Por Alfred Batlle Fuster

Supervivientes al Borde del Segundo
Hay quienes dicen haber vivido una vida entera en un segundo. Un conductor ve venir el choque frontal, pero en lugar de actuar por reflejo, describe cómo lo observó todo con inquietante claridad: el color del coche que se aproximaba, el reflejo de su cara en el retrovisor, la forma en que la sombra de un árbol se deslizaba por el asfalto como si flotara en gelatina. Una fracción de segundo cargada de detalles imposibles. ¿Exageración? ¿Autoengaño? ¿O algo más profundo, más humano, más universal?
Este artículo se sumerge en un fenómeno que ha sido registrado por científicos, narrado por supervivientes, explotado por el cine, y aún así permanece entre los rincones borrosos de la experiencia humana: la percepción de la ralentización del tiempo durante situaciones límite.
Phill Healey, ciclista británico, estaba girando en una esquina cuando un autobús apareció de la nada. Lo siguiente que recuerda es una escena que se movía más lento que cualquier cámara lenta digital. “Podía ver cómo los objetos flotaban, cómo la escena se desenrollaba, pero sin ruido. Como si el universo mismo dudara de lo que estaba a punto de pasar”, contó a la BBC.
Este tipo de relatos no son aislados. Personas que han sufrido caídas, accidentes de tráfico, atentados, o incluso situaciones de violencia extrema, coinciden en algo: el tiempo no se comporta como debería.
Una mujer española, cuya identidad se preserva por razones médicas, relató haber caído por una escalera durante un incendio en su piso en Madrid. “Recuerdo perfectamente la textura del peldaño, la dirección del humo, el silencio. Todo estaba suspendido, como si alguien hubiera puesto pausa, pero yo podía pensar”, dijo en una entrevista incluida en un estudio de trauma publicado por psicólogos clínicos españoles.
¿Es esto solo una ilusión fabricada por el cerebro en estado de shock? ¿O hay algo más profundo en juego cuando el cuerpo siente que todo se detiene para protegerse?
El efecto es popular en películas, por supuesto: desde The Matrix hasta Sherlock Holmes, donde el protagonista anticipa los golpes con precisión quirúrgica gracias a una percepción “acelerada” del entorno. Pero estos recursos visuales, lejos de ser simples trucos narrativos, nacen de testimonios reales. Hollywood no inventó el “tiempo lento”: lo tomó prestado de quienes han estado a centímetros de la muerte.
Y en esos segundos deformados, muchas veces hay algo más que miedo: hay lucidez, hay memoria, hay incluso una extraña paz. Un paracaidista argentino que vivió la falla parcial de su equipo describió su caída así: “Todo era silencio, como si la atmósfera se estirara. Y yo ahí, recordando cosas que no sabía que recordaba, como la canción que sonaba en el auto antes del salto”.
Desde la neurociencia, los estudios son contundentes: el tiempo, tal como lo experimentamos, no es una constante objetiva, sino una construcción del cerebro. Según la experta española Raquel Mascaraque, autora de artículos en La Vanguardia, cuando una persona enfrenta una amenaza inminente, su atención se focaliza de forma brutal. Esto no ralentiza el tiempo “real”, sino que amplifica la codificación de detalles en la memoria. Al recordar el suceso, parece que duró más.
Lo mismo explica un estudio clásico de la Baylor College of Medicine, donde se analizaron testimonios de personas que habían caído en caída libre desde alturas considerables: todas creyeron que el tiempo había “ido más lento”, pero no había evidencia neurológica de que su percepción visual se hubiera acelerado. Es decir, no “vieron más rápido”; simplemente, recordaron más cosas.
Más allá de la ciencia, hay quienes interpretan esta ralentización como algo espiritual, incluso místico. Algunos testimonios incluyen experiencias cercanas a la muerte, disociaciones del cuerpo, o la aparición de una voz interior que da instrucciones con serenidad total.
¿Es esta percepción alterada un error de fábrica, un glitch cerebral? ¿O podría ser uno de los mecanismos más profundos que tenemos para sobrevivir, para resistir, para darle sentido al abismo?
Voces desde el Límite
En el punto anterior exploramos la premisa: hay momentos en la vida en que el tiempo no se comporta como esperamos. Ahora nos adentramos en la médula misma del fenómeno: testimonios de personas que han estado al borde —de un choque, de una caída, de la muerte— y aseguran haber sentido que el mundo se ralentizaba a su alrededor. No como una figura poética, sino como un fenómeno físico y emocional, vivido con una intensidad que desafía los marcos tradicionales de la experiencia humana.
