por Australolibrecus bahrelghazali

Desde 1901, el Premio Nobel de la Paz se ha ofrecido como una suerte de consagración moral universal. No solo distingue una obra concreta, sino que simboliza, con voz casi profética, qué significa “hacer el bien” en escala global. Pero, ¿qué tipo de bien premia realmente el Nobel? ¿Qué lógicas de poder se esconden detrás del gesto aparentemente neutral de premiar la paz?

Este artículo no buscará denunciar el premio como tal, sino someterlo a un escrutinio filosófico, histórico y ético. Es decir: examinar el Nobel no solo como evento, sino como dispositivo moral, político y simbólico.

El Nobel de la Paz nace de la voluntad de Alfred Nobel, químico y fabricante de armas, quien en su testamento de 1895 estipula que una de las categorías de su premio debía ir a quien “haya trabajado más o mejor en favor de la fraternidad entre las naciones, la abolición o reducción de los ejércitos existentes y la celebración y promoción de procesos de paz”.

Esta definición contiene ya un dilema clásico: ¿puede la paz ser premiada por una fortuna construida sobre la guerra? La paradoja fundacional del Nobel de la Paz se convierte así en un campo fértil para el pensamiento filosófico. Nos enfrentamos, desde el inicio, a lo que podríamos llamar una ética de la compensación: ¿es la paz un fin redentor que justifica el origen violento de los medios?

Siguiendo a pensadores como J. L. Austin o Judith Butler, podemos considerar que el Nobel de la Paz no es solo un reconocimiento: es un acto performativo. Al premiar a una persona o entidad, el Comité Noruego no solo informa; crea una realidad simbólica. Instala un discurso sobre quién encarna el ideal de paz y, por extensión, sobre qué tipo de paz es deseable.

En este sentido, el Nobel actúa como un agente legitimador del canon moral internacional. ¿Qué significa esto? Que al premiar a figuras como Barack Obama (2009) —quien, paradójicamente, intensificó operaciones militares en Medio Oriente mientras aceptaba el galardón—, se redefine el concepto mismo de paz. Se vuelve una paz negociada, tecnocrática, quizás incluso armada.

Otro eje a considerar es el carácter geopolítico del premio. A pesar de premiar a líderes de contextos muy diversos, el Nobel de la Paz conserva un sesgo ideológico claramente euroatlántico. No es que solo premie a occidentales, sino que tiende a validar proyectos de paz que encajan en los marcos éticos y políticos del liberalismo democrático.

Los silencios del Nobel: figuras ausentes en la historia del premio

Toda institución que otorga reconocimiento no solo consagra; también excluye. El Premio Nobel de la Paz, desde su inicio en 1901, ha forjado un canon moral global al elegir a quién alza como símbolo de reconciliación, diálogo y justicia. Sin embargo, ese canon no solo está hecho de nombres premiados, sino también —y tal vez sobre todo— de silencios. ¿Qué tipo de figura queda fuera de este sistema de validación internacional? ¿Qué cuerpos, luchas, ideas o cosmologías no califican como portadoras de “paz” dentro del horizonte conceptual del Comité Noruego? Estas preguntas, más que anecdóticas, son profundamente políticas. Porque toda exclusión es también una decisión discursiva: una forma de trazar la frontera de lo pensable y lo premiable. En esta segunda entrega de la serie, nos detendremos en algunas de las omisiones más notorias —y otras menos visibilizadas— del Nobel de la Paz, para pensar no tanto en quién ha ganado, sino en quién nunca pudo ganar, y por qué.

La omisión más célebre del Premio Nobel de la Paz es, sin duda, la de Mahatma Gandhi. Líder del movimiento independentista indio, figura central de la no violencia como estrategia política, símbolo viviente de resistencia ética frente al colonialismo: Gandhi fue nominado cinco veces al Nobel y jamás lo recibió. La paradoja es grotesca. La figura que encarna, en el imaginario global, la práctica radical de la paz, fue ignorada sistemáticamente por la institución que se autoproclama árbitro moral de esa misma virtud. ¿Cómo explicarlo? Algunos historiadores sugieren que el comité desconfiaba de su espiritualidad hinduista, de su enfrentamiento al Imperio británico —aliado de Noruega en la Segunda Guerra Mundial— o de su presunta parcialidad en los conflictos entre hindúes y musulmanes. Sea como fuere, el argumento más revelador es el silencio: el Nobel no se lo dio porque no podía reconocer esa forma de paz. Una paz profundamente anticolonial, ajena a los marcos diplomáticos occidentales, íntimamente entrelazada con una ética religiosa no cristiana, y en abierta confrontación con los intereses geopolíticos de Occidente. No premiar a Gandhi no fue una omisión casual, sino un síntoma estructural. El Nobel solo puede premiar la paz cuando esta se inscribe dentro de su gramática: liberal, occidental, diplomática, y sobre todo, compatible con el statu quo del poder global.

