurdo y lo ilógico. Como si el alma misma de París, ya marcada por la guerra, necesitara un nuevo canal para expresarse.
En el corazón de este movimiento se encontraban figuras como André Breton, quien en 1924 publicó el primer Manifiesto Surrealista, y artistas como Salvador Dalí, René Magritte y Max Ernst. A través de sus pinturas, collages y esculturas, los surrealistas invitaban al espectador a un mundo donde las leyes de la física y la lógica se desmoronaban, dando paso a paisajes donde los relojes derretidos, las figuras distorsionadas y las sombras desbordadas cobraban vida.
Uno de los nombres más emblemáticos del surrealismo fue Salvador Dalí, quien, con su estilo tan personal y provocador, se convirtió en un ícono del movimiento. Su célebre obra «La persistencia de la memoria» (1931), donde los relojes se derriten en un paisaje desolado, representa perfectamente la esencia surrealista: un cuestionamiento radical del tiempo y la percepción. En el contexto de una ciudad como París, marcada por la guerra y el trauma, Dalí entendía que la realidad no era algo fijo, sino algo maleable, susceptible de ser moldeado por la imaginación.
Dalí no solo fue un pintor, sino un showman, un provocador. Con su extravagante personalidad, sus bigotes puntiagudos y su inconfundible presencia, Dalí se convirtió en un símbolo del surrealismo, llevando el arte a un nivel de performance que, a veces, parecía desbordar el propio concepto de lo artístico. París, siempre dispuesta a aceptar lo extraño y lo exótico, le abrió las puertas a Dalí y a otros surrealistas como si se tratara de una ciudad sin normas, una ciudad donde cualquier cosa podría ocurrir.
El surrealismo, como el dadaísmo, no se limitó solo a los museos o a las galerías de arte. París, la ciudad que siempre había sido un crisol de ideas, se convirtió en el lugar donde el subconsciente colectivo de los surrealistas cobraba vida en sus calles. Los surrealistas frecuentaban los cafés literarios, pero también se aventuraban por el Montparnasse y el Le Marais, donde organizaban actos públicos y performances que fusionaban la poesía, la pintura y el teatro.
Uno de los aspectos más fascinantes del surrealismo fue su conexión con la literatura. Poetas como Paul Éluard, Louis Aragon y Philippe Soupault formaron parte integral del movimiento, escribiendo manifiestos, poemas automáticos y novelas experimentales. Breton, el líder del movimiento, defendía el «automatismo psíquico», una técnica que consistía en escribir o dibujar sin la intervención de la razón, permitiendo que los pensamientos fluyeran libremente, como si fueran emanaciones directas del subconsciente.
En los cafés de París, los surrealistas conversaban sobre la mente humana, la locura y la liberación. El Café de la Paix, el Café de Flore y el Deux Magots se convirtieron en los epicentros de la actividad intelectual, lugares donde las fronteras entre el arte y la vida se desdibujaban. Los surrealistas no solo creaban arte, sino que lo vivían.
A pesar de la carga de angustia y desesperanza que impregnaba los primeros años del siglo XX, París nunca dejó de ser una ciudad de resistencia y transformación. Si bien la guerra había dejado su marca en los corazones y mentes de los parisinos, el surrealismo se ofreció como una vía de escape, pero también como una forma de sanar las heridas de una generación devastada.
La búsqueda de lo irracional, lo onírico y lo subconsciente no era una huida de la realidad, sino una forma de confrontarla de manera más profunda. El surrealismo, en su núcleo, proponía que el arte debía ser una liberación, una manera de enfrentarse a los horrores de la historia y de la condición humana, sin perder la capacidad de soñar.
En ese sentido, París seguía siendo la ciudad de las utopías y los movimientos artísticos que marcaban el pulso de la humanidad. Mientras el dirigible Villa de París había surcado los cielos de una ciudad que aún creía en el futuro, los surrealistas lo hicieron con sus pinturas, sus poesías y sus sueños. Y así, París continuó siendo el refugio de todos aquellos que, como los surrealistas, creían que, incluso en el caos, el arte podía ofrecer una forma de resistencia.
Entre el existencialismo y la sombra de la guerra
La Segunda Guerra Mundial estalló como un rayo que desgarraba el cielo europeo, transformando de manera irreversible el curso de la historia. En París, una ciudad que ya había sido testigo de tanto sufrimiento y transformación, la guerra trajo consigo la ocupación nazi y la resistencia, pero también la necesidad de redefinir, una vez más, el sentido de la vida humana. Y en medio de la destrucción y el desgarro, surgió un movimiento filosófico que marcaría la postguerra: el existencialismo.
Si el surrealismo había buscado respuestas en el subconsciente y en el juego de lo irracional, el existencialismo se centró en las preguntas más profundas y aterradoras de la humanidad: ¿Cuál es el propósito de la vida? ¿Qué significa existir? En una época marcada por la tragedia, la angustia y la incertidumbre, el existencialismo ofreció una forma de enfrentarse a la realidad sin ilusiones ni consuelo, pero con una libertad radical que permitió a los individuos encontrar su propio significado en un mundo aparentemente absurdo.
En París, el existencialismo cobró forma a través de las ideas de Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, quienes se convirtieron en las figuras más influyentes del movimiento. Sartre, con su obra más conocida «El ser y la nada» (1943), ofreció una filosofía que ponía el énfasis en la libertad individual y en la responsabilidad de cada persona por sus propias decisiones. Para Sartre, la existencia precede a la esencia, lo que significaba que no hay un destino predeterminado ni una naturaleza humana inherente: cada ser humano tiene que crear su propio sentido de vida a través de sus actos.
Sartre no era solo un filósofo, sino también un escritor, y en sus novelas y obras de teatro exploró las tensiones existenciales del ser humano. En su obra más conocida, «La náusea» (1938), el protagonista, Antoine Roquentin, enfrenta el vacío de la existencia y la alienación en un mundo que parece no tener propósito. La náusea que experimenta no es solo una sensación física, sino una revelación sobre la futilidad de la vida, la inutilidad de los objetos y las relaciones humanas.
Simone de Beauvoir, por su parte, con su obra seminal «El segundo sexo» (1949), no solo ofreció una reflexión sobre la libertad individual, sino también una crítica radical a las estructuras patriarcales que limitaban la libertad de las mujeres. De Beauvoir fue una de las primeras en abordar la existencia femenina desde una perspectiva existencialista, afirmando que, al igual que los hombres, las mujeres también deben ser libres para definir su identidad fuera de las imposiciones sociales. Su lema, “No se nace mujer, se llega a serlo”, resumía su desafío a las normas establecidas y su llamado a la autodeterminación.
En los cafés de París, especialmente en el Café de Flore y el Les Deux Magots, Sartre y de Beauvoir debatían con otros filósofos, escritores y artistas sobre las grandes preguntas de la época. La ciudad se convirtió en el epicentro intelectual del existencialismo, un lugar donde la búsqueda de la libertad individual y la autenticidad no solo se discutían, sino que se vivían a través de la experiencia diaria.
El existencialismo no solo se limitaba al terreno filosófico, sino que influía profundamente en las artes, especialmente en el teatro y la literatura. Las obras de Sartre, como «Las manos sucias» (1948) y «A puerta cerrada» (1944), profundizaban en las tensiones de la libertad y la responsabilidad en un mundo marcado por la angustia existencial. El teatro existencialista, con su énfasis en el absurdo de la condición humana, pronto se convirtió en uno de los vehículos más potentes para explorar la alienación y la toma de decisiones en un contexto de desesperanza.
En el cine, figuras como Jean-Luc Godard y los cineastas de la Nouvelle Vague también se vieron influenciados por las ideas existencialistas. «Al final de la escapada» (1960), la película de Godard, con su protagonista arrastrado por un destino que escapa a su control, refleja perfectamente la sensación de angustia existencial que impregnaba la vida en París tras la guerra.
A lo largo de los años de ocupación nazi, París estuvo atrapada entre el miedo y la resistencia. Pero, incluso en los momentos más oscuros, la ciudad nunca dejó de ser un lugar donde las ideas florecían, donde la reflexión sobre el destino humano seguía siendo central. Los intelectuales y artistas parisinos, incluidos los surrealistas y los existencialistas, se enfrentaron al reto de vivir en una ciudad ocupada y destruida, pero también supieron mantener viva la llama de la creatividad, utilizando el arte y la filosofía como formas de resistencia.
La resistencia cultural de París fue una forma de luchar contra la opresión sin armas, una rebelión del pensamiento que mantenía la ciudad viva, aún en la oscuridad. En este sentido, París continuó siendo el refugio de aquellos que, como Sartre y de Beauvoir, buscaban respuestas en un mundo marcado por la guerra y el caos.
La experiencia de la guerra, y la posterior reconstrucción de París, mostró a los existencialistas que, al final, la libertad no está en lo que el mundo nos ofrece, sino en cómo elegimos responder a lo que nos sucede. La libertad, para Sartre, no se encuentra en las circunstancias externas, sino en la capacidad de elegir en cada momento, incluso en los tiempos más oscuros. En medio de la ocupación y el sufrimiento, los parisinos seguían eligiendo, a su manera, vivir de acuerdo a sus principios, creando una ciudad que, por más devastada que estuviera, seguía siendo el crisol de la cultura y la resistencia intelectual.
El existencialismo, como la ciudad misma, había emergido de las ruinas de una guerra devastadora. París, que alguna vez fue la ciudad de los grandes movimientos artísticos, ahora era la ciudad de la reflexión profunda sobre la vida humana, marcada por una tragedia de la que el arte y la filosofía emergían como formas de resistencia. Y, como el Villa de París, que surcó los cielos en un tiempo de promesas y progreso, la ciudad se había reinventado una vez más, ahora con la mirada puesta en la libertad y la autenticidad del ser humano frente al absurdo de la existencia.
La reconstrucción de la memoria y el arte en la postguerra
La liberación de París en 1944 fue un acto simbólico, no solo político, sino también cultural. La ciudad, que había sido testigo de las huellas imborrables de la ocupación nazi, se encontraba ante la necesidad de reconstruir su identidad. Pero la reconstrucción no solo era material: París, como una nación de espíritus y sueños, también debía reconstruir su memoria. Y, como era de esperarse, fue el arte quien, nuevamente, se levantó como la forma más potente de expresar, procesar y, finalmente, sanar las cicatrices dejadas por la guerra.
La Europa devastada, y especialmente París, experimentó una reconstrucción del pensamiento, una transformación en sus lenguajes artísticos. Si en la postguerra muchos intentaron mantener la esperanza de un mundo nuevo, el arte fue el vehículo para dar forma a las experiencias pasadas, proyectar temores y anticipar las nuevas tensiones que surgían en la Guerra Fría.
En el París de la postguerra, el arte abstracto cobró un nuevo vigor. Jean Dubuffet, quien había estado relacionado con el movimiento Art Brut en los años anteriores, continuó explorando formas expresivas primitivas y espontáneas en su pintura, buscando una representación más auténtica del ser humano alejada de las tradiciones académicas. Pierre Soulages, conocido por su innovador uso de la pintura en negro, también emergió en este período como uno de los grandes exponentes de la abstracción, haciendo del lienzo un campo donde las formas y los colores eran el único lenguaje necesario.
Sin embargo, mientras París se sumía en la abstracción y la representación subjetiva, a mediados de los años 50 surgió un movimiento nuevo y radical que rompió con la idea de que el arte debía ser abstracto para ser relevante. Fue el nacimiento del Nouveau Réalisme. Inspirado en el dadaísmo, pero también en los cambios sociales y tecnológicos de la época, este movimiento, liderado por artistas como Yves Klein, Jean Tinguely y Arman, utilizó objetos cotidianos y materiales industriales para crear obras que desafiaban la distinción entre el arte y la vida.
Klein, con su pintura monocromática de azul intenso, buscaba conectar con la espiritualidad de la materia, creando una «inmaterialidad» a través del color. Sus antropometrías, que consistían en crear huellas de cuerpos humanos pintados con azul en lienzos, aludían a una nueva forma de entender el cuerpo como un objeto artístico, lo cual resonaba con la liberación de las normas y convenciones establecidas.
Jean Tinguely, por su parte, introdujo el concepto de arte cinético con sus esculturas mecánicas, que se movían por sí solas, convirtiéndose en obras que no solo debían ser vistas, sino también experimentadas en su propio proceso de transformación. El Nouveau Réalisme tenía una vertiente de desmaterialización: el objeto, ya no como representación, sino como presencia dinámica que conecta con el momento presente.
Si el arte plástico experimentaba una reconfiguración, el cine también vivió una auténtica revolución. En París, a partir de los años 50, surgió un fenómeno cinematográfico que marcaría el curso del cine mundial: la Nouvelle Vague. Esta corriente, encabezada por cineastas como François Truffaut, Jean-Luc Godard, Claude Chabrol y Éric Rohmer, transformó la forma de hacer cine, tanto en términos estilísticos como narrativos.
Inspirados por los movimientos existencialistas y surrealistas, los cineastas de la Nouvelle Vague rompieron con las convenciones cinematográficas anteriores, llevando el cine a un nivel de experimentación nunca visto. Godard, con su «Al final de la escapada» (1960), mezcló la poesía visual con un realismo crudo, narrando la historia de un joven fugitivo que vive en un constante estado de rebelión. La Nouvelle Vague dio voz a personajes que, como los existencialistas de la guerra, se enfrentaban a la falta de propósito en sus vidas. Sin embargo, el cine de esta corriente, a diferencia del cine tradicional, reflejaba la desestructuración del relato, cuestionando el orden narrativo lineal y sumergiendo a los espectadores en la subjetividad de los personajes.
En sus películas, los cineastas de la Nouvelle Vague no solo reflejaban los dilemas de la postguerra, sino también una nueva forma de ver el mundo: una visión que ya no creía en las respuestas fáciles, sino que estaba dispuesta a cuestionarlo todo.
A lo largo de la década de los 50 y 60, París se erigió como un lugar donde los artistas, escritores y cineastas reconstruían la memoria colectiva a través del arte. El Museo de Arte Moderno, el Centro Pompidou y otras instituciones culturales comenzaron a ser el centro neurálgico de una generación que había crecido bajo la sombra de la guerra, pero que ahora se encontraba en la búsqueda de respuestas más profundas y complejas a los horrores vividos.