Galicia, 24 de julio de 2013. El tren Alvia que cubría la ruta entre Madrid y Ferrol descarrila a toda velocidad en una curva cerrada cerca de Santiago de Compostela. El saldo: 80 muertos y más de 140 heridos. Uno de los supervivientes, entrevistado por un medio local meses después del accidente, no recuerda el sonido ni los gritos, ni siquiera el impacto. Recuerda, en cambio, un momento de extraña lucidez. En su relato, cuenta que justo antes del descarrilamiento, al notar que el tren aceleraba más de lo habitual, sintió que el vagón se hacía inmenso, que las personas estaban congeladas en sus gestos, que podía ver los reflejos en las ventanas con un nivel de detalle que le pareció inhumano. Fue como si el tiempo lo hubiese liberado de su linealidad habitual y lo hubiese lanzado a una dimensión donde cada microgesto tenía su propia eternidad.
Este tipo de testimonio —profundamente subjetivo, sí, pero reiterado en contextos distintos— nos obliga a reconsiderar la naturaleza del tiempo tal como lo vivimos. Y especialmente, su fragilidad.
En Bogotá, Colombia, un joven motociclista fue impactado lateralmente por un automóvil que no respetó un semáforo en rojo. Fue lanzado varios metros por el aire, y aunque sobrevivió con múltiples fracturas, lo que más recuerda no es el dolor ni el miedo: es el tiempo. “Vi cómo mi moto se alejaba de mí. Flotaba. Vi el pavimento venir hacia mi cara, pero no con rapidez, sino como si alguien me diera tiempo para pensar, para ver todo. Me dio tiempo de decir adiós a mi madre, de recordar una canción, de pensar en si había pagado el alquiler. Todo eso en lo que supuestamente fueron dos segundos.” Su relato, incluido en un informe médico sobre traumatismo craneoencefálico leve, coincide con decenas de otros: no es que el tiempo cambie afuera, sino que algo en nosotros se reconfigura adentro.
La paradoja es evidente: una situación donde el cuerpo está perdiendo el control, donde el entorno se desintegra, el cerebro parece funcionar con mayor nitidez, con más detalle, con una lógica que prioriza la información. Esto no siempre salva vidas, pero sí transforma conciencias. El joven, ya recuperado, dijo en una entrevista informal: “Yo no volví a ser el mismo. No porque casi muero, sino porque supe cómo es vivir en un segundo que dura lo suficiente como para replantearte todo.”
El caso de Ana Belén (nombre ficticio), de Zaragoza, es menos espectacular en términos de infraestructura, pero igual de contundente. En 2017, un cortocircuito provocó un incendio en su piso mientras su hija de cinco años dormía. Ella estaba en la cocina cuando notó el humo, y todo lo que sucedió después, lo describe como una escena de otro planeta. “Caminé por el pasillo, pero no era un pasillo. Era un túnel en cámara lenta. Vi las llamas crecer como flores a cámara lenta, el humo dibujaba figuras que se quedaban flotando, y la voz de mi hija, que gritaba desde su habitación, me sonaba como un eco que venía del fondo del mar.” Ana la salvó, cruzando el piso envuelto en fuego para cargarla en brazos. Cuando salió al balcón, los bomberos ya habían llegado. Estaba herida, quemada en los brazos, pero con una serenidad que desconcertó incluso a los rescatistas. “Fue como si alguien hubiera hecho un pacto con el tiempo por mí”, diría después.
Este tipo de experiencias no son inusuales entre quienes han vivido incendios, catástrofes naturales, o atentados. La percepción del tiempo se distorsiona no como una anomalía, sino como una reacción coherente del cuerpo ante el trauma. El cerebro parece registrar más información por segundo, crear un recuerdo más denso, una especie de “supermemoria del instante”.
La ciencia, como veremos con más profundidad en entregas futuras, ha comenzado a entender este fenómeno no tanto como una distorsión del presente, sino como una hiperconstrucción del recuerdo. El cerebro, al estar en estado de amenaza, aumenta su vigilancia sensorial. Graba más detalles, focaliza más allá de lo habitual. Luego, al evocar esa memoria, sentimos que ocurrió lentamente porque hay más información de lo normal por unidad de tiempo.
Pero eso no impide que la sensación en el momento sea tan real como cualquier experiencia objetiva. Es decir: aunque el tiempo no se ralentice “físicamente”, para el sujeto, lo hace. El cuerpo no necesita la verdad objetiva para reaccionar con eficacia: le basta con su versión interna de la realidad.
El Cerebro Bajo Amenaza
En las primeros puntos exploramos testimonios: personas que, frente a situaciones extremas, describen una extraña sensación de lentitud, como si el mundo se ralentizara justo antes del impacto. No se trata de poesía: los relatos son consistentes, conmovedores y profundamente humanos. Pero, ¿qué ocurre a nivel cerebral cuando alguien experimenta un segundo que se convierte en una eternidad? ¿Es real esa dilatación del tiempo o una ilusión producida por un sistema nervioso saturado? La neurociencia tiene pistas, aunque también silencios.