Otra omisión estructural —menos ruidosa, pero igual de profunda— es la de las mujeres y los pueblos originarios como sujetos de paz. Hasta el año 2025, menos del 20% de los Premios Nobel de la Paz han sido otorgados a mujeres, y solo una fracción minúscula ha ido a manos de activistas indígenas. La ecuación no es casual: el imaginario de la paz continúa siendo masculino, blanco y secular. Cuando se premia a mujeres, suele ser bajo el arquetipo de la heroína liberal-humanitaria, como Malala Yousafzai (2014) o Aung San Suu Kyi (1991), figuras que, aunque valientes y relevantes, son rápidamente cooptadas por narrativas occidentales de progreso. Las luchas indígenas por la defensa del territorio, por ejemplo, rara vez son consideradas actos de paz, aunque encarnen una resistencia no violenta frente a un sistema extractivista global que devora cuerpos, culturas y ecosistemas. ¿Por qué Rigoberta Menchú es la excepción y no la regla? ¿Por qué no han sido reconocidos los pueblos que luchan colectivamente, sin voceros individuales, por una cosmovisión del “buen vivir” que prioriza la armonía con la naturaleza sobre la lógica del desarrollo? El Nobel premia la paz como producto del individuo, no como práctica colectiva; como algo visible y diplomático, no como algo silencioso, territorial, o cosmológico. En ese sentido, la paz indígena no cabe en el molde del Nobel, porque desborda sus categorías.

El Nobel de la Paz ha premiado a presidentes, diplomáticos, ministros, e incluso organismos multilaterales. Es decir, actores con poder estatal o institucional, capaces de negociar tratados y firmar papeles. Pero, ¿qué ocurre con los movimientos sociales sin representación formal? ¿Dónde queda el activismo anónimo, la organización barrial, la resistencia territorial no estatal? Tomemos como ejemplo el Movimiento Zapatista de Liberación Nacional en México, que desde 1994 mantiene una forma de resistencia no violenta —en términos armados, pero pacífica en sus prácticas cotidianas— frente al Estado mexicano y al modelo neoliberal. El zapatismo no busca tomar el poder, sino autogobernarse en base a asambleas comunitarias, equidad de género y justicia restaurativa. Sin embargo, este modelo de paz insurgente, autónoma y anticapitalista no tiene cabida en el escenario Nobel, porque no habla el idioma del derecho internacional ni del reformismo institucional. La paz del Nobel no es la de los márgenes, sino la de las capitales; no es la de los pueblos organizados, sino la de los líderes visibles.

El Nobel de la Paz, al igual que todo sistema de premios, es también un sistema de exclusión. Y esas exclusiones son todo menos neutras. Definen qué vidas son premiables, qué formas de lucha son aceptables y qué discursos se consideran legítimos dentro del campo de lo moralmente superior. Las omisiones —como las de Gandhi, las mujeres indígenas, o los movimientos sin rostro— no son simples olvidos: son decisiones ideológicas. Revelan una visión profundamente acotada de la paz, donde solo ciertas formas de resistencia califican como válidas. Lo que no se premia, no es solo lo que no se ve: es lo que deliberadamente se deja fuera del campo de lo visible. En ese sentido, la paz del Nobel es una paz normada, vigilada y muchas veces domesticada.

Premiar para controlar: el Nobel como instrumento de poder blando

En la superficie, el Premio Nobel de la Paz se presenta como una iniciativa apolítica y moralmente superior, un reconocimiento puro al mérito humano en favor de la no violencia, el diálogo y la justicia internacional. Pero si nos detenemos a observar su historia y sus contextos, lo que emerge es algo mucho más complejo: una forma de poder blando en acción. El concepto, desarrollado por Joseph Nye, alude a la capacidad de una nación o institución de influir en otros no mediante la fuerza o la coerción, sino a través de la persuasión, la legitimación simbólica y la atracción cultural. Bajo esta lógica, el Nobel de la Paz no es solo un premio: es una operación de diplomacia simbólica, un instrumento sofisticado para moldear narrativas globales, construir consensos morales y legitimar ciertos modelos de poder mientras deslegitima otros. La paz, entonces, no es el fin, sino el lenguaje legitimador de una geopolítica mucho más estratégica.

Uno de los ejemplos más notables —y polémicos— del Nobel como poder blando fue la entrega del premio a Barack Obama en 2009, apenas meses después de haber asumido la presidencia de Estados Unidos. El comité justificó la decisión argumentando que Obama había “creado un nuevo clima internacional”, promoviendo el multilateralismo y la diplomacia. Sin embargo, el galardón fue otorgado antes de que existieran acciones concretas que lo respaldaran. Más aún, durante su mandato, el presidente expandió el uso de drones militares, autorizó intervenciones en Libia y Siria, y fortaleció estructuras de vigilancia global. ¿Cómo se explica esta contradicción? El Nobel, en este caso, no premió logros verificables, sino una narrativa: la promesa de un nuevo liderazgo estadounidense más amable, más “civilizado”, más afín a los valores del soft power europeo. Al premiar a Obama, el comité no estaba celebrando la paz, sino alentando una imagen idealizada del liderazgo liberal occidental, validando anticipadamente una política exterior aún no realizada. El Nobel operó como un dispositivo de legitimación internacional, una forma de reforzar el dominio cultural de Occidente a través del barniz moral del pacifismo.

Otra forma en que el Nobel de la Paz actúa como agente de poder blando es a través del reconocimiento de organismos multilaterales. La ONU y sus agencias han sido premiadas múltiples veces: UNICEF (1965), ACNUR (1954 y 1981), Naciones Unidas como conjunto (2001), el Programa Mundial de Alimentos (2020), entre otros. Si bien el trabajo de estos organismos es crucial en muchas zonas de conflicto, el premio tiende a consolidar la imagen de estas instituciones como garantes de la paz global, cuando en la práctica muchas veces se enfrentan a limitaciones estructurales, agendas impuestas por potencias hegemónicas, y operaciones que rozan lo simbólico más que lo transformador. ¿Es el Nobel una forma de fortalecer el prestigio de estas entidades en momentos de crisis de legitimidad? ¿Un modo de blindarlas contra el descrédito? En varios casos, parece que el galardón funciona como una vacuna simbólica contra la crítica, un modo de asegurar la continuidad del sistema internacional tal como está, bajo el signo de la paz, pero sin alterar sus fundamentos.

