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En el umbral del tercer cuarto del siglo XXI, la civilización humana asiste, no sin perplejidad, a una transformación epistemológica sin precedentes. No se trata simplemente de una mutación en las herramientas que median nuestra relación con el conocimiento —como antaño pudo ser la imprenta o, más recientemente, el acceso masivo a internet—, sino de una alteración sustancial de la forma en que el saber es producido, distribuido y, en un sentido inquietante, digerido. Los algoritmos, ese término ubicuo que ya ha perdido todo halo de extrañeza, operan hoy como filtros invisibles que seleccionan, jerarquizan e incluso generan información a un ritmo y con una aparente neutralidad que desafían cualquier vigilancia crítica. Nos hallamos, pues, frente a una pregunta radical: ¿puede sobrevivir el pensamiento crítico en un entorno donde el acceso al conocimiento está mediado por inteligencias no humanas, diseñadas para optimizar la atención y no necesariamente para fomentar la reflexión?

Este interrogante ha generado intensas discusiones tanto en el ámbito filosófico como en el educativo. En efecto, varios pensadores contemporáneos han alertado sobre la creciente tendencia a delegar en sistemas automatizados no solo la búsqueda de datos, sino también los procesos inferenciales que tradicionalmente se reservaban al juicio humano. Desde los algoritmos que sugieren lecturas «adecuadas a nuestros intereses» hasta las inteligencias artificiales capaces de redactar textos académicos con notable solvencia estilística, el papel del sujeto pensante parece estar cediendo terreno ante una maquinaria que, aunque carente de conciencia, simula con eficiencia formas básicas de razonamiento.

Lo que está en juego, sin embargo, no es únicamente el acto de pensar en términos abstractos, sino una modalidad específica de pensamiento: el pensamiento crítico, entendido no como simple escepticismo, sino como la capacidad de interrogar los supuestos, cuestionar los marcos de interpretación dominantes y resistir la inercia cognitiva de los lugares comunes. Este tipo de pensamiento, cultivado históricamente en la filosofía, la literatura y ciertas pedagogías emancipadoras, requiere lentitud, tiempo, error y contraste: condiciones cada vez más raras en un ecosistema digital gobernado por la instantaneidad, la eficiencia y la gratificación inmediata. La lógica algorítmica, orientada a la predicción del comportamiento y al refuerzo de patrones previos, tiende a encapsular al individuo en burbujas epistémicas donde lo diferente, lo disonante, lo inesperado, se convierte en ruido antes que en oportunidad.

En palabras del filósofo italiano Nuccio Ordine, recientemente recuperadas en varios círculos educativos, «la inutilidad del saber es precisamente lo que lo hace imprescindible». Este aforismo, que en otro tiempo hubiera podido parecer un gesto romántico, adquiere hoy una resonancia casi subversiva. El saber útil —o mejor dicho, lo que el algoritmo estima como tal— es aquel que puede capitalizarse: el dato convertible en estadística, el contenido viralizable, la opinión simplificable en forma de eslogan. El pensamiento crítico, en cambio, opera en los márgenes: se demora, tropieza, genera disenso y exige contextos complejos. ¿Cómo podría, entonces, prosperar en una cultura algorítmica que favorece la repetición sobre la interrogación, la eficiencia sobre la duda?

La personalización algorítmica, ese mecanismo seductor que promete una experiencia “hecha a medida”, ha venido consolidándose como una de las formas más insidiosas de condicionamiento contemporáneo. Bajo la apariencia benévola de un servicio atento —la serie que «te podría gustar», el libro «que otros como tú han leído», el artículo «más relevante para tu búsqueda»— se esconde una estructura de predicción y reforzamiento que moldea, lenta pero inexorablemente, los horizontes del pensamiento. Lo que el usuario percibe como elección libre es, en realidad, el resultado de un cálculo probabilístico basado en sus datos previos. La autonomía se convierte así en una ficción cuidadosamente administrada.

Desde el punto de vista filosófico, este fenómeno resucita una antigua preocupación: la del determinismo frente a la libertad. No ya en su formulación metafísica clásica, sino en una clave cultural y tecnológica. Si nuestras decisiones están condicionadas por patrones que los algoritmos no solo detectan, sino que anticipan y retroalimentan, ¿queda aún un espacio genuino para la deliberación crítica? ¿Puede el sujeto tomar distancia de aquello que le es presentado como evidencia, si el entorno mismo ha sido diseñado para confirmar sus preferencias, creencias o sesgos iniciales?

Muchos educadores advierten que esta lógica de la personalización perpetúa una pedagogía de la confirmación, profundamente antagónica al espíritu del pensamiento crítico. Se enseña, directa o indirectamente, a confiar en lo que aparece primero, en lo que es más fácil de consumir, en lo que se parece a lo que ya conocemos. Las plataformas digitales no son neutrales: su arquitectura responde a intereses comerciales que privilegian la permanencia del usuario, no su desarrollo intelectual. La posibilidad de toparse con lo inesperado, con lo difícil, con lo que contradice nuestras certezas, se reduce drásticamente en un entorno diseñado para el confort cognitivo.