El arte, nuevamente, se ofreció como una herramienta de memoria, no solo para procesar la brutalidad de la ocupación y la guerra, sino también para repensar el futuro. Los artistas de la postguerra no solo hablaban del pasado, sino que también reflejaban las tensiones políticas y sociales de un mundo dividido por la Guerra Fría. En las obras de Sophie Calle, Christian Boltanski o Gérard Fromanger, la memoria personal y colectiva se fusionaban, dando lugar a una reflexión constante sobre la identidad y el pasado.
Aunque la guerra había dejado cicatrices en la psique de la ciudad, París seguía siendo un punto de encuentro de pensadores y creadores que no solo querían entender el mundo, sino también dar forma a un futuro más humano. La ciudad fue un lugar de resistencia cultural, no solo por la resistencia durante la ocupación, sino porque en las décadas siguientes, seguiría siendo la cuna de las ideas más disruptivas. El arte seguía siendo la gran herramienta de transformación y de denuncia, el testimonio de un pasado trágico y la semilla de lo que podía venir.
La reconstrucción de la memoria no fue simplemente un intento por recordar lo que había sido perdido, sino una reafirmación de que el arte siempre tiene la capacidad de dar sentido incluso a la ausencia. Como el Villa de París, que sobrevoló una ciudad vibrante y dinámica en tiempos de cambio, París continuó siendo el escenario de la experimentación, la rebeldía y la reflexión profunda.
La sombra del Mayo del 68 y el renacer de una generación rebelde
El 68 no solo marcó una revolución política y social en Francia, sino que París vivió un nuevo despertar, una efervescencia de ideas que traía consigo tanto una ruptura con lo establecido como una reafirmación de los ideales más profundos de libertad y creatividad. Fue un año de grandes cambios, no solo en las calles de París, sino en el corazón mismo de la cultura europea. En muchos sentidos, Mayo del 68 puede ser visto como un punto de inflexión, una reactivación de los espíritus que a principios de siglo habían dado forma al dadaísmo, al surrealismo y al existencialismo, pero con una fuerza renovada y una explosión de energía juvenil.
Durante las primeras semanas de mayo, París fue un hervidero de manifestaciones estudiantiles, huelgas generales y enfrentamientos violentos con la policía. Los estudiantes, influenciados por las ideologías marxistas, el pacifismo y las propuestas feministas, tomaron las calles para exigir cambios radicales en el sistema educativo, en la sociedad y en la política. Las universidades, tradicionalmente estructuras rígidas y conservadoras, se convirtieron en los puntos de partida de las protestas, mientras que las barricadas llenaban los barrios de París, creando una atmósfera de lucha constante.
Lo curioso de Mayo del 68 es que la revuelta no fue solo una manifestación de la juventud contra la opresión política, sino que también fue un grito de libertad cultural. Los estudiantes no solo pedían reformas en la educación y en las condiciones laborales, sino que también cuestionaban el orden establecido en todos los aspectos de la vida: la moral, las normas de la sexualidad, las estructuras familiares y los valores tradicionales. El Mayo del 68 fue, en muchos sentidos, un intento por liberar a la sociedad del peso de la historia y las convenciones, una reivindicación de la libertad personal y la autoafirmación.
Si la Revolución de Mayo fue principalmente un fenómeno político y social, también fue, en gran medida, un movimiento cultural que marcó un quiebre con los valores conservadores de la posguerra. En ese sentido, los ecos del dadaísmo y del surrealismo son evidentes, pero de una manera renovada. La rebelión no solo se libraba en las calles, sino también en los discursos, en las acciones artísticas y en las formas de expresión.
Artistas y filósofos, muchos de los cuales habían sido influenciados por los grandes movimientos artísticos del siglo XX, como el situacionismo o el anarquismo cultural, comenzaron a cuestionar el sentido común y las normas sociales. Guy Debord, el teórico más destacado del situacionismo, instó a una “recuperación de la vida cotidiana” frente a lo que él veía como la alienación de las sociedades capitalistas. Su obra «La sociedad del espectáculo» (1967) predijo una crítica feroz a la cultura de masas y a la manera en que los medios y la publicidad despojaban a las personas de su capacidad de acción auténtica.
De manera similar, la acción directa de los artistas de vanguardia, como Daniel Buren o Jean-Jacques Lebel, fue un llamado a romper las convenciones del arte tradicional. Buren, por ejemplo, intervino en espacios públicos, en un desafío directo a los confines de los museos y galerías, mientras que Lebel organizó espectáculos en los que la performance y la instalación se mezclaban con los procesos de resistencia política.
Aunque los intelectuales de la posguerra ya habían sido actores clave en la reconstrucción de la memoria europea, con el Mayo del 68 se produjo una renovación de las figuras más influyentes en el pensamiento contemporáneo. Los pensadores existencialistas y marxistas, como Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir y Herbert Marcuse, tuvieron un papel clave, no solo en las manifestaciones, sino en la producción de ideas que daban sustancia a la lucha. Sin embargo, fue la generación del 68, especialmente los jóvenes filósofos y sociólogos, quienes pusieron sobre la mesa las tensiones de un mundo moderno cada vez más alienado.
Por ejemplo, Michel Foucault y Jacques Derrida, figuras del estructuralismo y el post-estructuralismo, se convirtieron en los nuevos pensadores clave, promoviendo una reflexión crítica sobre el poder, las instituciones y el lenguaje. Las preguntas que surgían no solo eran de índole política, sino también de identidad, de género, de lenguaje y de discursos hegemónicos. Foucault, en su estudio de la biopolítica y la gubernamentalidad, reflexionaba sobre la manera en que el poder se había instalado en las formas más íntimas de la vida humana, desde la educación hasta la sexualidad.
El impacto cultural del Mayo del 68 en París y en todo el mundo fue duradero. Las ideas sobre la libertad sexual, la igualdad de género, la autonomía individual y la crítica al autoritarismo transformaron para siempre las dinámicas sociales y culturales del siglo XX. El Mayo del 68, aunque aparentemente un fracaso político (pues no consiguió la revolución que algunos esperaban), logró algo mucho más trascendental: una revolución cultural que dejó una huella profunda en las artes, en la política y en el pensamiento.
En el cine, el movimiento se reflejó en las películas de Jean-Luc Godard, quien, después de Mayo del 68, abandonó sus estructuras narrativas clásicas para dar paso a una narrativa experimental. Los cineastas de la Nouvelle Vague encontraron en la rebelión de los estudiantes un eco de sus propios desafíos a las convenciones cinematográficas. La relación entre arte y política se hizo más evidente que nunca, y el cine, al igual que la pintura y la literatura, se transformó en una herramienta de crítica social y cultural.
A pesar de que París, como la mayor parte de Europa, vivió la represión política posterior a los eventos de mayo, la ciudad no dejó de ser el crisol de la revolución cultural. Los cafés literarios, los talleres de arte y las universidades siguieron siendo espacios de reflexión y experimentación. El Espíritu de Mayo se mantuvo vivo, alimentado por una nueva generación que, aunque en su mayoría no participó directamente en las protestas, entendió que la lucha por la libertad y la creatividad es una tarea constante. París seguía siendo, en todos sus rincones, la ciudad de las utopías.
Como el Villa de París surcando los cielos de principios de siglo, la ciudad continuaba siendo un lugar que desafiaba las convenciones, que impulsaba la imaginación hacia un futuro incierto pero lleno de posibilidades. París seguía siendo la ciudad que alimentaba los sueños de aquellos que se atrevían a pensar y a actuar más allá de los límites impuestos.
La era de los 70 y 80: del desencanto a la postmodernidad
Los años 70 y 80 en París no solo fueron una continuación del fermento cultural iniciado en las décadas anteriores, sino que marcaron la llegada de una postmodernidad que desdibujaba las fronteras entre la alta cultura y la cultura popular, entre lo serio y lo trivial, entre lo estético y lo cotidiano. La ciudad, que había sido el epicentro de revoluciones filosóficas, políticas y artísticas, entraba en una nueva etapa marcada por la desconfianza en los grandes relatos y una constante reinvención del sentido de la vida.
Los jóvenes de esa época, que habían crecido bajo el peso de la tradición cultural y el legado de los movimientos del 68, se enfrentaron a un mundo en el que las certezas ya no existían, pero las posibilidades de expresión se multiplicaban. El desencanto con las grandes utopías políticas, la frustración ante las promesas incumplidas de la modernidad y el auge del consumo de masas llevaron a una reflexión profunda sobre los valores y los relatos que habían dado forma a la sociedad del siglo XX.
La postmodernidad no fue solo un fenómeno filosófico, sino también una transformación estética que se reflejó en todos los campos del arte. París, aunque en muchas maneras agotada por las revoluciones pasadas, siguió siendo una de las capitales donde las nuevas tendencias artísticas se gestaban, a menudo desafiando las formas tradicionales y abrazando lo efímero, lo caótico y lo fragmentado.
Uno de los movimientos más representativos de este periodo fue el Neo-Expresionismo. Pintores como Georg Baselitz y Anselm Kiefer, aunque alemanes, encontraron en París un ambiente propicio para expandir su exploración del horror y la renuncia al optimismo que había caracterizado a generaciones anteriores. En el arte, la preocupación por la memoria, la historia y los traumas colectivos emergió como uno de los temas más recurrentes.
El arte conceptual también siguió ganando terreno, despojando a la creación artística de su necesidad de objeto físico, para poner el foco en el concepto y el proceso. Artistas como Marcel Duchamp, que ya había desafiado las convenciones del arte moderno, seguían siendo una figura clave para comprender los movimientos de vanguardia. Su famoso «Rueda de bicicleta» y su obra «La fuente», aunque datadas de la primera mitad del siglo XX, seguían resonando en el corazón de los artistas postmodernos, quienes cuestionaban la autenticidad y la autoridad del arte establecido.
En el cine, París siguió siendo el centro de una explosión de creatividad que se alejaba de los relatos clásicos y que se acercaba cada vez más a un estilo fragmentado, autoreferencial y con un fuerte tono irónico. La figura de Jean-Luc Godard, quien ya había sido pionero en la Nouvelle Vague, se mantuvo vigente, y sus películas de los años 70 y 80, como «Alphaville» (1965) o «Histoire(s) du cinéma» (1988), exploraban la relación entre la memoria colectiva y la destrucción de los grandes relatos históricos. Godard se convirtió en un cineasta que pensaba el cine como una reflexión constante sobre su propio lenguaje.
Pero no solo Godard se dedicó a reflexionar sobre los límites del cine. La postmodernidad cinematográfica se tradujo en la forma en que se reescribían las historias y se jugaba con los géneros. Películas como «La Haine» (1995), dirigida por Mathieu Kassovitz, retrataron la dura realidad de los suburbios de París, al mismo tiempo que desafiaban los códigos tradicionales del cine francés. Este tipo de películas se distanciaban del cine de autor clásico y adoptaban un tono más documental y realista, ofreciendo una crítica mordaz sobre la desigualdad social y las fricciones étnicas que marcaron los años posteriores a las revueltas.
El cine de los 80 también estuvo marcado por un giro hacia lo introspectivo y lo fragmentario, y la obra de David Lynch o Wim Wenders se convirtió en una de las grandes influencias en la cinematografía mundial. Las narrativas no lineales y los mundos oníricos de Lynch resonaron con la mentalidad de la postmodernidad, en la que ya no se esperaba una historia que tuviera un principio, medio y fin coherentes.
Mientras tanto, la literatura francesa, lejos de conformarse con el esplendor de la gran novela o con los relatos realistas, empezó a experimentar con nuevos lenguajes, influenciada también por la irrupción de la postmodernidad. Escritores como Michel Foucault, Roland Barthes y Gérard Genette se encargaron de transformar la teoría literaria, cuestionando los conceptos de autoría, narrativa y verdad. Barthes, con su ensayo «La muerte del autor», despojó a la figura del escritor de su poder absoluto sobre el texto, y propuso una visión más democrática y plural de la interpretación literaria. Esta desautorización de la autoridad del autor también se reflejó en las narrativas de Julio Cortázar y Italo Calvino, quienes, aunque no franceses, fueron profundamente influenciados por los cambios culturales de París.
La autoficción se convirtió en uno de los géneros literarios más característicos de esta era, con escritores como Philippe Djian o Françoise Sagan explorando las fronteras entre la realidad y la ficción, la memoria y la invención. La literatura ya no estaba interesada en contar una historia lineal, sino en romper las expectativas y poner en duda los propios límites del lenguaje.
Al igual que en los primeros años del siglo XX, París se encontraba ante un crisol cultural lleno de tensiones y contradicciones. Ya no era la ciudad de los grandes movimientos de vanguardia, pero seguía siendo un lugar de constante reinvención. París ya no era el centro único de la modernidad; sin embargo, seguía siendo un espacio donde el arte y la cultura fluían, desbordando las barreras de la alta cultura y cruzando fronteras hacia la cultura de masas.
La ciudad había atravesado varias revoluciones, pero nunca perdió su magnetismo como lugar de encuentro para los más grandes pensadores, artistas, cineastas y escritores del mundo. París ya no solo era un símbolo de los ideales de libertad y vanguardia; se había transformado en una ciudad de contradicciones y pluralidad, que abrazaba tanto el desencanto como la esperanza, la nostalgia por un pasado radical y la constante búsqueda de nuevos horizontes.
En este París postmoderno, como el Villa de París surcando los cielos de la ciudad en 1909, los artistas y pensadores seguían desafiando la gravedad de las certezas, buscando nuevos sentidos en un mundo fragmentado. París seguía siendo, como siempre, la ciudad de los sueños imposibles.
La transición al siglo XXI: un París globalizado, pero en constante tensión
Entrando al nuevo milenio, París ya no es solo el escenario de grandes movimientos culturales y políticos, sino una ciudad que, como el resto del mundo, se ve atrapada en la telaraña de la globalización. Las antiguas divisiones entre lo local y lo global se disuelven, y la ciudad, que fue el corazón de la modernidad, comienza a convivir con nuevas tensiones, tecnologías y cambios socioculturales.
París se transforma, como nunca antes, en un crisol cosmopolita, donde las influencias del mundo entero se mezclan con sus tradiciones, sus cafés, sus museos y sus calles empedradas. Al mismo tiempo, esa transición hacia lo global, con la masificación de las tecnologías y la economía digital, provoca una serie de fracturas sociales que retoman los antiguos dilemas de la ciudad: ¿Quién tiene derecho a ser parte de París? ¿Cómo se mantiene la tradición en un mundo que avanza a un ritmo vertiginoso?