El Nobel de la Paz se ha usado, en no pocas ocasiones, como un gesto de presión simbólica o de alineamiento político. Premiar a ciertos líderes u organizaciones sirve para aislar a sus contrapartes o para enviar un mensaje a actores en conflicto. Cuando el comité noruego premió a Liu Xiaobo en 2010 —un activista por la democratización en China—, no lo hizo sólo como acto de solidaridad con un preso político, sino también como gesto explícito de confrontación ideológica con el régimen chino. El gobierno de Beijing respondió con furia, censurando toda mención del premio, clausurando espacios culturales, e incluso creando un “anti-Nobel” propio (el Confucius Peace Prize). En ese caso, el Nobel no actuó como un espacio neutral de mediación, sino como un campo de batalla moral, un arma simbólica utilizada en una guerra discursiva entre modelos de gobernanza. El Nobel puede, entonces, servir tanto para construir consensos como para dinamitar puentes. Su lenguaje es el de la paz, pero su efecto es a menudo el de la polarización.

Lo más inquietante del Nobel como poder blando es que funciona sin que muchos lo cuestionen. Está revestido de un aura ética, casi sacra, que lo vuelve incuestionable para la mayoría del público global. Es un premio que produce hegemonía moral, en el sentido más gramsciano del término: impone una visión del mundo, no por la fuerza, sino por la seducción. Premiar a un líder o una causa otorga visibilidad, prestigio y recursos; no premiar, invisibiliza. El Nobel define qué es paz, quién la representa y cómo debe ser encarnada. No hay premio neutral. En un mundo cruzado por asimetrías históricas, premiar es elegir un relato, una geografía, una epistemología. Y cada elección encierra una exclusión.

¿Paz para quién? Las condiciones coloniales del reconocimiento

Decir “paz” parece, a primera vista, una afirmación inocente. Pero toda definición de paz implica un orden. Y todo orden conlleva una jerarquía. Lo que hoy conocemos como Premio Nobel de la Paz opera dentro de un sistema internacional que no es neutral ni simétrico, sino históricamente marcado por relaciones coloniales, imperiales y extractivas. La pregunta que guía esta cuarta entrega es tan incómoda como necesaria: ¿quién define la paz y desde dónde se la define? Porque si la paz es un valor universal, ¿por qué tantas culturas, pueblos y luchas son sistemáticamente excluidas del reconocimiento global? El Premio Nobel de la Paz, al premiar ciertos tipos de pacificación y no otros, al elevar ciertas voces y silenciar muchas más, no solo consagra valores; reproduce un mapa del mundo. Uno donde el centro sigue hablando en nombre de todos, y la periferia sigue pidiendo permiso para existir.

Para entender la lógica colonial del Nobel, es clave observar su arquitectura institucional: el Comité Nobel de la Paz no está compuesto por filósofos morales, ni por representantes de las culturas del mundo, ni por organizaciones internacionales pluralistas. Está conformado por cinco miembros designados por el Parlamento noruego, todos provenientes de una nación blanca, europea, escasamente expuesta a conflictos armados contemporáneos. Esta composición es relevante no solo por lo que representa, sino por lo que ignora. El comité ha actuado históricamente como un árbitro moral global autoerigido, con la autoridad simbólica de decidir qué conflictos merecen atención, qué modelos de paz son válidos y qué cuerpos son dignos de reconocimiento. Es, en el fondo, una extensión de la narrativa civilizatoria del norte global, que asume que la paz —como la razón, la democracia o los derechos humanos— es una invención occidental que debe ser exportada o impuesta. Así, el Nobel no solo otorga premios: exporta modelos morales con firma europea, bajo el barniz de la objetividad.

Pero fuera del canon occidental, existen formas de entender la paz que no caben en el molde Nobel. En muchas culturas originarias de América Latina, África o Asia, la paz no es la ausencia de guerra, sino la presencia de equilibrio: con la tierra, con los otros, con los ciclos de la vida. Se trata de una paz ontológica, relacional, situada, que no separa lo humano de lo no humano ni impone la hegemonía del Estado como garante de orden. Sin embargo, estas cosmovisiones raramente son reconocidas como formas válidas de pacificación. ¿Por qué? Porque no se ajustan a los parámetros liberales de resolución de conflictos. Porque no producen tratados firmados, ni resultados diplomáticos cuantificables, ni líderes individuales carismáticos. En cambio, plantean prácticas colectivas, comunitarias, muchas veces silenciosas, que resisten sin entrar en la lógica del espectáculo político. La paz, para estos pueblos, es un proceso más que un evento. Es una forma de habitar el mundo, no un objetivo estratégico. Al ignorar estas formas de paz, el Nobel no solo excluye: coloniza la idea misma de qué significa vivir en paz.