La filósofa estadounidense Martha Nussbaum ha insistido, en este sentido, en la necesidad de una educación que cultive la capacidad de ver el mundo desde perspectivas ajenas. En sus palabras, la democracia requiere ciudadanos capaces de «salir de sí mismos», de imaginar el dolor del otro, de cuestionar sus propias convicciones. Sin embargo, ese ejercicio de descentramiento —tan propio de la lectura literaria profunda, del diálogo socrático, de la reflexión filosófica— se ve obstaculizado por un entorno digital que premia la velocidad, el juicio inmediato y la reafirmación constante de una identidad algorítmicamente construida.

El problema no es solo que los algoritmos seleccionen qué contenidos vemos, sino que, al hacerlo, configuran nuestras formas de ver. Lo que no aparece en la pantalla no existe para la conciencia; lo que no se busca, no se encuentra; y lo que no se encuentra, no se piensa. El resultado es un nuevo tipo de ignorancia: no la de quien carece de datos, sino la de quien cree saber porque ha sido perfectamente alimentado por un sistema que no busca interrogarlo, sino retenerlo.

Si la cultura digital ha erigido un nuevo régimen de visibilidad y consumo cognitivo, es en el ámbito educativo donde sus efectos se manifiestan con mayor crudeza. La escuela —entendida no como mero espacio físico, sino como institución civilizatoria— se encuentra atrapada entre dos fuerzas aparentemente contradictorias pero profundamente correlacionadas: por un lado, la presión por adaptar la enseñanza a las demandas de una economía tecnificada, eficiente y cuantificable; por el otro, el imperativo de captar la atención de generaciones formadas en la lógica del clic, la recompensa inmediata y la hiperconectividad emocional.

El resultado es una pedagogía empobrecida, que ha comenzado a renunciar, incluso sin quererlo, a sus tareas más nobles: formar sujetos autónomos, críticos, capaces de habitar con lucidez la complejidad del mundo. El currículum se convierte en un catálogo de competencias prácticas, donde se privilegia la aplicabilidad inmediata del conocimiento por encima de su densidad reflexiva. La filosofía, la literatura, la historia del pensamiento, incluso las matemáticas en su dimensión abstracta, son vistas —cuando no explícitamente excluidas— como ornamentos prescindibles en una formación orientada al mercado.

No es casual que muchos docentes denuncien hoy una creciente dificultad para fomentar la lectura profunda, el análisis textual, la argumentación sostenida. La velocidad con la que se consumen los contenidos digitales ha erosionado la paciencia intelectual necesaria para enfrentarse a una obra compleja, para permanecer en la ambigüedad sin buscar respuestas rápidas, para sostener una duda sin ansiedad. Esta impaciencia cognitiva, inducida por los entornos digitales, choca frontalmente con la temporalidad que exige el pensamiento crítico, que es necesariamente lento, inseguro, en ocasiones incómodo.

El filósofo surcoreano Byung-Chul Han ha acuñado una imagen poderosa para describir este fenómeno: vivimos en una “sociedad del rendimiento”, donde el individuo ya no es oprimido por prohibiciones externas, sino por la obligación de optimizarse a sí mismo. La educación, bajo esta lógica, deja de ser un espacio de formación integral para convertirse en un dispositivo de producción de sujetos eficientes. La autonomía, la creatividad y la resistencia crítica se diluyen en un océano de métricas, exámenes estandarizados y plataformas educativas que prometen personalización, pero que en realidad encorsetan el aprendizaje en trayectorias predefinidas.

A este panorama se suma la creciente presencia de inteligencias artificiales generativas en el entorno escolar. Herramientas capaces de redactar ensayos, resolver problemas matemáticos, resumir textos complejos o incluso imitar el estilo de escritores clásicos, han comenzado a sustituir, en muchos casos, la experiencia misma del aprendizaje. La pregunta que se impone, entonces, no es si estas herramientas deben ser prohibidas o aceptadas, sino cómo educar en un mundo donde el acceso a la información ya no requiere pensamiento, sino simplemente una indicación precisa al sistema adecuado. ¿Qué papel queda para el esfuerzo, la interpretación, la búsqueda activa de sentido?

Frente a este panorama de automatización creciente, homogeneización de la experiencia y erosión del juicio individual, algunos filósofos y pedagogos contemporáneos proponen recuperar el pensamiento crítico no ya como una habilidad académica, sino como una forma de resistencia cultural. En este nuevo contexto, pensar críticamente se convierte en un acto casi contracultural, una práctica que desafía el flujo dominante de datos, ritmos y discursos moldeados algorítmicamente.