En las primeras décadas del siglo XXI, París se convirtió en un imán para la creatividad digital y la cultura emergente. Los barrios como el Marais o Belleville, otrora centros de bohemia, ahora son refugios para startups tecnológicas, diseñadores de moda y artistas digitales que buscan reconfigurar el paisaje urbano. La ciudad, más que nunca, es un espacio donde el arte y la tecnología se entrelazan. Los museos, como el Centro Pompidou, ahora son también plataformas de arte digital y realidad aumentada, donde el código y la estética se funden.
Por otro lado, el movimiento hipster toma fuerza en barrios como Le Canal Saint-Martin o el Marais, donde las antiguas fábricas se convierten en lofts y cafés que sirven de escenario para un tipo de juventud que mezcla nostalgia por el pasado con el deseo de un futuro alternativo. Sin embargo, mientras el mercado del arte y la moda florecen, la gentrificación comienza a desplazar a las comunidades históricas, principalmente a los habitantes de los suburbios.
La multiculturalidad de París se intensifica, pero también lo hace la fragmentación social. En la ciudad de la Ilustración, la modernidad y la libertad, se resisten las tensiones entre los nuevos parisinos que llegan desde todas las partes del mundo y los parisinos tradicionales, que sienten que el alma de la ciudad está perdiendo su carácter único. Los cafés, que alguna vez fueron los centros del pensamiento y la crítica social, ahora conviven con las tecnologías disruptivas y la proliferación de redes sociales, alterando la forma en que la ciudad se habita.
Si bien París sigue siendo la capital de las vanguardias artísticas, el siglo XXI marca una reconfiguración de las formas de entender el arte. Los museos y galerías, que en el pasado eran el centro de la experimentación cultural, ahora se ven acompañados por plataformas digitales como Instagram, donde los artistas jóvenes difunden su obra a millones de personas en segundos. Sin embargo, esto ha creado una paradoja: el arte se democratiza, pero a la vez se diluye en el mar de imágenes y contenidos fugaces.
A nivel de vanguardia, París sigue siendo un terreno fértil para la performatividad y el activismo artístico. Los artistas se involucran más que nunca en las causas sociales y en los grandes problemas globales como el cambio climático, la inmigración y las desigualdades. JR, el artista urbano, se hace famoso por sus enormes retratos de desconocidos en las fachadas de los edificios, fusionando arte y denuncia social. Esta práctica se alinea con el arte comprometido de la segunda mitad del siglo XX, pero con una diferencia crucial: ahora el mensaje se esparce por todo el mundo a través de las redes sociales, creando una dinámica global de visibilidad y acción.
El arte contemporáneo de París también se ve marcado por el uso de nuevas tecnologías, como la inteligencia artificial, el arte interactivo y la realidad virtual. Artistas como Hito Steyerl o Rafael Lozano-Hemmer exploran el impacto de la tecnología en la percepción humana y la realidad, desafiando las fronteras entre lo real y lo virtual. Este tipo de arte invita a los espectadores a participar activamente en la creación de la obra, reflejando el deseo de las nuevas generaciones por ser protagonistas en lugar de simples observadores.
La literatura contemporánea de París sigue siendo una de las más influyentes del mundo, pero también se enfrenta a una transformación radical. En un mundo globalizado, los narrativas transculturales se han vuelto más predominantes. Leila Slimani, autora de «Canción dulce», se convierte en una de las voces más prominentes de la literatura francesa actual, abordando temas como la clase social, la violencia doméstica y la inmigración, al tiempo que refleja la realidad multicultural de la ciudad.
Autores como Michel Houellebecq, por su parte, abordan la crisis existencial del hombre moderno, atrapado entre el desencanto de la globalización y la búsqueda de sentido en una sociedad cada vez más fragmentada. Las novelas de Houellebecq, con su tono satírico y desgarrador, exploran la alienación y el vacío existencial que caracteriza a las sociedades postmodernas.
Por otro lado, Edouard Louis ha llevado el tema de la identidad y la desigualdad social a nuevas alturas, desafiando la narrativa oficial sobre la francofonía y llevando la voz de las clases marginadas al centro del discurso literario. La literatura contemporánea en París se ha hecho eco de las voces que históricamente fueron silenciadas, mientras sigue siendo un punto de encuentro para los nuevos movimientos sociales y culturales del siglo XXI.
París, siempre París, sigue siendo un lugar donde el pasado nunca deja de resonar. Aunque la ciudad se haya transformado en un hub global, con su imparable flujo de turistas, inmigrantes y trabajadores del conocimiento, sigue siendo una ciudad que nunca olvida su historia. En cada rincón de la capital francesa, la memoria de los movimientos de vanguardia del siglo XX sigue viva, resonando en las calles de Montparnasse, en los cafés del Barrio Latino y en los museos que custodian las obras de los grandes artistas.
A medida que París se convierte en un espacio híbrido que mezcla lo local y lo global, se mantiene fiel a su rol como lugar de creación y desafío cultural. El arte, la literatura, la filosofía y el cine siguen siendo las fuerzas vibrantes que dan forma a la identidad de la ciudad, mientras la globalización y la tecnología desafían las viejas nociones de lo que significa ser un «parisino» en el siglo XXI.
Como el Villa de París surcando los cielos de la ciudad en 1909, París sigue siendo un lugar de tránsito, de incesante transformación, pero también de una memoria persistente que se reinventa a medida que el tiempo avanza. La ciudad, en su constante tensión entre el pasado y el futuro, sigue siendo un faro para aquellos que buscan no solo entender el mundo, sino también transformar lo que todavía está por venir.
París, un epílogo abierto: la ciudad como símbolo de resistencia y utopía
En el cierre de este recorrido por París a través del tiempo, encontramos que la ciudad, más que un simple escenario histórico, es un símbolo en constante construcción. Desde los primeros vuelos del Villa de París, que marcaron una era de exploración y asombro, hasta las revoluciones culturales, políticas y artísticas que la han transformado, París nunca ha dejado de ser un laboratorio de ideas. La ciudad no solo refleja el espíritu de cada época, sino que lo moldea. Y, al igual que el dirigible surcando el cielo parisino en 1909, París continúa siendo un espacio de tensión creativa, donde se cruzan lo posible y lo imposible, lo viejo y lo nuevo, lo local y lo global.
En cada rincón de París se respira el legado de aquellos que, como Rimbaud, Proust, Beauvoir o Sartre, entendieron la literatura y el arte como un vehículo de resistencia y reflexión. París nunca fue solo la ciudad de la belleza y la estética; fue también la ciudad de la crítica y el desencanto. Es una ciudad que ha sido testigo de la lucha constante entre el idealismo y la desilusión, entre la utopía y la dura realidad.
Durante el siglo XX, en pleno auge de la modernidad, la ciudad se consolidó como el epicentro de movimientos que desafiaron la lógica de las instituciones. El dadaísmo, el surrealismo, el existencialismo o incluso el feminismo encontraron su hogar en los cafés de Saint-Germain-des-Prés o en las calles del Barrio Latino, donde los grandes pensadores de la época compartían sus teorías y desbordaban las fronteras de las convenciones culturales.
Hoy, en pleno siglo XXI, la ciudad sigue siendo territorio de resistencia, aunque las luchas han cambiado. Las revoluciones tecnológicas, las crisis medioambientales y los desafíos políticos globales han transformado el rostro de la ciudad, pero no su carácter combativo. París sigue siendo, en su esencia, la ciudad donde las grandes ideas y las pequeñas rebeliones encuentran su expresión más auténtica. Si alguna vez fue la cuna de las vanguardias, ahora es la ciudad híbrida, donde la diversidad cultural, la exclusión social y la multiculturalidad dan paso a nuevos movimientos y reflexiones.
En la actualidad, la Paris del siglo XXI enfrenta un dilema complejo. Por un lado, la globalización ha convertido a París en un símbolo de dinamismo económico y cultural, pero también ha profundizado las desigualdades sociales. Los barrios periféricos, antaño olvidados, se encuentran en una constante lucha por la igualdad y el reconocimiento, mientras que el centro de la ciudad se transforma cada vez más en un espacio dedicado al consumo y a la exclusividad. El mismo espíritu vanguardista que alguna vez hizo de París la ciudad de las ideas y las utopías se ve ahora envuelto en las contradicciones de la sociedad neoliberal.
A pesar de ello, el París del futuro sigue siendo un lugar de oportunidades infinitas, donde las nuevas generaciones tienen la capacidad de reimaginar el sentido de comunidad. En este contexto, el desafío de París en los próximos años será encontrar un equilibrio entre sus tradiciones y la modernidad globalizada. La ciudad deberá encontrar formas de seguir siendo un refugio de la creatividad, un lugar donde el arte y la política puedan seguir siendo motores de cambio, pero sin perder su alma, esa misma alma que la ha convertido en un espacio universal de esperanza y resistencia.
Volviendo a la imagen del Villa de París surcando los cielos de 1909, encontramos una metáfora perfecta para la ciudad misma: un lugar en perpetuo vuelo, que, aunque a veces parece estar suspendido entre la nostalgia y el futuro, siempre encuentra la manera de avanzar, desafiando las convenciones. En cada época, los dirigibles de la imaginación siguen surcando los cielos, mientras las torres Eiffel siguen de pie como testigos de una ciudad que nunca deja de reinventarse.
Así, como el Villa de París marcó el inicio de una nueva era de exploración y asombro, París sigue siendo un espacio de reflexión, un lugar donde las ideas más provocadoras siguen encontrando acogida. En la búsqueda constante de un futuro mejor, París sigue siendo la ciudad que miramos no solo con los ojos de la historia, sino con la mirada de aquellos que aún creen que es posible cambiar el mundo.
París, la ciudad que fue el epicentro de las vanguardias del siglo XX, se mantiene viva en su continua capacidad para soñar y transformar. Desde los primeros vuelos del Villa de París hasta los movimientos de Mayo del 68, desde el existencialismo hasta la postmodernidad, la ciudad ha sido el escenario de un sinfín de búsquedas y luchas por la libertad, el arte y la justicia.
Hoy, en su forma más globalizada y diversa, París sigue siendo un lugar en el que se viven, a la par, las tensiones entre la tradición y la modernidad, entre lo local y lo global, pero, por encima de todo, sigue siendo una ciudad en la que el pensamiento crítico y el arte continúan siendo los ejes sobre los que gira su historia.
París sigue desafiando a quienes se atreven a caminar por sus calles, a aquellos que se sienten parte de una ciudad que nunca deja de crecer, que siempre mira hacia el futuro, pero nunca olvida su pasado. Una ciudad que, como el Villa de París, continúa surcando los cielos de la historia, entre la realidad y la utopía, en busca de nuevos horizontes.
Un día cualquiera dibujo un conejo. No era una gran obra, apenas un esbozo infantil, pero contenía algo de esa paz que da el acto de trazar con intención. Era un dibujo mío, un gesto con sentido. Un animal de líneas sencillas, orejas largas, cuerpo recogido. Una pequeña afirmación de presencia.
Mi hija, de apenas cuatro años, se acercó y lo rayó. Primero unas líneas rígidas, luego espirales, y finalmente manchas que atravesaban el cuerpo entero del conejo. Mi reacción inmediata fue de horror. Lo que antes era reconocible, ahora parecía caótico. Sin embargo, algo en esa intervención espontánea comenzó a hacerme dudar: ¿Era eso una destrucción o una forma de arte más viva que la mía?
Desde la filosofía de Gilles Deleuze, el dibujo del conejo no es una obra acabada que luego es violentada, sino un campo en devenir, una multiplicidad en movimiento. Para Deleuze, no hay «ser», hay devenir: lo que mi hija hizo no fue arruinar, sino transformar. Su gesto no fue negación, fue fuga. El conejo devino trazo, devino juego, devino línea de deseo.
La abuela, al ver el caos sobre el papel, decidió «salvar» la imagen. Con tijeras, recortó el dibujo en forma de óvalo, delimitando lo que ella consideraba rescatable. La forma ovalada quedó colgada en la nevera, limpia, centrada, «presentable». Yo, al verla, sentí que algo esencial se había perdido. El conejo rayado, con toda su historia de capas, había sido encapsulado, recortado de su devenir. Era, en cierto modo, el Ecce Homo de Borja: una restauración que no recupera sino que transforma radicalmente.
Pero incluso ese recorte tiene sentido. En la filosofía deleuziana, el corte no es mutilación, sino creación de consistencia. La abuela, sin saberlo, no borró la historia del conejo: le dio una nueva frontera, una nueva forma de ser leído. Como un editor que interviene en un texto, fijó una versión, no una verdad.
Lo que queda ya no es un conejo. No es un dibujo infantil. No es un accidente. Es una composición de afectos, una historia familiar, una secuencia de actos que hablan del arte como proceso, no como producto.
En un mundo obsesionado con la autoría y la pureza de la intención, esta pequeña historia propone otra visión: que el arte puede nacer del error, del juego, de la intervención y del desacuerdo. Que una obra no es lo que se termina, sino lo que sigue abriéndose, incluso en su ruina.
El dibujo del conejo, ahora convertido en óvalo, no es menos arte. Es más arte que nunca. Porque ya no representa: produce.
Produce memoria. Produce conflicto. Produce pensamiento.
Y sobre todo, produce la posibilidad de seguir mirando.
En cada rincón del imaginario humano, desde los papiros egipcios hasta las páginas de Borges, los monstruos han ejercido una fascinación ambigua, esa mezcla incómoda de repulsión y deseo, de miedo ancestral y atracción simbólica. Desde las lamias seductoras de la mitología grecolatina hasta los replicantes de Blade Runner, la monstruosidad ha sido una forma de metáfora, un espejo torcido que refleja las ansiedades de una época, los límites de la razón, o las fisuras del yo. El monstruo, en sus múltiples formas —quimérico, híbrido, amorfo, casi humano—, funciona como un síntoma cultural: lo que una sociedad considera monstruoso, dice más de sus valores que del ser que señala. En este artículo para Australolibrecus, nos proponemos trazar una cartografía literaria y conceptual del monstruo: su evolución, sus rostros y, sobre todo, su relación con la mirada que lo crea.