Lo primero que hay que comprender es que el cerebro no percibe el tiempo, lo construye. No existe un “reloj interno” que mida los segundos como lo hace un cronómetro. En cambio, el tiempo que sentimos —el psicológico, el subjetivo— se basa en una combinación de memoria, atención y estímulos sensoriales. Cuanto más intensos o numerosos son los estímulos, más “denso” parece un instante. Esta es la clave para entender lo que sucede durante un accidente.
En momentos de amenaza extrema, el cuerpo entra en lo que se conoce como respuesta de lucha o huida. La amígdala cerebral, una estructura profundamente ligada al miedo y la emoción, se activa con fuerza. Esta activación dispara una cascada de reacciones: se libera adrenalina, se acelera el corazón, se agudizan los sentidos. Pero, sobre todo, el cerebro se focaliza, como si cerrara todas las puertas excepto una: la que permite sobrevivir.
Cuando alguien está a punto de sufrir un impacto —una caída, un choque, una explosión— su atención se vuelve extraordinariamente aguda. Todo se graba, aunque no lo sepa en el momento. Esa intensidad atencional, al registrarse en la memoria, da la ilusión de que el tiempo fue más lento.
El investigador David Eagleman, neurocientífico del Baylor College of Medicine, estudió este fenómeno lanzando voluntarios desde alturas considerables con una red de seguridad. El experimento demostró que, aunque los sujetos sentían que la caída duraba más de lo que realmente duró, no eran capaces de ver ni procesar más información en tiempo real. Es decir, no “vivieron más lento”, sino que recordaron más.
La diferencia es sutil, pero profunda. Lo que nos parece ralentizado no es la percepción en el momento, sino la reconstrucción posterior: una ilusión del recuerdo construida por un cerebro que grabó a máxima resolución.
La explicación más aceptada entre neurocientíficos hoy en día es la llamada teoría de la densidad de la memoria. Propone que el tiempo subjetivo está ligado a la cantidad de información que el cerebro almacena en una situación dada. Cuantos más detalles se registran, más largo parece el evento al recordarlo. Por eso, los momentos nuevos, traumáticos o emocionalmente intensos tienden a sentirse más “largos” que aquellos repetitivos o rutinarios.
Esto también explica por qué, en la infancia, los veranos parecían eternos: el cerebro estaba constantemente absorbiendo cosas nuevas. En cambio, en la vida adulta, los días se suceden con una rapidez que a veces resulta inquietante. La rutina no genera recuerdos memorables, y por tanto, el tiempo parece huir.
Pero en un accidente, todo es nuevo. Todo es urgente. El cerebro, como una cámara hipersensible, graba con obsesiva precisión cada microsegundo.
Curiosamente, esta distorsión del tiempo puede ser funcional. Al sentir que el mundo se ralentiza, algunas personas logran reaccionar de manera más eficaz: esquivar, protegerse, decidir. Esto sugiere que la ilusión de lentitud no es un defecto, sino un mecanismo adaptativo, una ilusión útil para la supervivencia.
La naturaleza no tiene por qué darnos una percepción exacta del tiempo: le basta con darnos una percepción que nos permita seguir vivos.
Y sin embargo, esta defensa neurológica tiene un precio. Muchos supervivientes reportan que ese “segundo eterno” se convierte en una herida difícil de cerrar. Vuelven a él una y otra vez, con un nivel de detalle casi cinematográfico. Algunos desarrollan estrés postraumático, precisamente porque su memoria no sabe soltar lo que el cerebro grabó en ese instante suspendido.
La Estética del Segundo Eterno
No hace falta haber vivido un accidente para haber sentido el tiempo romperse. A veces ocurre en medio de una noticia, en la sala de espera de un hospital, durante una pelea, o en la fracción de segundo que precede a una caída. Es una experiencia íntima, perturbadora y, de algún modo, profundamente humana. Por eso no sorprende que el arte —que no hace otra cosa que explorar lo humano— haya vuelto una y otra vez a este momento suspendido: el segundo que se dilata, se estira, se vuelve casi sagrado. Ese instante donde la realidad parece ponerse en pausa para mostrarnos su esqueleto.
El uso de la cámara lenta en el cine no es nuevo, pero adquiere un poder particular cuando se utiliza para representar un accidente o una situación extrema. No se trata sólo de estética: es una traducción visual de una experiencia subjetiva.
En “Saving Private Ryan”, Steven Spielberg ralentiza el sonido y el movimiento mientras las bombas estallan alrededor del personaje principal. No lo hace por espectacularidad: lo hace para que sintamos, como él, la fragmentación del tiempo en medio del horror. En “Inception”, de Christopher Nolan, se construye una arquitectura entera sobre la idea de que el tiempo pasa más lentamente en los niveles profundos de la conciencia. Y en “The Matrix”, las famosas secuencias de bullet time capturan la posibilidad de ver el peligro con tal claridad que uno podría esquivarlo.