Una de las confusiones más persistentes en los discursos internacionales sobre paz es la equiparación entre pacificación y justicia. Pero no son lo mismo. La paz sin justicia es simplemente orden. Y el orden, históricamente, ha servido para sostener estructuras de dominación. Cuando el Nobel premia procesos de “reconciliación” sin exigir verdad, reparación o redistribución de poder, lo que consagra no es la paz como justicia, sino la paz como pacificación: un silenciamiento pactado, un equilibrio frágil en el que los más poderosos siguen intactos y los más vulnerables son invitados a olvidar. Desde esta perspectiva, el Nobel puede operar como una forma de neutralización simbólica de luchas históricas. Al premiar ciertas figuras en procesos de transición, como ocurrió en Sudáfrica, Colombia o Timor Oriental, el comité muchas veces celebra el “fin del conflicto” sin problematizar quién paga el costo del perdón, quién redacta la narrativa del posconflicto y quién se queda con el poder. En contextos marcados por el colonialismo, la paz sin justicia puede ser una continuación de la violencia por otros medios.

Lo que esta crítica poscolonial sugiere no es que el Nobel de la Paz deba desaparecer. Tampoco que todo reconocimiento sea por definición ilegítimo. Lo que está en juego aquí es otra cosa: la necesidad de revisar desde qué lugar se otorgan estos reconocimientos, con qué criterios, con qué marco epistémico, con qué idea de humanidad. La paz no es un bien que pueda medirse con un solo metro. La humanidad no es homogénea. Existen múltiples formas de vivir, de luchar, de resistir, de sanar. Y si el Premio Nobel de la Paz quiere realmente encarnar un valor universal, deberá empezar por escuchar lo que su propia estructura niega: que no hay paz global posible sin justicia epistemológica, sin pluralismo ontológico, sin una redistribución radical del derecho a definir el mundo.

La industria del premio: celebridad, espectáculo y fetichismo moral

Pocos premios concentran tanta atención mediática y capital simbólico como el Nobel de la Paz. Transmitido en vivo por cadenas internacionales, acompañado por ceremonias solemnes, alfombras rojas y conciertos de gala, el acto de entrega ha adquirido la estética de un ritual global de consagración, donde lo moral se pone en escena, cuidadosamente coreografiado para el consumo planetario. Lo que originalmente era un reconocimiento humanista se ha transformado, con el paso del tiempo, en un evento de proyección cultural, en el que la paz no solo se celebra, sino que se vende. Este desplazamiento no es menor: revela una mutación estructural en el modo en que la virtud se representa públicamente. Ya no basta con actuar en favor de la paz; es necesario ser vistx actuando, preferentemente frente a las cámaras, en los foros internacionales, dentro de un relato compatible con la lógica del espectáculo moral. De esta manera, el Nobel de la Paz no solo selecciona a los “mejores” defensores de la no violencia, sino que fabrica héroes mediáticos, moldeados para una audiencia global ávida de símbolos positivos en medio del cinismo contemporáneo.

En este contexto, la paz se convierte en una marca, y el Nobel en su sello de autenticidad. Como cualquier marca global, necesita consistencia estética, una narrativa clara y una identidad aspiracional. El premiado se transforma entonces en un producto moral, que condensa en su figura la complejidad de conflictos históricos en una imagen digerible: la niña valiente, el presidente reformista, el mártir encarcelado, el organismo humanitario salvador. El discurso se simplifica, se estiliza, se adapta a los marcos del marketing emocional. Esta estetización de la paz no es inocente: permite que el premio circule con fluidez en las industrias culturales, desde el periodismo hasta el cine, desde los TED Talks hasta los rankings de «los más influyentes del año». El Nobel de la Paz se vuelve así una plataforma de legitimación global, donde la causa importa tanto como el carisma del premiado, su capacidad para habitar el imaginario globalizado, su potencial de convertirse en ícono. La política se subordina al relato. La complejidad se sacrifica en nombre de la identificación emocional. Y el conflicto se reduce a una fábula de redención, ideal para ser compartida, celebrada y consumida.

Este fenómeno responde a una lógica más profunda: la fetichización moral del premio. Como bien lo intuyó Walter Benjamin al hablar del «aura» de la obra de arte, el valor simbólico de ciertos objetos o gestos se intensifica cuando son extraídos de su contexto material y convertidos en entidades casi sacras. El Nobel de la Paz funciona bajo esta lógica: transforma la acción política concreta —compleja, contradictoria, situada— en un objeto abstracto de veneración. La figura premiada deja de pertenecer al campo de lo real para ingresar al panteón de lo ejemplar, donde ya no se evalúa su eficacia o coherencia, sino su utilidad como símbolo. Esta operación, sin embargo, tiene un costo: la pérdida de historicidad. En el proceso de canonización mediática, se borran las contradicciones, se aplanan las tensiones, se uniforma la subjetividad del premiado. Lo que queda es una imagen aurática, lista para circular como mercancía moral en una economía global que necesita ídolos éticos tanto como necesita commodities financieros. El Nobel, entonces, lejos de estar al margen del capitalismo simbólico, funciona como uno de sus engranajes más sofisticados.

Al convertir la paz en espectáculo, el Nobel corre el riesgo de neutralizarla. En lugar de problematizar el conflicto, lo estetiza. En lugar de promover una transformación estructural, ofrece un gesto simbólico de consuelo. Esto se ve con claridad en la manera en que ciertos conflictos complejos —como la ocupación de Palestina, el racismo estructural en Occidente, el extractivismo en América Latina o la migración forzada global— no entran en el relato Nobel salvo que puedan ser representados de manera estilizada, sin confrontar directamente a los responsables estructurales. El premio se convierte así en una forma de gestionar las disonancias morales del sistema: al premiar una parte, se exonera al todo. La paz deja de ser una práctica transformadora para convertirse en un producto cultural tranquilizador, que permite al espectador identificarse con el bien sin asumir ningún costo real. La justicia se disuelve en estética. La incomodidad se convierte en consuelo. El conflicto es transformado en relato inspirador.