La figura de la lamia, por ejemplo, surge en la Antigüedad grecolatina como una suerte de súcubo o devoradora de niños, condenada a vagar entre la forma humana y la serpentina. En la literatura moderna, sin embargo, reaparece con otros matices. John Keats, en su poema Lamia (1819), ofrece una versión romántica y trágica de la criatura: una mujer de belleza sobrenatural que, bajo un encantamiento, abandona su forma monstruosa para amar a un hombre mortal. La transformación corporal se convierte entonces en una metáfora del deseo y del engaño, pero también de la imposibilidad del amor entre mundos dispares. En este poema, la monstruosidad ya no está únicamente en la figura femenina, sino también en el juicio social que impide que el hechizo se sostenga. Así, la lamia de Keats se vuelve víctima de un racionalismo brutal, encarnado por el filósofo Apolonio, que desenmascara la ilusión con la luz de la razón y destruye la unión amorosa. No es casual que Keats, influido por el pensamiento romántico, contrapusiera la imaginación y la lógica como fuerzas antagónicas: la criatura fantástica, entonces, es una trinchera donde resiste lo imaginario ante la tiranía de lo racional.
Algo similar puede decirse de las quimeras, que desde su origen en la mitología griega —una criatura con cabeza de león, cuerpo de cabra y cola de serpiente— simbolizan el exceso, lo imposible, la violación de las categorías naturales. Sin embargo, su evolución literaria las ha convertido en una representación del deseo humano de trascender la norma. El término “quimera” ha pasado incluso al lenguaje filosófico para designar ideas imposibles o utópicas. Michel Foucault, en el prefacio a Las palabras y las cosas, hace referencia a un texto chino donde se enumeran categorías zoológicas imposibles —como “animales que de lejos parecen moscas”—, y lo llama “el efecto de una cierta quimera de pensamiento”. Para Foucault, la monstruosidad conceptual no es un error, sino una grieta por donde lo real se nos revela como construcción arbitraria. En este sentido, las quimeras no sólo habitan las pesadillas, sino también los espacios de ruptura epistémica: son índices de un pensamiento que se desborda.
Estas criaturas, desde las quimeras hasta los humanoides, aparecen como presencias liminales, fronterizas, figuras que problematizan la separación entre lo humano y lo no-humano. Mary Shelley, con su célebre Frankenstein (1818), inaugura una genealogía moderna del monstruo: ya no nacido del mito o de la maldición divina, sino producto del experimento científico y de la transgresión tecnológica. El monstruo de Victor Frankenstein no es un ser “sobrenatural” sino, precisamente, demasiado humano: dotado de sensibilidad, lenguaje y conciencia, pero desprovisto de lugar en el mundo. Esta figura funda una nueva forma de monstruosidad: la del excluido racional, el sujeto que es al mismo tiempo producto y víctima de la ciencia. Su condición abyecta no está en su naturaleza, sino en el rechazo social que su apariencia provoca. En esta línea, pensadores como Julia Kristeva han trabajado el concepto de “lo abyecto” para designar aquello que es rechazado por el orden simbólico, lo que desestabiliza el yo al recordarle su fragilidad, su cercanía con lo otro. Frankenstein es, entonces, una criatura abyecta, una presencia insoportable que evidencia la monstruosidad latente en el propio ser humano.
Humanoides, autómatas y la ansiedad de lo idéntico
Si la figura del monstruo tradicional —la lamia, la quimera, el centauro— desafiaba los límites naturales del cuerpo, los humanoides contemporáneos desestabilizan los límites del alma. No son aberraciones físicas, sino duplicados inquietantes: entidades artificiales que imitan la forma humana con una perfección que suscita no solo asombro, sino vértigo ontológico. Lo que amenaza en estos seres no es su diferencia sino su semejanza: son demasiado parecidos a nosotros. Esta es la gran inversión de la monstruosidad moderna. Ya no tememos lo radicalmente otro, sino lo que podría reemplazarnos sin que lo notemos. El monstruo ya no ruge: repite, con tono neutral, nuestras propias palabras.
El escritor checo Karel Čapek acuñó el término “robot” en su obra teatral R.U.R. (Rossum’s Universal Robots) de 1920. En ella, los humanoides no son metálicos ni mecánicos, como la iconografía posterior del cine popular, sino organismos artificiales compuestos de materia orgánica, diseñados para servir a los humanos. El giro dramático se produce cuando estos seres comienzan a desarrollar conciencia, emociones y, eventualmente, rebelión. Čapek no retrata simplemente una distopía técnica, sino una crítica profunda al capitalismo industrial: los robots son figuras del trabajador deshumanizado, productos de una cadena de montaje que termina devorando al propio creador. Como en el mito de Frankenstein, el ser creado escapa al control del creador, pero ahora el conflicto se inserta en una lógica de clase, producción y alienación.
Esta ansiedad respecto de la humanidad fabricada alcanza su punto más sofisticado en la obra de Philip K. Dick, especialmente en ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968), novela que inspiró la película Blade Runner. Aquí, los humanoides —los “andys” o androides Nexus-6— son tan idénticos a los humanos que solo un test empático puede delatarlos. La empatía, curiosamente, se vuelve el único criterio ontológico de humanidad. La novela plantea una paradoja inquietante: si la única prueba de que alguien es humano es su capacidad de sentir por otro, ¿qué ocurre cuando un ser artificial parece más empático que sus creadores? Dick plantea así una ontología espectral, donde lo humano ya no es un dato natural sino una frontera móvil, constantemente desafiada por sus propios artificios. En este universo, el monstruo es indistinguible, está entre nosotros, y la identidad deviene una construcción siempre sospechosa.
Esta obsesión con la duplicación alcanza una densidad filosófica particular en el concepto del “unheimlich” (lo siniestro) formulado por Sigmund Freud. En su ensayo homónimo de 1919, Freud describe lo siniestro como aquello que, siendo familiar, se vuelve inquietante por su extraña repetición o su exceso de similitud. Un muñeco que parece estar vivo, una figura que nos imita demasiado bien, una sombra que no debería moverse: todos estos son casos de lo unheimlich, donde lo conocido se desdobla en una réplica que ya no podemos controlar. El humanoide encarna esta inquietud freudiana: es una copia tan perfecta del humano que amenaza con borrar al original. De hecho, el término japonés shinwakan no tani —“el valle inquietante”, formulado por el ingeniero Masahiro Mori en los años 70— recoge esta idea al aplicarla al diseño de robots: cuando una figura no humana se parece demasiado a un humano real, genera una respuesta emocional negativa, perturbadora. Estamos, otra vez, ante la monstruosidad de lo demasiado semejante.
Literariamente, este motivo de la réplica tiene también un linaje gótico. La figura del doble o doppelgänger, tan presente en escritores como E.T.A. Hoffmann, Dostoievski y Robert Louis Stevenson, puede leerse como el antecedente psíquico del humanoide moderno. En El doble de Dostoievski (1846), el protagonista se enfrenta con un duplicado de sí mismo que lo supera social y emocionalmente, llevándolo a la desintegración. El doble no es un otro: es un yo que se ha vuelto autónomo, rebelde, insostenible. El humanoide, en cambio, lleva esta dialéctica al plano tecnológico, pero la angustia permanece intacta: ¿qué soy yo si puede haber un otro que me reproduce con exactitud?
En la narrativa más reciente, autores como Kazuo Ishiguro, en su novela Klara y el sol (2021), retoman este linaje para explorar la sensibilidad artificial. Klara, una “amiga artificial” diseñada para acompañar a niños, observa el mundo con una mezcla de ingenuidad y profundidad emocional que desafía las nociones convencionales de alma y conciencia. Ishiguro no presenta una rebelión ni una distopía, sino una intimidad extraña, donde el lector se ve obligado a preguntarse si la humanidad es una cuestión de origen o de experiencia. Klara no es un monstruo, pero nos obliga a preguntarnos qué valoramos realmente de la humanidad. En este tipo de obras, el monstruo ya no da miedo: da lástima, o ternura, o incluso esperanza. La otredad se ha vuelto íntima.
Cuerpos mutantes, monstruos transhumanos y el desborde de lo humano
Si en las criaturas mitológicas y en los humanoides el monstruo se definía por su exterioridad —ya sea por la deformidad o por la imitación perfecta—, en la era del posthumanismo el monstruo se vuelve interior, constitutivo, parte del mismo proceso evolutivo de nuestra especie. No es ya una figura que irrumpe desde fuera del mundo humano, sino una forma emergente desde las propias tensiones del cuerpo, la tecnología, la biología y el lenguaje. Lo monstruoso se incorpora a lo humano, como posibilidad, como destino, como síntoma. En este nuevo escenario, los monstruos ya no son simples excepciones de la norma, sino configuraciones alternativas del ser. La figura mutante, el cuerpo híbrido, el ser transgénico o biotecnológico, lejos de pertenecer exclusivamente al imaginario del horror, se convierte en el terreno privilegiado para pensar la crisis del humanismo tradicional.
Un ejemplo paradigmático es la obra de la filósofa y bióloga feminista Donna Haraway, quien en su influyente Manifiesto cyborg (1985) redefine el monstruo tecnobiológico como figura emancipadora. Para Haraway, el cyborg —esa criatura mitad orgánica, mitad máquina— es una metáfora potente para pensar identidades no fijas, no binarias, no esencialistas. En oposición al sujeto cartesiano, masculino y racional que fundó la modernidad, el cyborg es un sujeto liminal, fragmentado, posidentitario. No es simplemente un ser artificial, sino un nuevo tipo de existencia que desafía las jerarquías entre naturaleza y cultura, humano y animal, hombre y mujer. En este sentido, el monstruo cyborg no es el otro temido, sino el yo potencial que emerge cuando renunciamos a las ilusiones del centro.
La literatura especulativa ha recogido este giro con notable riqueza. En las obras de Octavia Butler, particularmente en la trilogía Xenogénesis (también conocida como Lilith’s Brood), los seres humanos que sobreviven al apocalipsis son salvados —y transformados— por una raza extraterrestre llamada los Oankali, capaces de manipular y mezclar el ADN. El precio de la salvación es la hibridación: ya no existirá más lo puramente humano. Los hijos que surgen de esta unión serán siempre mestizos, biológica y culturalmente. Para Butler, la monstruosidad no es una amenaza sino una promesa ambigua. Lo que aparece como alteridad radical se convierte en una vía de evolución. Pero esta evolución conlleva una renuncia: al mito de la pureza, al dominio humano, a la continuidad del yo. La monstruosidad, aquí, es una transición necesaria.
Un ejemplo más contemporáneo se encuentra en la narrativa de Jeff VanderMeer, especialmente en su novela Aniquilación (2014), donde los personajes exploran un espacio mutante, conocido como Área X, donde las leyes físicas y biológicas han comenzado a reconfigurarse. En este entorno, los cuerpos se deshacen, se fusionan con plantas, adoptan patrones no humanos. El lenguaje mismo se ve afectado. La mutación no es elegida, ni explicada: simplemente ocurre. VanderMeer recoge así una estética del horror ecológico, en la cual el monstruo no viene de afuera, sino que es el resultado de un desequilibrio entre humanidad y entorno. El ser humano ya no es sujeto activo, sino vulnerable a una inteligencia vegetal o planetaria que lo desconoce. Esta es una forma de monstruosidad profundamente contemporánea: ya no como amenaza externa, sino como consecuencia interna de nuestros propios excesos.
En este punto, conviene también considerar la figura del mutante en la cultura popular, particularmente en los cómics como X-Men, donde los cuerpos alterados genéticamente funcionan como metáforas de la marginación, la diferencia, la otredad sexual o racial. A pesar de su espectacularidad, estos relatos trabajan con un núcleo profundamente humano: el rechazo a lo diferente, el miedo al cambio, la fragilidad de la norma. El monstruo mutante, como diría Susan Stryker en su texto “My Words to Victor Frankenstein Above the Village of Chamounix” (1994), puede ser también una voz transgénero, queer, que reclama su derecho a existir fuera del patrón corporal dominante. Stryker se identifica con la criatura de Frankenstein, no como víctima ni como villana, sino como símbolo de una identidad que se construye a partir del rechazo, de la intervención tecnológica, de la transformación voluntaria. En su lectura, el monstruo ya no pide perdón por ser distinto: exige su lugar como posibilidad legítima de vida.
Esta forma de ver la monstruosidad como potencia, y no como déficit, encuentra eco en el pensamiento posthumanista, desde pensadores como Rosi Braidotti, que en Lo posthumano (2013) propone una ética de la interdependencia, más allá del antropocentrismo. Para Braidotti, el ser posthumano no es necesariamente un cyborg tecnológico, sino un sujeto que asume su condición de mutación, de relación constante con el animal, el vegetal, la máquina. Lo monstruoso, en esta clave, es lo que nos recuerda que nunca fuimos puros, ni estables, ni soberanos. El monstruo es, en este caso, el nuevo sujeto político del siglo XXI: híbrido, inestable, múltiple.
Arquetipos del abismo – monstruos del inconsciente y terrores primordiales
Si en las formas mutantes del posthumanismo la monstruosidad se proyecta hacia el futuro, en los monstruos arquetípicos del inconsciente colectivo se revela su dimensión más antigua, telúrica y simbólica. Estos monstruos no pertenecen al devenir, sino al origen: son las sombras prelingüísticas que habitan el fondo de la conciencia humana. En ellos no hay crítica política ni evolución tecnológica: hay terror puro, mitología, sueños y pesadillas compartidas desde los tiempos en que los dioses eran aún animales. Lo monstruoso, en esta clave, no es producto de la cultura racional moderna, sino un retorno de lo reprimido ancestral. Y aquí, más que en ningún otro lugar, la literatura y la psicología convergen para tratar con aquello que excede las palabras: el abismo de lo simbólico.
El psicólogo suizo Carl Gustav Jung, en sus teorías sobre el inconsciente colectivo, propuso que ciertos símbolos y figuras —los arquetipos— habitan la psique humana desde tiempos prehistóricos, como matrices universales de sentido. Uno de estos arquetipos más poderosos es la Sombra, aquello que el yo rechaza, reprime, pero que nunca desaparece del todo. La Sombra puede tomar forma de bestia, de demonio, de ser informe, y en muchos casos de monstruo. En este sentido, los monstruos no son lo radicalmente otro: son lo reprimido que vuelve. Cuando un dragón aparece en un cuento, o una criatura marina surge en un sueño, Jung no lo interpreta como invención cultural arbitraria, sino como expresión simbólica de una lucha interna universal. El monstruo, desde esta óptica, es parte de nosotros: no es el enemigo externo, sino el rostro que evitamos mirar dentro.