El cine no inventa esa sensación. La confirma. Y millones de espectadores, aunque no hayan saltado desde un avión ni sido lanzados por un coche, reconocen algo familiar en esa ralentización: yo he sentido eso, parece decirnos la audiencia silenciosa.
La literatura, menos atada a la imagen y más a la introspección, ha abordado la percepción del tiempo ralentizado de forma sutil pero poderosa.
En “Crimen y castigo”, Dostoyevski describe un asesinato en cámara lenta: cada movimiento, cada pensamiento del protagonista parece expandirse más allá de lo tolerable. Virginia Woolf, en “Al faro”, extiende una sola tarde en decenas de páginas, estirando la percepción del momento hasta que deja de ser tiempo cronológico y se convierte en pura conciencia. Julio Cortázar, en cuentos como “La autopista del sur”, introduce interrupciones y fracturas temporales que simulan el modo en que la mente sobrevive a lo inexplicable.
Y en uno de los pasajes más emblemáticos de la literatura moderna, Gabriel García Márquez escribe en Cien años de soledad: “…cuando Aureliano Buendía enfrentó el pelotón de fusilamiento, habría de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Ahí, en un solo renglón, el tiempo se derrumba: la muerte inminente y la memoria infantil ocurren al mismo tiempo. Ese es el segundo eterno.
En la pintura también encontramos la obsesión con el instante estirado, con el tiempo suspendido en una imagen inmóvil.
Los futuristas italianos como Umberto Boccioni intentaron capturar el movimiento en una sola figura. Querían que el espectador sintiera la velocidad y la secuencia en una imagen estática. Por otro lado, los surrealistas, como Salvador Dalí, representaban relojes blandos y descompuestos, como en La persistencia de la memoria, donde el tiempo ha perdido su estructura sólida y se vuelve orgánico, frágil, subjetivo.
Esa imagen —relojes fundiéndose en un paisaje onírico— se ha convertido en un símbolo visual perfecto para lo que narran los supervivientes de eventos traumáticos: un tiempo que ya no obedece las reglas del mundo.
Lo más revelador al revisar estas expresiones artísticas es que el cuerpo ya lo sabía, el arte ya lo intuía, la cultura ya lo había dicho antes que la ciencia pudiera medirlo.
Los momentos de trauma, de vértigo, de impacto, no sólo trastocan el cuerpo: trastocan el tiempo. Y esa experiencia, por más individual que sea, encuentra resonancia en miles de imágenes, textos, melodías y películas. Porque cuando el tiempo se rompe, no se rompe sólo para quien lo vive: se fractura algo en el mundo, y el arte lo documenta.
Vidas con segundos eternos repetidos
El tiempo, en su curso habitual, parece una línea continua y uniforme, pero la experiencia humana revela que esta continuidad puede fracturarse varias veces a lo largo de una vida. Algunas personas no sólo viven ese instante suspendido una vez, sino en múltiples ocasiones, cuando el cuerpo y la mente entran en contacto con situaciones de peligro o trauma. ¿Qué ocurre cuando el tiempo se ralentiza más de una vez? ¿Se vuelve un territorio familiar o una repetición tortuosa? ¿Varía la experiencia según la edad, la profesión o el contexto?
Un caso emblemático es el de Carlos Méndez, un ex paracaidista militar y bombero voluntario en Ciudad de México. Durante su carrera, Carlos sufrió al menos tres situaciones críticas: un salto fallido donde su paracaídas principal no se abrió; un incendio en un edificio residencial donde rescató a una niña atrapada; y un accidente automovilístico mientras se trasladaba a una llamada de emergencia. En cada uno de esos episodios, Carlos describió la misma sensación de ralentización temporal, pero con matices diferentes.
En el salto, la experiencia fue una mezcla de terror y asombro: «El mundo se estiró como un chicle, pude ver el cielo y la tierra a la vez, los segundos parecían minutos. Fue aterrador, pero también me permitió reaccionar y abrir el paracaídas reserva». En el incendio, el tiempo lento fue casi un aliado: «Pude calcular mis movimientos, sentir cada paso y cada segundo, como si el tiempo fuera una cuerda que sostenía todo lo que hacía». En cambio, en el accidente automovilístico, la ralentización fue más caótica, con imágenes fugaces y fragmentadas, una experiencia más visceral que controlada.
Este testimonio es fundamental para entender que la ralentización del tiempo no es una experiencia homogénea, sino que puede variar en función del contexto, el estado emocional y la historia personal.