La pregunta que sobrevuela esta entrega es: ¿qué queda de la paz cuando se convierte en marca global? ¿Puede un gesto tan profundamente político como la construcción de la paz sobrevivir a su transformación en objeto mediático, en ícono rentable, en evento globalizable? La respuesta, aunque parcial, apunta a una urgencia: recuperar la densidad política del conflicto. Desfetichizar la paz. Desacralizar el premio. Recordar que toda paz verdadera implica una redistribución del poder, una confrontación con la injusticia, una incomodidad estructural. La tarea, entonces, no es abolir el Nobel, sino resistir su conversión en espectáculo. Devolverle a la paz su carácter arduo, contradictorio, inconcluso. Sacarla del podio y devolverla a la calle, al territorio, a la disputa concreta. Solo así, tal vez, el premio dejará de ser una consagración mediática y podrá convertirse, alguna vez, en una herramienta real de transformación.

Paz sin revolución: el Nobel como síntoma del reformismo global

A primera vista, parecería que el Premio Nobel de la Paz celebra el cambio. Después de todo, muchos de sus laureados han sido personas u organizaciones que, desde contextos adversos, buscaron transformar sus sociedades, desafiar dictaduras, resistir la violencia o defender los derechos humanos. Pero si observamos con detenimiento, lo que el Nobel suele premiar no es el cambio radical, sino su versión moderada, pacificada, digestible. Es decir, el tipo de transformación que no pone en cuestión los fundamentos del sistema global, sino que intenta corregir sus excesos sin alterar su estructura. Una paz sin revolución. Una justicia sin conflicto. Una emancipación sin confrontación. Así, el Nobel se presenta no tanto como una consagración del cambio, sino como un dispositivo simbólico que marca los límites de lo que el mundo está dispuesto a aceptar como “progreso”. El premio no pregunta por qué el orden social produce violencia estructural, sino por cómo se pueden contener sus síntomas con diplomacia, reformas e intervenciones humanitarias.

A lo largo de más de un siglo, el Nobel de la Paz ha premiado a muchos líderes y movimientos importantes, pero casi nunca ha reconocido proyectos revolucionarios. ¿Dónde están los movimientos de liberación nacional que desafiaron al colonialismo por medios insurgentes? ¿Dónde las figuras que encarnaron rupturas radicales con el orden establecido, como Patrice Lumumba, Thomas Sankara o Salvador Allende? ¿Dónde los movimientos anticapitalistas, afrodescendientes, feministas radicales o indígenas que cuestionan el sistema desde su raíz? No están. Y no es casual. El Nobel no premia lo que desestabiliza el marco de legitimidad del mundo occidental, sino lo que lo reconfigura suavemente desde adentro. Premia al opositor que se vuelve conciliador. Al activista que entra en el juego institucional. Al insurgente que abandona la lucha armada y se convierte en negociador. El galardón actúa como una estrategia de domesticación simbólica, integrando figuras potencialmente disruptivas en el relato moral del orden internacional. De este modo, el Nobel premia la transición, no la subversión.

La lógica que subyace a esta exclusión es más profunda que una simple elección política. Se trata de una ontología moral del cambio: lo revolucionario aparece, en el marco del premio, como sinónimo de irracional, violento, incontrolable. La revolución no se ve como una respuesta legítima a una violencia previa, sino como una amenaza al orden. Y sin embargo, ¿cuántas revoluciones han sido necesarias para abolir la esclavitud, conquistar derechos civiles o liberar pueblos del yugo colonial? ¿Qué paz sería posible hoy si no fuera por las revueltas del pasado? Al excluir lo revolucionario de su horizonte, el Nobel no solo opera un gesto moral, sino también una reescritura de la historia: convierte a quienes desafiaron el sistema en sujetos indeseables, y a quienes lo corrigieron suavemente en héroes universales. En ese marco, los cuerpos que luchan con rabia son silenciados, mientras que los que aceptan las reglas del juego son celebrados. La rebeldía estructural queda desactivada, sustituida por el reformismo institucional. Es la paz del consenso, no la de la confrontación. Una paz que no incomoda al poder.

Esta lógica encuentra su expresión más clara en los procesos de “transición a la democracia”, donde el Nobel ha jugado un papel clave en la legitimación de salidas negociadas a regímenes autoritarios. Sudáfrica (1993), Irlanda del Norte (1998), Colombia (2016) son ejemplos paradigmáticos: acuerdos históricos, sin duda, pero en los que la paz fue sinónimo de pacto, de equilibrio entre fuerzas desiguales, de amnistía sin justicia plena. Se celebró la firma, no la reparación; el desarme, no la redistribución. En todos estos casos, el Nobel operó como certificador simbólico de la “madurez política” de las partes, otorgando visibilidad y prestigio al acuerdo alcanzado. Pero también ocultó las renuncias, concesiones y silencios necesarios para lograrlo. ¿Qué quedó fuera del marco de lo negociable? ¿Qué heridas no se cerraron, qué actores quedaron impunes, qué estructuras de desigualdad permanecieron intactas? El Nobel nunca hace esas preguntas. Se contenta con celebrar el momento de consenso, congelarlo en la memoria como símbolo de avance, y convertirlo en lección universal. Pero la historia no termina con la firma de un tratado. Muchas veces, ahí comienza una nueva forma de violencia silenciosa, legitimada por la retórica de la paz.