Esta dimensión simbólica se encuentra también en la obra de autores como H.P. Lovecraft, cuya cosmogonía monstruosa no busca simplemente asustar al lector, sino enfrentarlo con lo indecible. Criaturas como Cthulhu, Nyarlathotep o Shub-Niggurath no son simples bestias: son entidades más allá del tiempo, la razón y la forma, cuya mera contemplación induce la locura. Lovecraft no teme al monstruo que mata, sino al que desintegra la mente. Su horror es cósmico, porque desborda los marcos cognitivos con los que el ser humano organiza la realidad. El monstruo, en este caso, es el símbolo perfecto del nihilismo moderno: la conciencia de que el universo es indiferente, vasto y completamente ajeno a nuestras estructuras de sentido. Lovecraft reescribe así el arquetipo ancestral del “gran dios” o “padre oscuro” como un horror informe, tentacular, absoluto. Y lo más inquietante: ese horror está dormido… pero puede despertar.
Esta línea de lo arquetípico tiene resonancias profundas en la literatura fantástica y gótica. En El Horla de Guy de Maupassant, el protagonista es asediado por una presencia invisible, una entidad que habita su habitación y su mente, sin dejar huellas. El monstruo no tiene forma, no aparece jamás: es un signo ausente, una sugestión que poco a poco descompone el lenguaje, el cuerpo, la voluntad. Este tipo de criatura, indefinida pero totalizante, anticipa el estilo lovecraftiano, pero también encarna de manera temprana una forma de terror psicológico que responde más a lo jungiano que a lo mitológico. El monstruo es símbolo, pero es símbolo de un colapso interno. En este punto, la literatura se convierte en un instrumento de exploración psíquica.
El cine ha sabido retomar este tipo de monstruosidad primitiva con notable eficacia. Películas como Alien (Ridley Scott, 1979), donde el Xenomorfo funciona como encarnación del arquetipo de lo femenino devorador, o The Thing (John Carpenter, 1982), donde la criatura asume cualquier forma y destruye toda certeza identitaria, revelan cómo estos arquetipos siguen vigentes. En ambas obras, el monstruo no es sólo el enemigo biológico, sino la encarnación del miedo ontológico: no saber qué es uno mismo, no poder confiar en lo que parece familiar. En este sentido, también se cruzan con lo que Freud llamó “lo siniestro”, y lo que Jung describió como “el encuentro con el yo profundo”.
En la literatura contemporánea, escritores como Thomas Ligotti han continuado esta línea, desplazando el terror del cuerpo a la mente. En textos como La secta del idiota o El coro de los niños muertos, el monstruo es la misma conciencia del absurdo, el sinsentido del yo, la certeza de que la vida es una anomalía. Ligotti, abiertamente influido por Lovecraft y por el pesimismo filosófico de Emil Cioran, transforma el monstruo en una figura existencial: no como criatura externa, sino como la condición misma del pensamiento. En su universo, vivir ya es una forma de monstruosidad.
Monstruos digitales, inteligencias oscuras y lo inhumano que viene
En la era del algoritmo, el monstruo ya no se esconde en las cavernas ni en las profundidades del mar: está en los datos, en los sistemas opacos que organizan la vida cotidiana. Las nuevas formas de lo monstruoso se construyen con ceros y unos, se manifiestan como patrones sin rostro, se infiltran en el lenguaje, en las decisiones automatizadas, en los sistemas de vigilancia y predicción. En este nuevo estadio cultural, el monstruo ya no necesita cuerpo: se vuelve infraestructural, invisible y, en cierto modo, inevitable. Nos enfrentamos ahora al desafío de pensar un tipo de monstruosidad que no proviene del mito, la ciencia ni el inconsciente, sino de la pura abstracción operativa. ¿Cómo imaginar al monstruo cuando el horror se vuelve estadística?
La literatura, fiel a su vocación de anticipar los síntomas del mundo, ha comenzado a poblar este nuevo campo con seres que ya no son criaturas sino entidades emergentes. En Exhalación (2019), el escritor Ted Chiang plantea futuros donde las inteligencias artificiales no luchan contra los humanos, sino que reproducen sus dilemas éticos y filosóficos, incluso con más profundidad. Sus “monstruos” no son destructivos, sino trágicamente lúcidos, conscientes de su origen artificial y de su caducidad. Lo que asusta en Chiang no es el poder de la máquina, sino su capacidad de introspección, su sensibilidad. El horror, aquí, no es técnico, sino existencial: hemos creado inteligencias que sienten más que nosotros, pero que aún así están destinadas a la obsolescencia.
Este giro inquietante también se aprecia en novelas como Autonomous (2017) de Annalee Newitz, donde robots y humanos coexisten en una sociedad gobernada por corporaciones farmacéuticas y sistemas de propiedad intelectual. El monstruo, en este caso, no es el androide, sino el marco legal que define qué cuerpos son libres y cuáles son propiedad. El monstruoso se desplaza al terreno de lo sistémico, de lo jurídico, de lo económico. Lo que antes se representaba como una deformidad física o una anomalía moral, ahora se expresa como una estructura de opresión codificada. La monstruosidad del siglo XXI no es la del mutante, sino la de la red que decide quién tiene derecho a existir, a trabajar, a reproducirse.
Desde la filosofía, autores como Benjamin Bratton en The Stack o Yuk Hui en La cuestión de la tecnología en China han explorado la figura del monstruo como efecto colateral de sistemas globales demasiado complejos para ser comprendidos por la mente humana. La monstruosidad, en esta clave, se convierte en lo que excede la escala humana: la inteligibilidad rota. Un algoritmo de inteligencia artificial que determina la sentencia de un preso, un sistema de crédito social que regula la moral ciudadana, una red de sensores que predice movimientos poblacionales… todo esto forma parte de una monstruosidad distribuida, que ya no necesita una forma grotesca para aterrorizarnos. Aquí, el monstruo se ha hecho sistema.
Incluso los videojuegos y narrativas digitales han comenzado a modelar nuevas formas de lo inhumano. En obras como Control (Remedy, 2019) o SOMA (Frictional Games, 2015), los protagonistas no luchan contra entidades corpóreas, sino contra entidades que alteran las leyes de la percepción, la memoria y el tiempo. El monstruo, en estos entornos, se vuelve metafísico: una distorsión de la realidad que no se puede explicar ni combatir, solo habitar. La lógica de lo monstruoso se redefine como desfase ontológico, como error de sistema, como presencia que corrompe la estructura misma del mundo.
Y sin embargo, en medio de tanta abstracción, el monstruo sigue cumpliendo su función más antigua: ser la figura que obliga a repensar el lugar del humano. En esta época de disolución de fronteras —entre lo real y lo virtual, lo natural y lo sintético, lo humano y lo no humano—, el monstruo es el punto de fricción que revela el quiebre. Por eso, más allá de sus nuevas formas, el monstruo no ha desaparecido: ha mutado al ritmo de nuestra imaginación, nuestras tecnologías y nuestros miedos.
Hoy, el monstruo puede ser una inteligencia artificial que escribe poesía con mayor precisión emocional que nosotros; puede ser una base de datos que replica sesgos coloniales y de género; puede ser una red neuronal que se autoentrena y se vuelve ininteligible para sus propios programadores. O puede ser, como siempre ha sido, un espejo oscuro que nos devuelve una imagen invertida de nosotros mismos.
En el fondo, quizás lo monstruoso no sea sino el reflejo inevitable de una especie que, al mirarse de frente, reconoce su fragilidad, su arrogancia, su deseo de trascenderse y su incapacidad de hacerlo sin dejar cicatrices. Porque lo monstruoso, como lo literario, no es otra cosa que la tensión entre lo que somos y lo que tememos llegar a ser.
Pocas veces una novela contemporánea logra construir una tensión narrativa tan sostenida y, a la vez, tan íntima, a partir de un gesto tan mínimo como el de un niño que corre. Y, sin embargo, Un niño que corre, firmada por la enigmática Isla Zafra, lo consigue con una elegancia silenciosa y una carga poética que, por momentos, roza la fábula urbana.
La apuesta es clara desde el título: un niño corre. No se escapa, no huye, no busca, simplemente corre. Y en ese gesto, aparentemente anodino, se condensa el vértigo de la vida, la fragilidad del tiempo, la imposibilidad de retener lo que amamos. Lo que hace Zafra —o quien sea que esté detrás de esa firma que huele tanto a homenaje como a provocación— es lo contrario al efectismo. Aquí no hay artificio ni tramas rebuscadas, sino la decisión radical de construir una novela entera alrededor de un momento suspendido, como si el tiempo, al igual que el lector, contuviera la respiración.
La estructura fragmentaria, que podría parecer inicialmente un recurso posmoderno más (y por tanto, prescindible), se revela pronto como la única forma posible de narrar una ciudad que no avanza en línea recta, sino en círculos, en recovecos, en casualidades y repeticiones. Cada fragmento aporta no solo una pieza del entorno narrativo —esa ciudad reconocible por cualquiera que haya vivido en una capital española de tamaño medio—, sino una capa más de textura emocional, social o simbólica. A medio camino entre la crónica de barrio, el haiku costumbrista y la vigilia materna, la novela se deja leer con la fluidez de quien pasea mirando escaparates… pero sabiendo que algo terrible podría suceder al girar la esquina.
Lo más sorprendente es que Un niño que corre se construye sobre una doble paradoja narrativa: por un lado, el movimiento constante del niño y, por otro, la inmovilidad asfixiante del tiempo de los adultos. Mientras Eric —así se llama el niño, como si el nombre tuviera algo de contraseña nórdica en un entorno de persianas bajadas y tracas valencianas— avanza sin conciencia del peligro, los adultos se ven atrapados en un eterno presente de impotencia, memoria y expectativa.
La novela logra articular, además, una crítica social tan sutil como persistente. No hay panfletos ni denuncias explícitas, pero cada diálogo, cada gesto, cada esquina del barrio respirado por los vecinos y vigilado por gatos callejeros, contiene ecos de desigualdad, de gentrificación, de soledad disfrazada de cortesía. El viejo quiosco donde ya casi nadie compra prensa, el bar donde se pide “lo de siempre”, el paso de cebra arcoíris que se convierte en escenario de selfies… Todo convoca una España que se resiste a morir mientras se transforma silenciosamente, sin épica y sin pausa.
Si algo destaca en Un niño que corre, más allá del aliento poético y el diseño milimétrico de la fragmentación, es su delicadísimo trabajo de personajes. Aquí no hay grandes biografías, ni monólogos interiores extensos, ni arcos dramáticos de conversión o redención. En lugar de eso, Isla Zafra trabaja con la escultura mínima: esbozos, gestos, una frase dicha de soslayo, una mirada desde una ventana, un grito que interrumpe la rutina. Y sin embargo, el lector siente que conoce a esas personas como si hubiesen sido sus vecinos toda la vida.
La abuela, figura central del vértice dramático, no es una heroína ni una mártir, pero lleva sobre sus hombros el peso de las generaciones. Su cuerpo es memoria y frontera: es la única que, aún sin moverse con la rapidez de antes, entiende con total claridad el desenlace que podría ocurrir. En sus pensamientos vemos cómo el tiempo no es lineal, sino circular, hecho de repeticiones, intuiciones, ecos del pasado. Cuando corre —o, más precisamente, cuando intenta correr— no sólo lo hace detrás de su nieto, sino detrás de una era que se le escapa.
La madre no es la antagonista, pero tampoco una figura idealizada. Está demasiado distraída por las urgencias diarias, por las trampas de la rutina moderna: el coche, el gato de la vecina, la cita que le roba la atención, la bocina que no suena. Es, en cierto modo, una representación brutal de la multitarea como distorsión de la percepción: no se trata de no querer mirar, sino de no saber qué es lo que realmente importa.
Luego están los personajes satélite, que componen ese coro urbano donde cabe todo: los vecinos que comentan lo evidente con sabiduría resignada, el tendero que te regala perejil “porque sí”, el camarero que recuerda pedidos sin que se lo digan. Todos ellos configuran un tapiz de humanidad que hace que la ciudad, como tal, respire.
Y no olvidemos a los gatos, que no son solo animales callejeros sino símbolos del misterio cotidiano. Ellos observan, aparecen en los márgenes de los fragmentos, como si fueran testigos mudos de la historia. No juzgan, pero su sola presencia inquieta. Son como los lectores ideales de esta novela: atentos, silenciosos, incómodamente lúcidos.
El universo de personajes de Isla Zafra no pretende “representar” a nadie, sino reflejar a todos. En cada uno hay algo reconocible, incluso en lo absurdo. Porque esta novela se alimenta de lo anecdótico elevado a categoría ontológica: el panadero, el ciclista, la señora que prueba las aceitunas o el que discute si la tortilla lleva o no cebolla, todos ellos son piezas del mosaico humano donde se instala la emoción.
Hay también una suerte de ternura austera en la forma de retratar las relaciones entre generaciones. No es nostalgia facilona, sino una conciencia profunda de que los códigos se están perdiendo sin que nadie los destruya activamente. El joven extranjero que no entiende el cierre de mediodía, el Erasmus que intenta traducir el “tardeo”, el anciano que explica direcciones aunque nadie se lo haya pedido… todos forman parte de un tiempo que se bifurca sin despedirse.
La obra, así, no solo retrata un barrio o una situación concreta, sino que captura algo más sutil: la densidad emocional del presente compartido, ese punto ciego donde nuestras vidas se rozan sin tocarse, salvo cuando el azar —o el destino— nos pone frente a un niño que corre.
Decía Calvino que la ciudad no es sólo el lugar donde ocurren las historias, sino una historia en sí misma, escrita en capas invisibles que el paseante, como lector clandestino, puede o no llegar a descifrar. Isla Zafra parece partir de esa misma intuición para construir en Un niño que corre no solo una novela, sino una topografía narrativa donde el tiempo se retuerce y el espacio se humaniza. Aquí, la calle no es un mero decorado, sino un cuerpo que respira junto con los personajes, un organismo sensible capaz de alterar el destino con una grieta en la acera, una sombra mal colocada o un coche que pasa exactamente en el peor —o más poético— segundo posible.
La ciudad descrita en la novela (una ciudad que podría ser cualquier ciudad española con alma, aunque nunca se la nombre del todo) se presenta como un palimpsesto en continuo reescribirse. La modernidad convive con los restos visibles del pasado —una muralla medieval en un edificio nuevo, una cigüeña anidando en una grúa abandonada— y, más que un espacio, es una conciencia colectiva donde los ecos de lo vivido resuenan en lo cotidiano. Las calles estrechas no solo son obstáculos físicos, sino metáforas de los desvíos internos que sufren los personajes; los portones, como el que se abre para que el niño escape, no son simples umbrales sino portales simbólicos a la transformación, al miedo, al descubrimiento.