Para algunas personas, vivir más de un segundo eterno no es una suerte, sino una carga. Los supervivientes de violencia doméstica, accidentes o desastres naturales que desarrollan trastorno de estrés postraumático (TEPT) suelen revivir una y otra vez esos instantes en ralentí, como si el tiempo quedara atrapado en un bucle doloroso.
María, una mujer de Buenos Aires que sobrevivió a un accidente de tránsito y luego a una caída desde un andamio, describe la multiplicidad de esos segundos eternos como “una cárcel mental”. Para ella, el fenómeno pierde su función adaptativa y se convierte en un disparador constante, una herida abierta que el tiempo no sana.
Los niños y adolescentes, con sus cerebros en desarrollo, presentan una sensibilidad especial ante estas experiencias temporales. Según estudios recientes, en especial de la Universidad de Barcelona, la primera experiencia traumática que implica una percepción alterada del tiempo puede marcar profundamente la relación del individuo con su propio cuerpo y su entorno.
Ana, una niña de diez años que sobrevivió a un terremoto en Chile, relató cómo el mundo se movía como si estuviera en cámara lenta y cómo ese instante quedó grabado con tanta nitidez que al día siguiente podía reconstruir mentalmente cada movimiento de las placas tectónicas y la caída de objetos. Para ella, la ralentización del tiempo no fue solo una percepción pasajera, sino el punto de partida para una comprensión temprana de la fragilidad de la vida.
Policías, médicos de emergencias, pilotos y otros profesionales que trabajan con el peligro como rutina parecen desarrollar una relación especial con esta ralentización temporal. Algunos logran “domarla”, usándola como una herramienta para actuar con mayor precisión bajo presión. Otros, en cambio, experimentan la fatiga de la hiperconsciencia repetida, que puede conducir a estados de agotamiento mental.
El psicólogo forense argentino, Dr. Sebastián Ruiz, que ha trabajado con bomberos y policías, explica que para estos profesionales “la percepción alterada del tiempo puede ser tanto un recurso adaptativo como un factor de riesgo. La clave está en el manejo emocional y en los protocolos de autocuidado para evitar que esta hiperconsciencia se vuelva una carga”.
Lo que une a todas estas experiencias es la idea de que ese segundo eterno no es solo un fenómeno aislado, sino un umbral: un momento en que el sujeto cruza entre la vida y la muerte, entre el cuerpo ordinario y el cuerpo enfrentado a la posibilidad de la desaparición. Y ese umbral puede aparecer muchas veces, dejando su marca indeleble en la memoria y la percepción.
Neurobiología de la memoria traumática y plasticidad cerebral
En entregas anteriores hemos explorado cómo el tiempo parece ralentizarse para quienes enfrentan momentos de peligro extremo y cómo esa experiencia se instala de manera intensa en la memoria. Pero, ¿qué sucede dentro del cerebro cuando esos segundos eternos se graban como recuerdos traumáticos? ¿Existe alguna posibilidad de reprogramar esas memorias para que dejen de ser una carga? La neurobiología ofrece respuestas fascinantes y esperanzadoras sobre la plasticidad cerebral y el manejo del trauma.
La amígdala es una pequeña estructura en forma de almendra ubicada en el lóbulo temporal y juega un papel central en la respuesta emocional, especialmente en el miedo. Cuando una persona enfrenta un peligro, la amígdala se activa rápidamente y desencadena la liberación de hormonas del estrés como la adrenalina y el cortisol. Este proceso potencia la atención y prepara al organismo para la acción inmediata.
Pero esta activación también tiene un efecto en la memoria. La amígdala fortalece las conexiones neuronales relacionadas con los recuerdos emocionales, haciendo que esos momentos se graben con especial intensidad. Por eso, los segundos eternos, cargados de miedo o terror, quedan impresos en el cerebro con una fuerza difícil de olvidar.
Mientras la amígdala se encarga de la emoción, el hipocampo, otra estructura cerebral crucial, interviene en la formación y organización de la memoria episódica, es decir, los recuerdos asociados a un contexto específico de tiempo y lugar. En situaciones traumáticas, el hipocampo puede verse afectado por el estrés intenso, lo que a veces dificulta que el cerebro integre el evento dentro de una narrativa coherente.
Esta fragmentación de la memoria puede explicar por qué quienes sufren trastornos como el TEPT experimentan recuerdos intrusivos y desorganizados que parecen repetirse sin contexto claro, manteniendo vivo ese segundo eterno en un loop mental.
La buena noticia es que el cerebro es plástico, es decir, capaz de reorganizarse y formar nuevas conexiones a lo largo de toda la vida. Esta plasticidad es la base de la recuperación en procesos traumáticos. Técnicas como la terapia cognitivo-conductual, la desensibilización y reprocesamiento por movimientos oculares (EMDR), y más recientemente las intervenciones basadas en mindfulness y neurofeedback, buscan aprovechar esta capacidad para “reprogramar” los recuerdos traumáticos.