¿Podría el Nobel premiar, algún día, a un movimiento revolucionario? ¿Es posible imaginar que se reconozca una lucha que no se limite a corregir, sino que proponga otra forma de mundo? La respuesta no es solo política, sino epistemológica. Para que eso ocurra, el premio debería descentar su marco moral: abandonar la mirada eurocéntrica, liberal, gradualista que lo estructura; abrirse a otras formas de lucha, de temporalidad, de organización. Tendría que dejar de temerle al conflicto y entenderlo como condición de posibilidad del cambio real. Porque la paz no es lo contrario de la revolución; es su horizonte profundo. Toda revolución auténtica —es decir, aquella que busca transformar las raíces de la opresión— es también un acto de amor radical hacia la vida, hacia la dignidad, hacia lo común. Pero mientras el Nobel siga premiando solo lo que cabe en la gramática del orden, seguirá siendo un premio de la transición, no de la transformación. Un aplauso para lo que no desborda.

La paz armada: Nobel y la paradoja de la seguridad global

En el discurso contemporáneo, la palabra “paz” suele ir acompañada, casi automáticamente, del término “seguridad”. La paz como estado deseable, la seguridad como condición indispensable. Pero esta pareja conceptual, tan instalada en el lenguaje político y diplomático, encierra una contradicción de fondo: la seguridad global moderna se ha construido sobre el monopolio de la violencia, sobre la capacidad de los Estados —y de ciertas alianzas militares— de amenazar, intervenir, controlar, disuadir. La llamada “paz” que promueven muchas potencias globales no es la eliminación del conflicto, sino su contención estratégica mediante estructuras de poder armado. En este marco, el Premio Nobel de la Paz ha operado, en más de una ocasión, como legitimador de esta lógica: ha celebrado pactos geopolíticos sostenidos por disuasión nuclear, ha premiado organismos que operan dentro del paradigma securitario, e incluso ha reconocido actores estatales cuyas prácticas han implicado, en paralelo, operaciones bélicas. La paz se vuelve así una fachada moral de la hegemonía, un rostro amable del control.

Un caso paradigmático de esta tensión es el Nobel otorgado en 2009 a Barack Obama, justo cuando su administración comenzaba a renovar —no desmantelar— el complejo militar-industrial estadounidense. En su discurso de aceptación del premio, Obama articuló con frialdad la lógica que recorre la geopolítica moderna: “La paz requiere responsabilidad. Y en un mundo en el que los malos existen, la fuerza a veces es necesaria.” La paradoja no podía ser más evidente: se premiaba al comandante en jefe de la potencia con mayor gasto militar del planeta, un país con bases en más de setenta países y con un historial ininterrumpido de intervenciones armadas en nombre de la democracia. Pero más que un error, este gesto revela la ambivalencia estructural del Nobel: su necesidad de sostener la ficción de que es posible una paz dentro del sistema actual, que es posible una seguridad global basada en la amenaza, pero humanizada, controlada, civilizada. Lo que el premio no cuestiona nunca es la legitimidad de que unos pocos decidan, en nombre de la paz, quién puede ser violentado y quién protegido.

También es revelador observar cómo el Nobel ha privilegiado, en el campo del desarme, a organizaciones que encarnan el ideal de la paz como procedimiento, como regulación técnica. El Comité Internacional de la Cruz Roja, la Agencia Internacional de Energía Atómica, la Organización para la Prohibición de Armas Químicas, todas ellas premiadas, operan dentro de una lógica donde el mal —la guerra, las armas, el caos— es gestionado, monitoreado, cuantificado. Es el sueño moderno de una paz administrada. Pero en esa tecnificación del conflicto se pierde su dimensión política. Porque el problema de fondo no es solo la existencia de armas, sino el orden global que las produce, que las distribuye de manera desigual, que las legitima en ciertos contextos y las condena en otros. No existe paz posible en un mundo donde el desarme es selectivo, donde ciertos Estados mantienen arsenales nucleares con total impunidad mientras otros son sancionados, invadidos o desestabilizados por intentar lo mismo. Y sin embargo, el Nobel rara vez señala esa asimetría. Prefiere premiar los gestos de buena voluntad dentro de un orden injusto, en lugar de confrontar las raíces estructurales de la violencia armada.

Pero esta lógica no se limita al plano internacional. También opera hacia adentro de los Estados. En muchas regiones, especialmente del Sur Global, la retórica de la paz ha sido utilizada para justificar políticas de seguridad interna que refuerzan el autoritarismo, la vigilancia y la represión. El premio ha guardado silencio, por ejemplo, ante la expansión de sistemas de control social en nombre de la lucha contra el terrorismo, el narcotráfico o el extremismo. En nombre de la paz, se militarizan las ciudades, se criminaliza la protesta, se expande la tecnología de vigilancia masiva. Y sin embargo, el Nobel sigue sosteniendo un ideal de paz que no incluye la desmilitarización de la vida cotidiana, que no cuestiona la violencia simbólica de los Estados sobre sus propios ciudadanos. En este sentido, la paz que el Nobel representa es más cercana al orden que a la libertad, más útil al statu quo que a los movimientos populares.