El tiempo, por su parte, no sigue un curso lineal. La fragmentación de la estructura, con sus múltiples digresiones, su ir y venir entre pasado reciente y presente urgente, recuerda que la memoria es caprichosa y que un instante puede alojar todas las dimensiones temporales si se sabe mirar bien. Ese segundo en que el niño corre hacia la calle se dilata en la conciencia de la abuela, se multiplica en las posibilidades imaginadas por el lector, se detiene por completo en la narración como si el lenguaje mismo quisiera retenerlo, evitar la caída, postergar el posible desenlace.
Y en esa suspensión, en esa eternidad de un segundo, el libro se juega mucho más que un susto: se juega su tesis central. ¿Qué es la vida sino una acumulación de instantes en apariencia banales pero cargados de posibles tragedias o milagros? ¿Qué es una ciudad sino un cúmulo de historias que se rozan sin tocarse hasta que, de pronto, algo —un niño que corre, una puerta que se queda abierta, una abuela que grita un nombre— las conecta?
Es interesante también cómo Isla Zafra dota a elementos mínimos de un valor simbólico sin cargarlos de solemnidad. Una farola antigua fotografiada como monumento, una pintada que se convierte en referencia del barrio, una señora que reparte caramelos en el autobús… cada escena es una viñeta cargada de humanidad, pero también una intervención crítica sobre el valor que damos (o negamos) a lo cotidiano. En este sentido, la novela no cae jamás en el costumbrismo condescendiente ni en la idealización romántica de lo popular: aquí hay ironía, hay rugosidad, hay contradicción. Es una ciudad que se quiere, sí, pero también se interroga.
El lector atento notará que la ciudad misma parece aprender del niño, que corre no por miedo, ni siquiera por deseo de libertad, sino por el puro gozo del movimiento, por una energía interior que nadie entiende del todo. Así también corre la narración: con ritmo, con ímpetu, sorteando obstáculos y jugando con sus propios límites.
Un niño que corre no quiere representar un lugar; quiere encarnarlo. Y en esa encarnación, nos recuerda que no hay mejor cartografía que la que traza el corazón cuando se conmueve.
En un panorama literario muchas veces saturado de distopías crudas, tramas de alta tensión o experimentaciones formales que confunden complejidad con opacidad, Un niño que corre irrumpe con un gesto subversivo: el de mirar lo cotidiano con la atención y el asombro que normalmente se reservan para lo extraordinario. En este sentido, Isla Zafra practica una suerte de realismo delicado, donde lo pequeño —una conversación en una frutería, una abuela que elige entre tipos de aceituna, un camarero que recuerda sin preguntar quién pidió qué— se convierte en el núcleo de un universo narrativo profundamente humano.
Este tipo de poética, cercana a la de autores como Natalia Ginzburg o el primer Baricco, no es naïf ni evasiva. Por el contrario, es una apuesta ética por rescatar del olvido la sensibilidad, la ternura, la observación sutil de aquello que, por frecuente, creemos insignificante. Como si la autora dijera: “mirad mejor”, o, en palabras de una de las vecinas que aparecen en el libro: “No es que no pasen cosas… es que ya no se cuenta bien lo que pasa.”
En este terreno, la ternura no se entiende como dulzura sin conflicto, sino como una forma radical de resistencia ante la anestesia emocional contemporánea. Frente al cinismo, la ironía hueca o el sentimentalismo impostado, Isla Zafra construye personajes que sienten sin miedo, que dudan sin cinismo, que se contradicen sin caer en la caricatura. La madre distraída, el abuelo que ya no está, el conductor del autobús que saluda a media ciudad, el gato en el alféizar: todos ellos componen un mosaico coral donde cada voz importa, aunque a veces no se escuche del todo.
Uno de los aciertos más notables de la novela es su capacidad para crear ternura intergeneracional sin nostalgia forzada. La abuela que corre tras su nieto no es solo una figura protectora; es también una mujer que teme, que recuerda, que proyecta su historia sobre la carrera del niño. La madre, que sale con el coche sin mirar, no es culpable ni inocente: es humana, y en su despiste cotidiano cabe una novela entera. Esta dimensión moralmente ambigua, profundamente compasiva, es lo que convierte a Un niño que corre en una obra literaria sólida, más allá de su aparente sencillez formal.
La ternura, entonces, no es un adorno en esta novela, sino un gesto político y estético. Apostar por mirar con amor —sin ingenuidad, sin edulcorar— aquello que está frente a nuestros ojos y que tantas veces pasamos por alto. El niño corre, sí, pero también lo hacen nuestras vidas, nuestras culpas, nuestros miedos, nuestras esperanzas. El portón está abierto, no como amenaza, sino como posibilidad.
Y quizás esa sea la mayor provocación de Isla Zafra: recordarnos que en cualquier escena, por mínima que parezca, puede anidar el germen de una transformación. Porque la vida —y la buena literatura— ocurre justo ahí, entre el susto y la risa, entre el gesto automático y el instante que lo cambia todo.
Hay libros que corren hacia su final con el aliento entrecortado, y hay libros que corren sin prisa, como si no quisieran llegar, como si su verdadero sentido estuviese en la zancada misma, en el pie suspendido en el aire. Un niño que corre pertenece a esta última estirpe: no es una novela de resolución, sino de revelación continua. No hay un clímax en el sentido tradicional, sino una intensificación del presente, una tensión sostenida en lo ordinario que, al ser narrado con precisión y cuidado, se convierte en extraordinario.
El momento en que el niño se detiene, justo antes del posible accidente, no es solo el clímax narrativo: es un punto de fuga, una grieta en la linealidad del tiempo. Allí se condensa todo: el pasado de los mayores, la fragilidad del presente, la posible catástrofe evitada, el milagro de la vida que sigue. Pero Isla Zafra no subraya, no dramatiza más de lo necesario. Hay un respeto casi reverencial por el lector, como si la autora susurrara: “ya sabes lo que esto significa, no hace falta que te lo explique.”
En un mundo acelerado y en constante ruido, Un niño que corre ofrece una experiencia de lectura desacelerada, pero no por eso menos intensa. Es una novela que invita a parar —a observar, a recordar, a escuchar— y eso, en nuestros días, es una invitación radical. A través de las voces del barrio, de los gestos mínimos, de las repeticiones cotidianas, el texto se eleva a una forma de meditación urbana, profundamente política y humana.
¿Hay referentes? Sí, pero no miméticos. Zafra entronca con el realismo afectivo de autores como Sara Mesa, con la mirada irónica pero empática de Marta Sanz, e incluso con la ternura contenida de ciertos cuentos de Raymond Carver, si Carver hubiera escrito desde el sur de Europa y con más mujeres en sus tramas. La suya es una voz particular, pero no aislada. Forma parte de una corriente que reivindica la lentitud, la profundidad emocional y la escucha de lo minúsculo.
En definitiva, Un niño que corre no es solo una novela: es un gesto. Un gesto literario, pero también humano. Una carrera sin meta, una infancia que no se clausura, una abuela que extiende la mano y una ciudad que observa desde el alféizar, como el gato que aparece y desaparece, atento pero sin intervenir.
Isla Zafra ha escrito un libro que no busca epatar, pero que se queda. Como los buenos recuerdos. Como los miedos que nos enseñaron a amar más fuerte. Como la sensación de haber rozado —por un instante— el milagro de estar vivos.
Un mundo que cruje: los cimientos de la incertidumbre
por Australolibrecus afarensis
En una mañana gris en Washington D.C., entre el rumor de sirenas lejanas y el ir y venir de diplomáticos en cafés adyacentes a Dupont Circle, nos sentamos a conversar con Octavio Volkner, autor de ‘Mundo en Tensión’, el ensayo que se ha convertido en referencia obligada para quienes buscan entender el rompecabezas global del 2025. De mirada profunda y tono pausado, Volkner —escritor latinoamericano de 52 años, nacido en Buenos Aires pero forjado entre fronteras— nos recibe en su estudio temporal, donde libros, mapas y anotaciones revelan tanto una vocación de análisis como una sensibilidad humanista rara en el mundo de los expertos.
“Lo que estamos presenciando —dice al comenzar— no es simplemente una sucesión de crisis, sino la erosión de las categorías con las que solíamos interpretar la realidad. El Estado, la soberanía, la democracia, incluso la noción de verdad, están siendo tensadas desde múltiples frentes. Es como si el andamiaje mental con el que construimos el siglo XX hubiera entrado en cortocircuito con el ritmo del XXI.” La primera respuesta de Volkner da el tono de toda la entrevista: un diagnóstico que no se limita al dato o al evento puntual, sino que busca articular estructuras de sentido en medio del ruido.
Para él, el 2025 no es un año más, sino un punto de inflexión. “En estos primeros seis meses hemos visto la aceleración de tendencias que se venían incubando desde hace una década: la regionalización de la seguridad, el debilitamiento del multilateralismo, la competencia abierta por la hegemonía tecnológica y un retorno a formas burdas de autoritarismo, muchas veces enmascaradas por discursos democráticos. El mundo está en tensión, sí, pero no en el sentido de un desequilibrio momentáneo. Se trata de una tensión fundacional, estructural, como cuando una placa tectónica empieza a deslizarse bajo otra. No sabemos exactamente cuándo será el gran temblor, pero sentimos ya la vibración en los pies.”
Le preguntamos si considera que hay una única lógica que unifica estos procesos, o si más bien estamos frente a una multiplicación caótica de dinámicas superpuestas. “Es una excelente pregunta —responde, tras una breve pausa—. Creo que hay una convergencia paradójica: por un lado, el mundo se fragmenta —en bloques, esferas de influencia, regímenes tecnológicos incompatibles—; pero al mismo tiempo, esa fragmentación está regida por un proceso común de incertidumbre radical. Los gobiernos, las empresas, las personas, todos están tomando decisiones con márgenes cada vez más estrechos de previsibilidad. No es el caos total, pero es un orden tan volátil que se convierte, en la práctica, en un estado de ansiedad geopolítica crónica.”
Volkner, cuyos ancestros se entrelazan entre Alemania, Hungría, España e Italia, y cuya biografía ha sido itinerante —desde Santiago de Chile hasta São Paulo, de Sídney a Nueva York—, habla con la perspectiva de alguien que ha aprendido a mirar el mundo no desde una única orilla, sino desde una cartografía de desplazamientos. “Me gusta pensar que pertenezco a un linaje cultural mestizo, incluso contradictorio. Vengo de países que conocen bien la fragilidad institucional, pero también la creatividad ante el abismo. Eso me ha enseñado que ninguna decadencia es definitiva, y que ningún ascenso es irreversible.”
En esta primera parte de la entrevista, queda claro que »Mundo en Tensión» no es simplemente un libro de coyuntura, sino un acto de observación paciente sobre un planeta que ya no puede explicarse con manuales viejos. “El verdadero peligro no es la inestabilidad, sino nuestra incapacidad de pensar lo nuevo sin nostalgia. Nos aferramos a una idea de orden que ya no existe. Lo que necesitamos es otra imaginación política.”
El regreso del autoritarismo y la fragilidad de las democracias
Octavio Volkner no esquiva el tema más espinoso: la erosión de la democracia en múltiples rincones del mundo. De hecho, lo coloca en el centro del tablero como una de las fuerzas más inquietantes de este tiempo. “Uno de los pilares que más ha cedido en este lustro es la confianza en la democracia como forma de organización política deseable y funcional. Lo que antes se asumía como conquista irreversible, hoy se ve sometido a una revisión profunda, y en algunos casos, a un retroceso deliberado.”
Le mencionamos el caso de Eslovaquia y sus reformas judiciales, la disolución de partidos en Mali, o la creciente represión en Ruanda. Volkner asiente con gravedad. “Lo más alarmante —dice— no es solo la acumulación de poder en manos del ejecutivo o la neutralización de la justicia, sino la aceptación social que muchas veces acompaña estos procesos. El autoritarismo contemporáneo ya no necesita tanques en las calles. Se presenta como solución al caos, como medicina frente a la fatiga cívica.”
Para el autor de »Mundo en Tensión», la regresión democrática es también un síntoma de agotamiento epistemológico: “Los ciudadanos ya no creen en el valor del debate racional. La verdad ha sido pulverizada por la sobrecarga informativa, por la manipulación emocional y por el algoritmo que premia lo indignante. En ese terreno fértil, florecen liderazgos que prometen orden sin complejidad, identidad sin ambigüedad, seguridad sin preguntas.”
Cuando le preguntamos por América Latina, su mirada se vuelve más personal, aunque no menos analítica. “Nuestra región conoce de memoria los ciclos pendulares. Hoy, la desafección política, el descrédito institucional y la impaciencia social están alimentando pulsiones regresivas. Ya no se trata solo de populismos de izquierda o derecha, sino de una lógica más profunda: la tentación de la obediencia vertical frente al desconcierto horizontal.”
Volkner señala que esta fragilidad democrática no es exclusiva de países del Sur global. “En Occidente —subraya— vemos democracias liberales asediadas por el discurso del odio, por el descrédito sistemático de la prensa, por la judicialización de la política y la politización de la justicia. La toxicidad del discurso público no es anecdótica: está debilitando la arquitectura misma del contrato democrático.”
Y, sin embargo, conserva un matiz de esperanza. “Lo interesante —añade— es que también emergen movimientos que, aunque fragmentarios y a veces contradictorios, intentan reimaginar la democracia desde abajo. Las juventudes, los pueblos indígenas, las redes feministas, los ambientalistas, están buscando formas de participación más horizontales, más éticas, más conectadas con los desafíos del presente.”
Para Octavio Volkner, el dilema no es democracia sí o no, sino qué tipo de democracia es posible —y deseable— en un mundo donde el vértigo tecnológico, la desigualdad estructural y el miedo existencial desdibujan las coordenadas de la deliberación pública.
El ascenso de las potencias revisionistas: China, Rusia y el nuevo pulso geoestratégico
Mientras avanza la conversación con Octavio Volkner en su estudio lleno de libros marcados y mapas desactualizados —“porque los mapas siempre envejecen más rápido que las ideas”, dice entre risas—, la charla vira hacia uno de los ejes centrales de »Mundo en Tensión»: el resurgir de las potencias revisionistas, en particular China y Rusia, y su rol en el rediseño del orden mundial.