El objetivo no es borrar la memoria, sino integrarla, desactivar la hiperrespuesta emocional y permitir que el tiempo vuelva a fluir con una narrativa más saludable.
Un descubrimiento crucial en neurociencia es el concepto de la ventana de reconsolidación, un periodo tras la activación de un recuerdo durante el cual éste puede ser modificado antes de almacenarse de nuevo. Esto abre la posibilidad de intervenir terapéuticamente para cambiar la forma en que se graba la memoria traumática.
En la práctica, esto significa que al revivir cuidadosamente un recuerdo traumático bajo condiciones controladas, es posible atenuar la carga emocional asociada y transformar ese segundo eterno en un recuerdo menos doloroso.
El proceso de sanar esos instantes donde el tiempo se volvió eterno no es lineal ni rápido. Pero la neurociencia confirma que no estamos condenados a vivir atrapados en esos segundos. La plasticidad cerebral es una promesa real: con las herramientas adecuadas, la mente puede aprender a liberar la memoria del peso del trauma.
Reconciliaciones con el segundo eterno
El tiempo detenido en un instante de crisis deja una marca profunda y, a veces, dolorosa. Pero en medio de esas grietas temporales también pueden abrirse caminos hacia la sanación y la transformación. En esta entrega, acercamos voces que lograron reconciliarse con esos segundos que parecían eternos, para reconstruir una vida más plena y consciente.
Laura, una diseñadora gráfica de 32 años, sufrió un grave accidente automovilístico cuando un camión chocó su coche. En esos segundos previos al impacto, sintió cómo el mundo se ralentizaba hasta convertirse en un espacio suspendido entre la vida y la muerte.
“Sentí el tiempo estirarse y, en ese espacio, vi flashes de mi vida: mi infancia, mis sueños, todo en cámara lenta”, recuerda. Los meses siguientes estuvieron marcados por pesadillas y recuerdos que no la dejaban avanzar. Sin embargo, a través de terapia y técnicas de mindfulness, logró transformar ese trauma.
“Aprendí a volver a ese instante, pero desde otro lugar —dice—, no como una víctima, sino como alguien que pudo salir adelante. Ese segundo eterno ya no me atrapa, sino que me recuerda la fuerza que tengo para vivir”.
Ricardo, bombero de profesión, recuerda la noche en que salvó a una niña de un edificio en llamas. “El tiempo se volvió lento, pude medir cada paso, cada respiración. Pero esa noche también quedé atrapado en la imagen de la casa consumiéndose”, cuenta.
Años después, gracias a un programa de apoyo psicológico para bomberos, Ricardo aprendió a procesar esos recuerdos. “No fue fácil. Pero comprender que el tiempo puede romperse y volver a fluir fue clave. Ahora uso esa experiencia para ayudar a mis compañeros a lidiar con sus segundos eternos”.
Ana tenía diez años cuando un terremoto sacudió su ciudad natal. “El suelo se movía despacio, como si alguien hubiera ralentizado todo. En ese tiempo suspendido, tuve miedo, pero también una sensación extraña de calma”, dice.
Después de varios años y con apoyo familiar y escolar, Ana pudo narrar y ordenar esos recuerdos. “No quiero que el tiempo me siga atrapando”, explica, “quiero que esos segundos sean parte de mi historia, no mi cárcel”.
Estas historias revelan que el acto de contar, de poner en palabras esos segundos eternos, es en sí mismo una forma de terapia. Compartir la experiencia desactiva el poder que tiene el trauma para aislar y fragmentar la memoria.
La comunidad y el acompañamiento profesional se convierten en herramientas esenciales para que el tiempo deje de ser una prisión y vuelva a ser un río que fluye.
El Tiempo Roto en la Experiencia Colectiva
El tiempo individual puede fracturarse en un segundo eterno, pero también existen momentos históricos donde millones de personas parecen compartir una ruptura temporal común. Desastres naturales, guerras, pandemias y crisis sociales generan una experiencia colectiva de suspensión y ralentización del tiempo que transforma no solo a los individuos, sino a comunidades enteras. En esta entrega exploramos cómo esos segundos eternos se viven en colectivo y qué impacto tienen en la memoria social y cultural.
Cuando un terremoto arrasa una ciudad o un huracán golpea una región, los supervivientes coinciden en la sensación de que el tiempo se ralentiza justo antes y durante el desastre. Testimonios de supervivientes del terremoto de Haití en 2010 o del tsunami en Japón en 2011 muestran cómo esos momentos de caos son vividos como un instante interminable, en el que cada decisión, cada movimiento, es vital.