Llegados a este punto, es preciso distinguir entre dos nociones de paz. Por un lado, la paz real, entendida como una forma de convivencia plural, desmilitarizada, con justicia social y equidad estructural. Por otro, la paz imperial, que es la forma en que los imperios históricos —y sus equivalentes contemporáneos— han justificado su dominio. La Pax Romana no fue la ausencia de guerra, sino la pacificación de los pueblos sometidos; lo mismo puede decirse de la Pax Americana. El Premio Nobel de la Paz, sin quererlo o tal vez sabiéndolo, ha oscilado históricamente entre estas dos visiones. En ocasiones ha premiado esfuerzos genuinos por terminar con conflictos, por dar voz a los pueblos oprimidos, por construir alternativas de convivencia. Pero otras veces ha sido cómplice involuntario —o útil— de la narrativa imperial de la paz: aquella que pone orden a costa de justicia, que domestica en lugar de liberar, que silencia en nombre de la estabilidad.

Premiar el dolor: el Nobel como dispositivo de redención global

El Premio Nobel de la Paz, en su versión más conmovedora, parece cumplir una función reparadora: reconoce el sufrimiento, honra la resistencia, dignifica a quienes han enfrentado la violencia con dignidad. Y, sin embargo, esa dimensión ética del premio no está libre de tensiones. Al otorgar visibilidad internacional a ciertas biografías marcadas por el dolor, el Nobel transforma ese sufrimiento en capital simbólico, en una moneda moral que circula, se celebra, se convierte en historia edificante. El problema no radica en el reconocimiento en sí, sino en su selectividad. ¿Qué formas de dolor son elegidas para ser vistas y premiadas? ¿Qué otras quedan sistemáticamente silenciadas o descartadas por no ser “representables”? Aquí se abre una crítica crucial: el Nobel funciona como un dispositivo global de redención que extrae historias individuales de contextos de violencia colectiva, las encapsula en relatos de superación, y las ofrece como prueba de que el mundo aún tiene esperanza. Pero esa operación simbólica, por más noble que parezca, tiene efectos políticos concretos: convierte el sufrimiento en mercancía emocional, y la paz en una forma de gestión estética del trauma.

Un fenómeno recurrente en la historia del Nobel de la Paz es la consagración de figuras que han sobrevivido a experiencias extremas de violencia: genocidios, conflictos armados, explotación sexual, represión estatal. En muchos casos, esas personas se han convertido en símbolos globales del coraje humano frente al horror. Figuras como Malala Yousafzai, Nadia Murad o Kailash Satyarthi, entre otros, representan lo que podríamos llamar la estética del sobreviviente virtuoso: alguien que, pese al daño recibido, no busca venganza, sino reconciliación; no exige justicia radical, sino educación, protección o sensibilización. Pero en esa elección hay una política del dolor: se premia al sobreviviente que encaja en el guion moral del pacifismo institucional, no al que denuncia estructuras de dominación más amplias. Se exalta el testimonio individual, pero se evita politizarlo demasiado. La figura del sobreviviente se convierte así en un fetiche moral global, una encarnación del sufrimiento inocente que permite a las audiencias identificarse emocionalmente, sin confrontar las causas sistémicas del horror. Es la versión neoliberal del martirio: funcional al espectáculo, vaciada de radicalidad.

El reverso de esta visibilidad es el gran archivo de sufrimientos invisibilizados por el Premio Nobel. ¿Dónde están los pueblos que llevan décadas resistiendo al colonialismo interno, al desplazamiento, al hambre inducida, al envenenamiento ambiental? ¿Dónde están las madres de hijos desaparecidos en dictaduras que aún gozan de impunidad? ¿Dónde las trabajadoras migrantes esclavizadas en las economías del norte? ¿Dónde los cuerpos trans asesinados en contextos de Estado ausente? Sus luchas no entran en el canon premiable porque su dolor no es fácilmente estetizable ni reducible a una narrativa de redención. Se trata de dolores estructurales, extendidos, sin rostro específico ni resolución individual. No hay una Malala para cada barrio periférico que muere lentamente por goteo. No hay una Nadia Murad para cada comunidad devastada por el extractivismo. Y eso es lo que el Nobel no puede —o no quiere— premiar: el sufrimiento que no puede convertirse en símbolo, porque es demasiado colectivo, demasiado oscuro, demasiado incómodo.

Al operar como consagrador del dolor visible, el Nobel de la Paz ofrece al mundo una posibilidad de redención simbólica: ver el sufrimiento, llorar con él, premiarlo… y seguir adelante. Es el gesto humanista que tranquiliza al espectador global. Pero ese mismo gesto corre el riesgo de convertirse en una coartada emocional del sistema, una manera de metabolizar el horror sin alterar sus causas. El dolor premiado no incomoda, no exige reorganizar el mundo, no convoca a la lucha colectiva. Es un dolor domesticado, transformado en ejemplo moral. El sufrimiento se vuelve así instrumental: una narrativa que sirve para demostrar que el sistema aún es capaz de reconocer la injusticia, pero sin tener que dejar de producirla. Así, el Nobel no solo premia la paz; también gestiona la culpa del mundo. Lo hace con ternura, con discursos conmovedores, con conciertos de gala. Pero no hay ternura que alcance cuando lo que está en juego es la reproducción global del sufrimiento.

La pregunta que se impone, entonces, es: ¿puede existir una forma de reconocimiento global del dolor sin convertirlo en espectáculo, sin neutralizar su potencia política? Tal vez la respuesta no esté en desechar por completo el acto de premiar, sino en desacralizar su formato, descentralizar su autoridad, descolonizar sus criterios. Tal vez se trate de imaginar otras formas de visibilización donde el dolor no se premie por su capacidad de conmover, sino por su capacidad de movilizar. Donde el sufrimiento no se extraiga de su contexto, sino que sirva como punto de partida para cuestionar las condiciones que lo hicieron posible. Donde el reconocimiento no sea un consuelo simbólico para el Norte Global, sino una invitación a una transformación material en el Sur. Solo así, tal vez, la paz podrá dejar de ser una excusa para la estabilidad, y comenzar a ser una praxis de justicia radical.