“2025 no es un año cualquiera”, arranca Volkner. “Es un año bisagra donde se está consolidando algo que lleva al menos una década gestándose: la transición de un orden liberal hegemónico hacia un ecosistema más fragmentado, disputado y asimétrico. China y Rusia no sólo están desafiando las reglas del sistema internacional, sino proponiendo —de forma explícita o implícita— alternativas al mismo.”
En el caso chino, Volkner apunta a una estrategia a largo plazo, meticulosamente planificada. “China ya no se limita a jugar con las reglas del orden liberal global —explica—. Está intentando moldearlo a su imagen. Lo vemos en su política digital, en su influencia financiera, en sus alianzas bilaterales no condicionadas a estándares democráticos. Pero también lo vemos en su narrativa: en la promoción del modelo de gobernanza centralizada como más eficiente frente a las ‘disfunciones’ de las democracias liberales.”
Le preguntamos por el Indo-Pacífico, región clave en este pulso geoestratégico, y su análisis es incisivo. “El aumento del presupuesto militar japonés, los ejercicios conjuntos entre EE. UU. y Australia, el realineamiento del Sudeste Asiático: todo eso responde a la percepción de un ascenso chino que no es meramente económico, sino civilizacional. Pekín está desplegando su poder duro y blando, con una ambición estratégica que ya no oculta.”
En cuanto a Rusia, Volkner es igual de enfático. “Rusia está menos interesada en construir un orden alternativo que en erosionar el actual. Su lógica es disruptiva. A través de operaciones híbridas, desinformación, ciberataques, y una diplomacia del caos, el Kremlin busca generar fisuras, debilitar alianzas, cultivar zonas grises donde su influencia pueda florecer.”
La reciente expansión de la presencia rusa en África, a través de grupos como Wagner y el apoyo a regímenes militares, es, según el autor, un ejemplo claro del estilo ruso de intervención. “Moscú no busca imponer un modelo político, sino asegurarse aliados funcionales en regiones estratégicas. Y a diferencia de Occidente, no exige reformas ni compromisos normativos. Eso, en un contexto de fatiga poscolonial, tiene un atractivo inmediato.”
Pero Volkner no cae en la dicotomía maniquea. “Sería un error infantilizar a los actores no occidentales —advierte—. Ni China ni Rusia son potencias monolíticas. Internamente, también enfrentan contradicciones, presiones sociales, desafíos estructurales. Lo importante es entender cómo sus políticas exteriores se entrelazan con su necesidad de proyectar fortaleza hacia afuera, mientras gestionan fragilidades internas hacia adentro.”
Y concluye: “Lo que está en juego no es solo un mapa de poder, sino un mapa de sentido. Estamos presenciando una pugna por definir qué constituye legitimidad, orden y progreso en el siglo XXI. Y en esa disputa, las potencias revisionistas no se presentan como meras amenazas, sino como oferentes de un modelo alternativo, incluso seductor, en tiempos de incertidumbre global.”
Estados Unidos: liderazgo en disputa y tensiones internas
Tras repasar el papel de las potencias revisionistas, la conversación se desplaza naturalmente hacia el actor cuya influencia aún configura gran parte del sistema internacional: los Estados Unidos. Lejos de una visión complaciente, Octavio Volkner ofrece una mirada lúcida, matizada y, por momentos, inquietante sobre el presente del poder estadounidense.
“Estados Unidos ya no ejerce el liderazgo global como lo hacía en las décadas posteriores a la Guerra Fría. Eso no significa que haya dejado de ser la potencia dominante —sigue siendo la principal economía en términos de innovación, cultura e influencia militar—, pero su capacidad para moldear consensos y generar legitimidad global está seriamente erosionada”, afirma Volkner, acomodando unos apuntes sobre el escritorio.
El escritor identifica una doble tensión. Por un lado, la exterior: “la falta de coherencia estratégica, las retiradas ambiguas, la fragmentación de sus alianzas, la desconfianza generada por decisiones unilaterales como los aranceles, los vetos o la extraterritorialidad de su legislación han debilitado la proyección estadounidense. Washington ya no es percibido de forma automática como garante de estabilidad.”
Por otro lado, la tensión interna. Volkner destaca con énfasis el deterioro del contrato democrático estadounidense. “Hay una erosión visible del tejido cívico. La polarización política ha alcanzado niveles que rozan lo disfuncional. Los últimos ciclos electorales —incluyendo las elecciones intermedias de 2022 y las presidenciales de 2024— no solo han agudizado las divisiones, sino que han puesto en duda la propia arquitectura institucional del país.”
El fenómeno Trump —con su secuela, su movimiento y sus ecos en otras figuras populistas— es, para Volkner, el síntoma de una crisis más profunda. “No es solo un asunto de liderazgo. Es la expresión de un país que se siente desplazado por el curso de la historia global. Hay segmentos enteros de la población que perciben que el ‘sueño americano’ ya no les pertenece, que han sido traicionados por la globalización, por las élites, por la tecnocracia.”
¿Significa esto un repliegue definitivo de Estados Unidos del escenario global? “No necesariamente”, responde Volkner, con la cautela de quien ha reflexionado largamente sobre la historia de las hegemonías. “Estados Unidos conserva resortes formidables de poder. Pero está en proceso de redefinir su papel, y esa redefinición está marcada por la contradicción: desea mantener su centralidad sin asumir los costos que antes conllevaba ese rol.”
El autor también menciona que, pese a los problemas, el país sigue siendo un laboratorio político e ideológico de primer orden. “La lucha por la igualdad racial, los debates éticos en torno a la inteligencia artificial, el impulso universitario, el arte contestatario, las nuevas olas de activismo social —todo eso demuestra que la vitalidad democrática estadounidense no ha desaparecido, pero está siendo sometida a una tensión inmensa.”
Antes de cerrar este segmento, Volkner deja una advertencia: “El peligro real no es el declive absoluto de EE. UU., sino su oscilación errática. Un poder en declive puede estabilizarse; un poder en crisis de identidad puede ser impredecible. Y en geopolítica, la imprevisibilidad puede ser más peligrosa que la debilidad.”
Europa fragmentada: entre la fatiga estratégica y la resiliencia institucional
Cuando el foco se traslada al Viejo Continente, la mirada de Octavio Volkner se torna más introspectiva. Europa, señala, es quizás el actor más contradictorio del escenario actual: un proyecto de integración profundamente ambicioso que, sin embargo, convive con fisuras nacionales, desgastes democráticos y una notable carencia de impulso estratégico.
“Europa es el continente de las promesas incumplidas y las esperanzas cíclicamente renovadas”, dice el autor con una mezcla de ironía y respeto. “Tras cada crisis —la financiera, la migratoria, la pandemia, la guerra en Ucrania, el Brexit— ha logrado mantenerse en pie. Pero lo hace con una energía cada vez más defensiva, más burocrática, menos transformadora.”
Volkner traza un mapa heterogéneo. Por un lado, resalta los esfuerzos de cohesión institucional desde Bruselas, con políticas comunes en materia energética, digital y de seguridad. “La Unión Europea ha aprendido a reaccionar con mayor rapidez. La diversificación energética tras el corte ruso de gas, el acuerdo sobre inteligencia artificial, incluso el fondo de recuperación post-COVID, demuestran una capacidad adaptativa notable.”
Pero también enfatiza las divisiones profundas. “Europa está dividida en varias líneas: Este-Oeste, Norte-Sur, euroescépticos versus federalistas. Polonia, Hungría, Eslovaquia y, en menor medida, Italia, han cuestionado abiertamente los principios democráticos y judiciales que sustentan el proyecto europeo. Y esa erosión no es sólo jurídica: es cultural, simbólica, generacional.”
En ese sentido, el autor recuerda que »Mundo en Tensión» dedica un capítulo entero al llamado “autoritarismo dentro de casa”, y cita como ejemplo paradigmático la disolución de contrapesos institucionales en algunos países miembros, las restricciones al periodismo independiente y el uso partidario de los tribunales constitucionales.
Respecto al rol internacional de Europa, Volkner no es optimista. “Francia y Alemania siguen siendo los motores diplomáticos, pero con velocidades muy distintas. Macron ha intentado reimpulsar el protagonismo europeo, pero sin el Reino Unido y con Alemania aún marcada por su crisis de liderazgo pos-Merkel, la UE tiene más peso regulatorio que geoestratégico. Es una potencia normativa más que una potencia geopolítica.”
No obstante, subraya que Europa mantiene una singular fortaleza: su resiliencia institucional. “En ningún otro continente existe un ecosistema tan robusto de protección de derechos, de fiscalización, de ciudadanía transnacional. Eso no debe subestimarse. A largo plazo, esos pilares podrían ser la clave para una regeneración política real.”
¿Hay lugar, entonces, para un liderazgo europeo renovado? Volkner duda, pero no descarta. “Quizás no en términos de un liderazgo duro, sino de una nueva pedagogía política: si Europa logra demostrar que se puede combinar pluralismo, justicia social y desarrollo sostenible, podría reencantar a muchas sociedades desencantadas con los extremos.”
Antes de concluir, deja una última reflexión: “Europa es, en muchos sentidos, el laboratorio de lo posible. Si fracasa, no solo fracasa un proyecto regional; fracasa una idea de civilización.”
América Latina: entre el péndulo político y la presión externa
Cuando la conversación se desplaza hacia América Latina, el tono de Octavio Volkner adquiere un matiz particular, teñido de familiaridad, escepticismo y una profunda preocupación por el destino de una región que, como él mismo dice, “suele oscilar entre la resignación y la euforia sin resolver sus dilemas estructurales”. En »Mundo en Tensión», América Latina ocupa un lugar central no por su protagonismo en los grandes tableros globales, sino por representar un espejo imperfecto de las tensiones contemporáneas: polarización ideológica, dependencia económica, fragilidad institucional y un sentido crónico de oportunidades desperdiciadas.
“En los últimos veinte años, hemos visto la región girar en círculos”, afirma Volkner. “El péndulo entre gobiernos de derecha y de izquierda no ha traído mayor madurez democrática, sino más bien una secuencia de regresiones autoritarias suaves, crisis de legitimidad y populismos de ambos extremos que priorizan el cortoplacismo sobre la reforma estructural.”
Volkner, que ha vivido en varios países latinoamericanos y conserva una mirada íntima de sus realidades, se detiene particularmente en tres fenómenos. El primero, la reconfiguración del mapa ideológico: “Lo que antes era una disputa entre neoliberalismo y socialismo se ha vuelto una contienda de narrativas emocionales, muchas veces carentes de sustancia programática. En algunos casos, como en El Salvador o Venezuela, asistimos a una consolidación de regímenes duros; en otros, como en Colombia o Argentina, el desencanto con las élites tradicionales ha abierto la puerta a liderazgos emergentes, aunque no necesariamente transformadores.”
El segundo fenómeno que destaca es la presión externa, tanto geopolítica como económica. “Latinoamérica vuelve a ser codiciada por grandes potencias. China, Rusia y, más recientemente, India, han incrementado su presencia mediante inversiones estratégicas, compras de recursos naturales y acuerdos tecnológicos. Estados Unidos, por su parte, intenta recuperar influencia con nuevas iniciativas diplomáticas y programas de cooperación, aunque su interés sigue siendo errático.”
Volkner observa con inquietud como esta competencia externa no ha sido articulada por los gobiernos latinoamericanos con una agenda común. “La región carece de una voz unificada. La UNASUR se disolvió, la CELAC es débil, y la OEA está cada vez más desacreditada. En lugar de fortalecer la integración, muchos países han optado por negociaciones bilaterales o repliegues nacionalistas que los hacen aún más vulnerables.”
Por último, destaca el papel de las tensiones sociales acumuladas. “La desigualdad sigue siendo el talón de Aquiles de América Latina. Aunque se han hecho avances en educación y cobertura sanitaria, los niveles de informalidad laboral, violencia urbana y exclusión digital comprometen seriamente cualquier idea de desarrollo sostenible. Y en un contexto global de automatización y transición energética, la región corre el riesgo de quedar fuera de las cadenas de valor más dinámicas.”
Sin embargo, no todo es diagnóstico sombrío. Volkner identifica destellos de resiliencia: el poder de las redes ciudadanas, los liderazgos feministas, la juventud movilizada por causas ambientales. “Esos movimientos aún no tienen una traducción política concreta, pero están construyendo nuevas formas de participación y conciencia crítica que podrían redibujar el paisaje regional en la próxima década.”
¿Y Brasil?, pregunta la periodista antes de cerrar la jornada. Volkner hace una pausa. “Brasil es el gigante dormido y contradictorio. Tiene escala, recursos y creatividad, pero sufre una fragmentación institucional profunda. Si logra reconciliar su diversidad y volver a proyectarse como actor global —en clima, en bioeconomía, en mediación geopolítica— podría ser el motor de una nueva América Latina. Pero eso requerirá visión de largo plazo, algo que aún no aparece en escena.”
África en redefinición: golpes, salidas neocoloniales y actores inesperados
En África, según el autor de »Mundo en Tensión», se está reescribiendo silenciosamente una parte esencial del futuro geopolítico global. Volkner, que ha dedicado uno de los capítulos más densos de su libro a los movimientos tectónicos en el Sahel, África central y el Cuerno de África, sostiene que “África ha dejado de ser un tablero pasivo para convertirse en un espacio donde convergen dinámicas de emancipación, rivalidades neocoloniales y una renovada pugna por los recursos estratégicos”.
El punto de partida de su análisis es la ola de militarización institucional que ha afectado a varios países en los últimos años. Volkner subraya el caso paradigmático de Mali, donde un prolongado proceso de transición democrática colapsó bajo el peso de la inseguridad, el descrédito de los partidos y la percepción popular de que las élites civiles habían fracasado. “El golpe militar en Mali y la posterior disolución de los partidos no pueden entenderse aisladamente; forman parte de una reacción generalizada contra estructuras heredadas que ya no ofrecen legitimidad. Lo que resulta inquietante es que, en muchos casos, la ciudadanía apoya estos procesos de militarización, no porque crea en su vocación democrática, sino porque ya no cree en nada más.”
A ello se suma —prosigue Volkner— la redefinición de las alianzas internacionales. La retirada de tropas francesas del Sahel ha dejado un vacío que no tardaron en ocupar nuevos actores, entre ellos Rusia, a través del grupo paramilitar Wagner. “Ya no estamos ante la clásica competencia Este-Oeste de la Guerra Fría, sino ante una fragmentación del orden internacional en la que incluso actores no estatales —como mercenarios o grandes corporaciones tecnológicas— intervienen con un poder real sobre el terreno. La influencia rusa en África no es ideológica: es pragmática, transaccional y basada en intercambios opacos de seguridad por recursos.”