Resistir, en este caso, no implica un rechazo tecnológico ciego ni una nostalgia reaccionaria por los modelos del pasado, sino una posición vigilante, una suerte de lucidez filosófica que sepa habitar las herramientas digitales sin sucumbir a su lógica. Es el ejercicio —raro y cada vez más urgente— de detenerse a preguntar: ¿por qué me aparece este contenido?, ¿quién decide lo que veo o lo que no veo?, ¿qué presupuestos están operando en la narrativa que consumo?, ¿qué voces están siendo sistemáticamente invisibilizadas por los filtros de relevancia? Tales preguntas no se responden con rapidez, y menos aún con certeza; requieren disposición al cuestionamiento, incomodidad y, sobre todo, la voluntad de exponerse a lo no previsto.

Algunos educadores, en este sentido, han comenzado a proponer modelos de enseñanza que reconecten con el legado socrático: espacios donde el diálogo, la disonancia y la duda no solo sean tolerados, sino activamente promovidos. En lugar de asumir el conocimiento como un conjunto de verdades disponibles al alcance de un clic, se lo vuelve a presentar como una construcción frágil, inacabada, siempre en disputa. Así, el aula se convierte no en un lugar de consumo de respuestas, sino en un laboratorio de preguntas. Esta pedagogía de la lentitud y la problematización contrasta con la inmediatez que impera en la esfera digital, pero justamente por eso puede operar como antídoto a su hegemonía.

Desde la filosofía, se recupera también la figura del intelectual crítico, no como especialista encastillado en un saber técnico, sino como agente incómodo, capaz de desestabilizar consensos automatizados. Hoy más que nunca, su tarea no es imponer verdades, sino abrir espacios de pensamiento allí donde reina la sobreabundancia de información sin criterio, el ruido sin sentido, la apariencia de conocimiento sin comprensión real. Si en el pasado la censura operaba por omisión —lo que no se decía o no se imprimía—, hoy la censura se realiza por saturación: una avalancha de datos que disuelve cualquier jerarquía epistemológica, que iguala lo trivial y lo esencial, que convierte la verdad en una opción más del menú.

Cabe aquí recordar las palabras de Hannah Arendt cuando advertía que “el mal radical puede surgir no del odio, sino de la banalidad, de la incapacidad para pensar”. En un mundo donde el pensamiento se externaliza cada vez más en dispositivos y sistemas que no piensan, sino que calculan, el ejercicio mismo de pensar críticamente se vuelve un acto político, ético y profundamente humano. No como reacción nostálgica, sino como afirmación radical de la dignidad del juicio individual.

En este escenario saturado de automatismos, en el que las plataformas dictan la cadencia del discurso público y la economía de la atención coloniza hasta los repliegues más íntimos de la conciencia, pensar críticamente se vuelve un acto de resistencia frente a la programación del sentido. No se trata simplemente de preservar una tradición intelectual o de defender a ultranza ciertos contenidos académicos, sino de sostener el derecho —y la responsabilidad— de no entregarse pasivamente a lo dado, a lo sugerido, a lo predicho.

La muerte del pensamiento crítico, si llega a consumarse, no será ruidosa ni dramática: será silenciosa, progresiva, casi imperceptible. Se producirá no por una censura directa, sino por desuso, por desinterés, por la sustitución progresiva de la interrogación por la consulta, de la argumentación por la respuesta automática. El riesgo no es la ignorancia, sino una suerte de docilidad cognitiva, una disposición a aceptar lo visible como lo verdadero y lo cómodo como lo correcto. Esta es, tal vez, la más peligrosa forma de decadencia del juicio: aquella que ocurre cuando ya no se reconoce que pensar es una tarea ardua, incómoda y, por ello mismo, profundamente emancipadora.

Sin embargo, aún es posible resistir. Y esa resistencia comienza, paradójicamente, por desacelerar. La lentitud, tan denostada en nuestra cultura de la inmediatez, se convierte aquí en una virtud epistemológica. Leer sin prisa, escribir con conciencia, dialogar sin buscar imponerse, contemplar sin consumir: todas estas prácticas, minúsculas en apariencia, constituyen gestos radicales frente a un sistema que prefiere el estímulo al pensamiento. Como dijera Simone Weil, “la atención pura es la forma más rara y más espiritual de la generosidad”.

El pensamiento crítico no está muerto —aún—, pero se encuentra asediado. Y su defensa no puede recaer únicamente en los claustros universitarios ni en los ensayos especializados. Debe instalarse en la educación desde la infancia, en los medios de comunicación, en las políticas culturales, pero también —y sobre todo— en la vida cotidiana de quienes aún se permiten dudar, preguntar, y detenerse a pensar lo que piensan.

Así pues, frente a la automatización del conocimiento, la respuesta no puede ser técnica, sino profundamente humana. No basta con regular algoritmos o promover “habilidades del siglo XXI”; hace falta recuperar, con urgencia, la vieja y siempre vigente vocación socrática: la de una inteligencia que no busca solo saber, sino comprender; que no repite, sino que interroga; que no se somete al flujo, sino que crea sentido en medio de él.

Porque mientras exista alguien que, en lugar de aceptar lo dado, se atreva a preguntar por qué, el pensamiento crítico seguirá vivo.

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