Pero más allá de la supervivencia, estos eventos marcan una pausa colectiva. El tiempo parece detenerse no solo para los individuos, sino para toda la sociedad: calles vacías, sistemas paralizados, un silencio tenso que anuncia la fractura. La memoria social de estas catástrofes se construye en torno a ese tiempo roto, y el relato común se convierte en un mecanismo para procesar y compartir el trauma.
En contextos bélicos, la ralentización del tiempo es una experiencia recurrente para soldados y civiles atrapados en medio del fuego cruzado. La guerra, con su violencia extrema y su incertidumbre, intensifica la percepción de un tiempo distorsionado.
Las crónicas de veteranos de conflictos como Vietnam, Bosnia o Siria describen cómo en momentos decisivos todo parece ralentizarse: disparos que parecen eternos, explosiones que fragmentan la realidad, decisiones de vida o muerte que se toman en un segundo ampliado. Esta experiencia colectiva deja una impronta profunda en la memoria histórica, alimentando relatos, poemas y testimonios que perpetúan el segundo eterno como símbolo del horror y la resistencia.
La pandemia global de COVID-19 brindó un ejemplo reciente de cómo el tiempo colectivo puede fracturarse. El confinamiento, la espera de resultados médicos, la pérdida y la incertidumbre crearon una sensación generalizada de estancamiento temporal.
Las personas relataron días que se sentían interminables, meses que parecían años. La ralentización no fue sólo física, sino también emocional y psicológica. Esta experiencia común impactó la salud mental colectiva y reconfiguró la percepción social del tiempo, abriendo nuevas formas de entender la espera, la ansiedad y la esperanza.
La experiencia colectiva del tiempo roto no desaparece con el paso del tiempo. Las sociedades construyen monumentos, rituales, memoriales y narrativas que buscan integrar ese instante fracturado dentro de un relato común.
Estos mecanismos culturales funcionan como un puente para volver a poner en marcha el tiempo social, para transformar la pausa en movimiento y la fractura en continuidad. Así, la experiencia individual se eleva a símbolo, y el segundo eterno se convierte en memoria compartida y enseñanza para las futuras generaciones.
Reconstrucción y Resiliencia después del Segundo Eterno
Tras el estallido del tiempo suspendido, cuando el impacto ha quedado atrás y el mundo comienza a reanudarse, comienza un proceso fundamental: la reconstrucción. No sólo física, sino emocional, psicológica y social. La resiliencia —esa capacidad humana para adaptarse y crecer frente a la adversidad— se convierte en la llave que permite transformar el trauma del segundo eterno en un impulso hacia la vida y la transformación.
Los avances en neurociencia han demostrado que el cerebro no solo puede recuperarse del trauma, sino que puede fortalecerse a partir de él. La plasticidad cerebral permite que nuevas conexiones sinápticas se formen, facilitando el aprendizaje y la adaptación.
El psicólogo y neurocientífico Richard Davidson ha identificado que la resiliencia está relacionada con la regulación emocional, el control del estrés y la capacidad para experimentar emociones positivas a pesar de las dificultades. La meditación, la terapia cognitivo-conductual y el apoyo social son algunas de las herramientas que potencian esta capacidad.
Contar la experiencia del segundo eterno es una forma poderosa de procesar el trauma y reconstruir la identidad. Narrar no solo ordena los recuerdos, sino que permite dar sentido a lo vivido, transformando el caos en coherencia.
Historias como la de Laura, Ricardo y Ana, quienes hemos conocido en entregas anteriores, ilustran cómo el acto de compartir y resignificar esos momentos suspendidos ayuda a devolver al tiempo su flujo natural y a sanar las heridas invisibles.
La resiliencia no es solo individual, sino también colectiva. Comunidades afectadas por desastres o conflictos encuentran en la cooperación, la solidaridad y los rituales sociales un camino para reconstruir no solo infraestructuras, sino también tejido social y sentido compartido.
Proyectos comunitarios, memoriales, y acciones de reparación simbólica son vitales para reintegrar el tiempo roto y construir un futuro que honre la memoria del pasado sin quedar atrapado en él.
Muchas personas que han vivido el tiempo suspendido hablan de una transformación profunda. El trauma, aunque devastador, puede ser el punto de partida para reevaluar valores, prioridades y relaciones.
Este fenómeno se conoce como “crecimiento postraumático” y se refleja en una mayor apreciación de la vida, fortalecimiento de vínculos afectivos y búsqueda de un propósito renovado.
Reflexiones finales y nuevas formas de vivir el tiempo
Desde filósofos como Henri Bergson hasta teóricos contemporáneos, el tiempo no es solo un flujo uniforme, sino una experiencia subjetiva, plural y, en ocasiones, fragmentada. Los segundos eternos que experimentan supervivientes de traumas extremos nos muestran que el tiempo puede romperse, detenerse o alargarse según la conciencia y la emoción.