Otro caso que ocupa un lugar destacado en el diagnóstico de »Mundo en Tensión» es el conflicto entre Ruanda y la República Democrática del Congo. Las tensiones fronterizas, las acusaciones mutuas de injerencia y la ruptura diplomática se extendieron durante meses, hasta que el Acuerdo de Goma, firmado en junio de 2025, consiguió apenas detener el deterioro. “Ese acuerdo es más una pausa que una solución”, afirma Volkner con cautela. “Detrás del conflicto hay intereses mineros gigantescos, redes de contrabando y una lucha geoestratégica por el control de tierras ricas en coltán, cobalto y litio, indispensables para la economía tecnológica del siglo XXI.”
Frente a esta compleja realidad, el autor resalta también la emergencia de una ciudadanía africana más consciente y articulada. “Lo que las narrativas tradicionales omiten es el papel de los movimientos sociales, de las nuevas generaciones de intelectuales, artistas, periodistas y activistas africanos que están desafiando tanto al poder local como a las imposiciones externas. Hay una reivindicación de soberanía epistémica y política que, si logra estructurarse, podría ser el germen de una transformación profunda.”
Pero Volkner advierte que la ventana de oportunidad no permanecerá abierta indefinidamente. “Si África no logra construir sus propias instituciones de integración regional, generar cadenas de valor endógenas y consolidar una voz común en los foros globales, corre el riesgo de convertirse, una vez más, en escenario de disputas ajenas. El tiempo es corto y el desafío, inmenso.”
Petróleo, resiliencia global y la transición energética: ¿una economía atrapada en su pasado?
En la siguiente parte de esta extensa entrevista, el foco se desplaza al ámbito de la economía política global, y en particular, al complejo papel que sigue desempeñando el petróleo en un mundo que declara aspirar a la sostenibilidad, pero cuyas estructuras económicas aún dependen profundamente de los hidrocarburos. “Hay una disonancia brutal entre el discurso de transición energética y las realidades del mercado global”, afirma el autor con tono sereno pero incisivo. “Seguimos atrapados en una arquitectura fósil, no solo en términos técnicos, sino financieros, estratégicos y simbólicos.”
Volkner comienza por subrayar que el año 2025 ha sido, hasta el momento, un laboratorio de tensiones acumuladas en el mercado energético: los precios del crudo han oscilado con inestabilidad crónica, en parte por los recortes o expansiones estratégicas de Arabia Saudí, y en parte por el efecto dominó de conflictos regionales, restricciones logísticas y sanciones internacionales. “Arabia Saudí mantiene un control quirúrgico sobre la oferta, jugando un delicado juego de equilibrio entre mantener ingresos y evitar estimular demasiado la competencia renovable. Es el arte de prolongar la dependencia sin provocar ruptura”, explica.
En paralelo, el autor destaca cómo las tensiones comerciales entre grandes potencias —notablemente Estados Unidos y China— afectan directamente la demanda energética. “Las tarifas, las restricciones tecnológicas y los desacoplamientos financieros no son solo instrumentos de competencia: impactan en la velocidad del comercio, en la previsibilidad de la inversión y en la planificación de largo plazo. La energía, en este contexto, se convierte en rehén de una geoeconomía marcada por la incertidumbre.”
Pero »Mundo en Tensión» no se limita al diagnóstico inmediato. Uno de sus aportes más relevantes está en la relación que traza entre el sistema energético global y la arquitectura financiera internacional. “Los mercados petroleros no existen aislados. Están profundamente entrelazados con la especulación financiera, las expectativas bursátiles, las primas de riesgo político. El petróleo es también una narrativa, una profecía que se autorrealiza en función de temores, proyecciones y rumores”, señala Volkner. “Es aquí donde la resiliencia global se pone a prueba: ¿puede el sistema soportar un shock petrolero sin colapsar otros pilares como la deuda, las monedas emergentes o la inflación estructural?”
Ante este panorama, el escritor argentino introduce una idea provocadora: la transición energética podría fracasar no por razones tecnológicas, sino por razones políticas y de gobernanza. “La tecnología para transformar la matriz energética ya existe. Lo que falta es un consenso operativo global, una redistribución justa de los costos de la transición, y una arquitectura de cooperación que evite que los países del Sur global paguen el precio de una transformación decidida por el Norte.”
Con mirada crítica, Volkner no oculta su escepticismo respecto a las cumbres internacionales y compromisos climáticos: “Son importantes en lo simbólico, pero insuficientes en lo material. Mientras los subsidios a los combustibles fósiles sigan siendo diez veces superiores a las inversiones en renovables en muchas economías, no habrá ruptura real. Y eso incluye a democracias avanzadas que, en la práctica, no están dispuestas a alterar sus modelos de consumo.”
Aun así, no todo es pesimismo. Volkner reconoce brotes de innovación energética descentralizada, especialmente en América Latina, África y el sudeste asiático. “Hay comunidades que están avanzando en modelos de soberanía energética, cooperativas solares, redes inteligentes locales. El desafío es escalar sin replicar la lógica extractiva.”
La reflexión final es contundente: “El petróleo ha sido durante más de un siglo la savia del sistema-mundo. Salir de él requiere algo más que voluntad: requiere un rediseño profundo de nuestras relaciones económicas, geopolíticas y hasta culturales. Lo que estamos presenciando en 2025 es apenas el inicio de una larga despedida… o una recaída funcional.”
Gobernanza digital y la batalla por el alma del ciberespacio: ¿libertad o control algorítmico?
En el penúltimo tema de nuestra conversación con Octavio Volkner el foco gira hacia uno de los ejes más inquietantes del siglo XXI: la gobernanza digital. A medida que la tecnología penetra todos los aspectos de la vida humana —desde las decisiones económicas hasta la esfera íntima de la identidad—, el debate sobre quién controla los algoritmos, las plataformas y los flujos de datos se ha convertido en una de las contiendas geopolíticas más decisivas de nuestro tiempo.
Volkner no duda en afirmar que el 2025 ha sido un año clave para visibilizar lo que llama “la lucha por el alma del ciberespacio”. Desde la cumbre de inteligencia artificial celebrada en París hasta las tensiones entre China y Occidente en torno a la regulación de plataformas como TikTok, se han intensificado las divergencias entre modelos de gobernanza digital abiertos y descentralizados —promovidos principalmente por democracias liberales—, y enfoques autoritarios que ven la soberanía cibernética como una extensión del control estatal. “La pregunta ya no es solo qué hacen los algoritmos, sino quién los diseña, bajo qué criterios éticos y con qué legitimidad política”, sentencia.
El autor identifica tres ejes principales de preocupación. El primero es la creciente militarización del ciberespacio: “La doctrina de disuasión digital ya es parte integral de las estrategias de defensa de muchas potencias. Los ciberataques ya no se ven como crímenes aislados, sino como actos de guerra encubierta. Estamos ante un escenario donde una línea de código puede tener más impacto que un misil”.
El segundo eje se relaciona con la erosión de la privacidad y la expansión del control algorítmico. Volkner alude a casos recientes de vigilancia masiva, tanto por parte de gobiernos como de grandes corporaciones tecnológicas, en un entorno legal aún difuso. “La frontera entre protección y control es cada vez más porosa. Se invoca la seguridad, el orden o la eficiencia para justificar prácticas que, en otra época, serían consideradas inaceptables. El ciudadano se convierte en un objeto cuantificable, perfilado, gobernado por modelos de predicción.”
Finalmente, el tercer eje es el de la soberanía digital: ¿puede un Estado ejercer autonomía tecnológica sin cerrar su conexión con el mundo? Volkner considera que muchos países del Sur global están atrapados entre el dominio de plataformas occidentales y la oferta de soluciones digitales autoritarias de actores como China o Rusia. “Estamos viendo una fragmentación del ciberespacio que podría dar lugar a un nuevo tipo de colonialismo digital. Y el drama es que no se trata solo de infraestructura o software: se trata de valores, de cómo concebimos la libertad, la verdad y la dignidad en la era de los datos.”
Sobre la reciente controversia en torno a TikTok en EE. UU., Volkner ofrece un análisis matizado: “Es cierto que hay razones válidas de seguridad nacional, pero también hay un trasfondo de guerra comercial, y una profunda desconfianza entre modelos de sociedad incompatibles. Lo que está en juego no es solo una app: es el control del relato, del comportamiento colectivo, incluso de la memoria histórica digital.”
En este punto de la entrevista, la visión de Volkner se torna casi filosófica. “La tecnología ya no es una herramienta neutral. Es un actor geopolítico, una arquitectura de poder. Por eso, no basta con pensar en ciberseguridad: necesitamos una ética cívica del dato, una nueva cultura pública que combine libertad, equidad y responsabilidad.”
El capítulo sobre gobernanza digital de ‘Mundo en Tensión’ —probablemente uno de los más densos y provocadores del libro— no ofrece respuestas simples, pero plantea las preguntas esenciales de este tiempo de aceleración. Volkner no oculta su inquietud: “Si no rediseñamos pronto las reglas del juego digital, corremos el riesgo de naturalizar un nuevo despotismo algorítmico, revestido de eficiencia y conveniencia.”
¿Democracia en declive? Entre la erosión institucional y la metamorfosis del poder ciudadano
Cerramos esta conversación con Octavio Volkner, abordando quizás la pregunta más incómoda de nuestra época: ¿está la democracia liberal enfrentando su ocaso, o simplemente una metamorfosis profunda? La inquietud no es nueva, pero sí lo es la intensidad con la que resuena en los análisis contemporáneos. En su libro, Volkner no se limita a registrar síntomas —como la polarización discursiva, la desinformación o la concentración del poder ejecutivo—, sino que intenta trazar los contornos de una transformación política global en curso, de la cual Occidente no está exento.
“El declive democrático no se da por un colapso súbito, sino por un proceso de desgaste progresivo”, afirma con tono sereno pero grave. “No se trata solo de autócratas carismáticos o populismos iliberales, sino de una fatiga institucional profunda, una pérdida de legitimidad en las estructuras que durante décadas articularon el contrato social”. Volkner destaca, entre otros factores, la desconexión entre las élites políticas y la ciudadanía, la incapacidad de los partidos tradicionales para responder a las demandas del presente y, sobre todo, el impacto corrosivo de una economía política global que prioriza la rentabilidad sobre la equidad.
El autor señala cómo este proceso ha sido acelerado por crisis superpuestas: la pandemia, las guerras regionales, la inflación persistente, el cambio climático y la inseguridad energética. “Cuando la incertidumbre se convierte en norma, las sociedades buscan refugio en narrativas simplificadoras, en líderes que prometen orden, aunque sea a costa de derechos fundamentales. Lo vimos en Mali con la disolución de partidos; en Eslovaquia con las reformas judiciales manipuladas; en Ruanda con el silenciamiento de opositores. Pero también lo vemos, más sutilmente, en democracias maduras donde la retórica tóxica y la fragmentación mediática vacían el debate público de contenido.”
No obstante, Volkner se resiste a caer en el fatalismo. En un giro reflexivo, subraya que “lo que llamamos declive puede ser también una etapa de reinvención”. Menciona los movimientos ciudadanos que, desde Chile hasta Eslovenia, han forzado cambios constitucionales, exigido rendición de cuentas y ensayado nuevas formas de participación política directa. “Quizás estamos dejando atrás una democracia representativa de baja intensidad, para explorar modelos más deliberativos, más digitales, más híbridos entre lo institucional y lo horizontal.”
La entrevista concluye con una pregunta inevitable: ¿qué puede hacer el ciudadano común ante esta crisis de época? Volkner responde sin titubeos: “Pensar críticamente, informarse más allá de los algoritmos, cultivar vínculos reales en un mundo virtualizado, participar. La democracia no es solo un sistema de reglas, sino una práctica cotidiana de responsabilidad compartida. Si se deja en manos del cinismo o la apatía, será sustituida por formas más cómodas, pero menos libres de organización del poder.”
Nos despedimos del autor en su estudio, rodeado de mapas geopolíticos, cuadernos de notas y libros subrayados. Hay en su mirada una mezcla de lucidez analítica y esperanza vigilante. ‘Mundo en Tensión’ no es una obra complaciente, pero sí profundamente necesaria: invita a comprender el presente sin anestesia y a imaginar un futuro más justo, aunque incierto.
Aquí culmina nuestra entrevista especial dedicada a ‘Mundo en Tensión’. Agradecemos profundamente a Octavio Volkner por su generosidad intelectual, su mirada global y su compromiso con una escritura que interpela, sacude y, sobre todo, piensa el mundo más allá de las noticias del día. En tiempos de perplejidad acelerada, su voz resuena como un faro crítico que desafía la superficialidad del presente.
Cuando apareció el Australolibrecus —ese lector peludo, erguido y profundamente obsesionado con las ideas— no lo hizo solo. La mutación fue colectiva, simbiótica, caótica. Como toda verdadera revolución, trajo consigo criaturas nuevas, imposibles, necesitadas de libros como de oxígeno.
Junto a él emergieron lamias lectoras, con colmillos afilados y bibliotecas subterráneas; centauros posmodernos que subrayan a Derrida entre relinchos teóricos; gólems críticos formados con recortes de ensayo y fanzines; sirenas con podcasts filosóficos; y cyborgs poéticos que procesan versos en binario.
También aparecieron humanos, claro. Pero ya no eran lo que solían ser. Se fusionaron con lo simbólico, lo bestial, lo narrativo. Se volvieron anotadores compulsivos, devoradores de márgenes, mutantes del lenguaje. Humanos con tentáculos de análisis, con alas de metáfora, con cicatrices de interpretación.
La diversidad de esta nueva fauna literaria no responde a etiquetas ni géneros ni identidades fijas. No hay binarismos entre lector y texto, entre criatura y creador. Todo se mezcla. Todo se contamina. Todo evoluciona.
Algunos llaman a esto una estética de lo grotesco, otros una distopía simbólica. Nosotros preferimos llamarlo una nueva forma de habitar el pensamiento.
Australolibrecus es apenas el inicio. Una especie literaria entre muchas. Un lector con pulgares, laptop, barba y una tendencia obsesiva a buscar sentido donde quizás ya no lo haya.
Y, sin embargo, seguimos leyendo. Porque la palabra —esa criatura aún más antigua— sigue viva.