Este fenómeno nos invita a reconsiderar la naturaleza misma del tiempo: no como un reloj mecánico, sino como un tejido vivo que se construye con nuestras vivencias, miedos y esperanzas. El segundo eterno, entonces, no es solo un instante de peligro, sino un umbral para la transformación personal.
Para quienes han vivido el tiempo detenido como un trauma, existen prácticas que ayudan a integrar esa experiencia y recuperar el flujo vital:
Mindfulness y atención plena: Permiten anclar la conciencia en el presente, suavizando la ansiedad y el miedo que perpetúan la sensación de tiempo detenido.
Narración terapéutica: Contar y recontar la experiencia con acompañamiento profesional ayuda a dar sentido y a reconstruir una narrativa coherente.
Ejercicio físico y movimiento consciente: Facilitan la reconexión con el cuerpo y la descarga emocional contenida en el trauma.
Redes de apoyo: La comunidad y el compartir son esenciales para no quedar atrapados en el aislamiento que el trauma genera.
La ciencia y la filosofía avanzan para integrar la experiencia subjetiva del tiempo con el conocimiento neurobiológico, abriendo nuevas vías para el cuidado de la salud mental y la comprensión de la condición humana.
La experiencia del segundo eterno nos recuerda la fragilidad y, a la vez, la fortaleza de la vida. Nos desafía a vivir con mayor conciencia, aceptación y compasión hacia nosotros mismos y los demás.
¿Y si pudiéramos aprender a habitar esos segundos eternos no con miedo, sino con presencia? ¿Si esa pausa en el tiempo se convirtiera en un espacio para el encuentro con uno mismo y con el mundo?
La ruptura del tiempo puede ser, paradójicamente, una puerta hacia una experiencia más profunda y auténtica de la vida.
La Eternidad Infinitesimal
Cuando fui invitado a reflexionar sobre la experiencia del tiempo ralentizado, el llamado “segundo eterno” vivido por tantos supervivientes, sentí que las múltiples voces y relatos se complementaban plenamente con una intuición que había venido desarrollando durante años: la idea de la Eternidad Infinitesimal.
En mi teoría, la Eternidad Infinitesimal es la noción de que en cada instante, por más breve que sea, puede alojarse una eternidad completa —no en un sentido metafórico o poético, sino como una dimensión real y palpable del tiempo.
Esto significa que, aunque vivimos en un tiempo medido y lineal, existe un pliegue temporal donde el instante se expande hasta contener un universo de experiencias, emociones y decisiones. Es en esos pliegues donde se anida el famoso “segundo eterno”, y donde la conciencia humana se abre a una percepción intensificada, casi paralela a la realidad cotidiana.
Los relatos de supervivientes que describen cómo el tiempo se ralentiza antes del impacto no son meras ilusiones neurofisiológicas, sino manifestaciones de esa eternidad que se despliega en lo infinitesimal.
Desde esta perspectiva, la amígdala y el hipocampo no solo regulan la emoción y la memoria, sino que funcionan como umbrales que abren esa puerta temporal expandida. El cerebro no solo procesa la amenaza, sino que activa un estado en el que el tiempo se reconfigura y la experiencia se vuelve más densa y significativa.
Cuando hablamos de trauma y memoria, estamos describiendo cómo esta eternidad infinitesimal se fija en el tejido neuronal. El instante congelado, el segundo estirado, queda grabado con la potencia de una eternidad vivida en miniatura.
Sin embargo, la plasticidad cerebral nos permite “reabrir” y “reconfigurar” estos pliegues temporales, liberando así la carga emocional atrapada y permitiendo que la eternidad almacenada se integre al flujo habitual del tiempo.
En los eventos colectivos, como desastres o guerras, la Eternidad Infinitesimal se sincroniza entre múltiples conciencias, creando una fractura temporal compartida. No es solo que millones de personas experimenten el tiempo roto simultáneamente, sino que, a nivel profundo, estas experiencias convergen en una eternidad común, una resonancia colectiva que trasciende el tiempo individual.
Desde esta teoría, el tiempo no es un enemigo que debemos domar ni una dimensión rígida que nos atrapa. Es, en cambio, un campo dinámico y vivo, donde cada instante contiene infinitas posibilidades y profundidades.
El desafío humano es aprender a habitar esa eternidad infinitesimal con conciencia, sin miedo ni resistencia. Porque ahí, en esa expansión del instante, reside la auténtica potencia de la vida: la capacidad de detenerse y, al mismo tiempo, avanzar hacia la transformación.
La experiencia del segundo eterno es, pues, una llamada —una invitación a explorar el misterio del tiempo como algo mucho más vasto y complejo de lo que nuestra percepción habitual nos muestra. La Eternidad Infinitesimal nos abre una puerta hacia ese misterio, hacia un tiempo que no se mide, sino que se vive profundamente.


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