Los silencios del Nobel: ausencias, omisiones y borramientos históricos

En toda institución de reconocimiento, lo que se calla importa tanto como lo que se celebra. El Premio Nobel de la Paz, con su aura de autoridad moral, parece hablar en nombre de una ética global. Sin embargo, su historia está marcada por una serie de ausencias tan elocuentes como sus premiaciones. En ciertos casos, la omisión no es un error puntual, sino una operación sistemática de invisibilización. El Nobel, como todo dispositivo de legitimación, elige qué memorias entran al relato universal y cuáles quedan fuera. Y esas elecciones —explícitas o tácitas— no son neutrales. Son decisiones de poder: geopolíticas, epistémicas, ideológicas. Porque en cada caso en que no se premió una lucha por la paz real, por la justicia, por la dignidad de los pueblos, el Nobel optó por conservar su lugar en el centro del relato hegemónico. Calló cuando debía incomodar. Tardó cuando debía actuar. Premió demasiado tarde, como si el tiempo lavara las manos del juicio.

Uno de los casos más representativos de este silencio estratégico es el de Sudáfrica bajo el apartheid. Mientras el régimen racista oprimía a millones de personas, mientras el Congreso Nacional Africano era catalogado de “organización terrorista” por potencias occidentales, el Premio Nobel guardó silencio durante décadas. Recién en 1993 —cuando las negociaciones ya estaban avanzadas, cuando Nelson Mandela se había convertido en una figura aceptable para el discurso liberal global— el Comité Nobel decidió premiarlo, junto a Frederik de Klerk. Ese gesto de reconciliación fue celebrado como un triunfo moral. Pero el Nobel nunca reconoció a los miles de militantes asesinados, perseguidos, silenciados, ni a las organizaciones revolucionarias que sostuvieron la lucha cuando el mundo miraba para otro lado. En vez de asumir una posición clara frente al racismo estructural y el colonialismo interno, esperó a que el conflicto se resolviera dentro del marco institucional para intervenir con la palmadita del premio.

Si hay un caso que sintetiza la impotencia —o la hipocresía— del Nobel, es el de Palestina. Aunque se ha premiado a figuras vinculadas a procesos de negociación —como Yasser Arafat, Yitzhak Rabin y Shimon Peres en 1994—, el premio nunca ha reconocido al pueblo palestino como sujeto histórico de resistencia. Y aún más: ha evitado pronunciarse frente a décadas de ocupación, desplazamiento, apartheid territorial y violencia estructural. La lógica es clara: el Nobel premia el intento de diálogo, no la legitimidad de la resistencia. Se otorga en nombre de la estabilidad, no de la justicia. Así, ignora los crímenes sistemáticos, los muros, las colonias ilegales, los asesinatos sin juicio. El silencio del Nobel frente a Palestina no es omisión pasiva, sino una forma activa de complicidad diplomática. Un premio que calla ante la opresión sostenida no es neutral: es parte del problema.

Tampoco es menor el silencio histórico del Nobel frente a las múltiples resistencias latinoamericanas. Ni los movimientos campesinos e indígenas que enfrentan el extractivismo y el desplazamiento forzado, ni las madres de los desaparecidos en dictaduras apoyadas por potencias occidentales, ni los pueblos que han resistido la deuda externa como forma de colonización financiera han recibido el reconocimiento del Comité Nobel. Algunas figuras individuales sí fueron premiadas —como Rigoberta Menchú en 1992, en un gesto que llegó más como símbolo multicultural que como posicionamiento político contundente—, pero en general, el Nobel ha esquivado las luchas estructurales contra el neocolonialismo y el imperialismo económico. Es decir, ha reconocido “víctimas emblemáticas” pero no “pueblos rebeldes”. Ha preferido la compasión al compromiso. Y ha dejado fuera a cientos de procesos de paz comunitaria, justicia territorial, y memoria insurgente que hoy, más que nunca, son claves para repensar la paz.

Una de las estrategias del poder es negar visibilidad a lo que no puede domesticar. Y el Nobel, como institución occidental de consagración moral, no ha premiado nunca a movimientos o figuras que hayan planteado la abolición radical del orden vigente. Nunca ha premiado al zapatismo, al movimiento kurdo, a las redes de autodefensa afrodescendiente, ni a movimientos sociales que han puesto en cuestión la propiedad, la soberanía, el patriarcado o la lógica del capital. Esos actores no caben en el molde Nobel. No porque no luchen por la paz, sino porque su paz no es funcional al relato dominante. No buscan la reconciliación vacía, sino la refundación de lo común. Y esa radicalidad es incómoda para un premio que necesita mantener su autoridad dentro del sistema. Por eso, el Nobel no escucha a quienes no pueden ser convertidos en símbolo amable. Prefiere callar antes que abrirse al conflicto real.

Con cada silencio, el Nobel no solo omite: reescribe la historia. Ofrece una versión higienizada del siglo XX y XXI, donde los buenos ganan sin violencia, donde los conflictos terminan en acuerdos justos, donde el mundo se encamina gradualmente hacia una paz razonable. Pero esa narrativa es falsa. Y al consolidarse como versión oficial, impone una pedagogía global del olvido. Enseña que solo ciertas formas de lucha son legítimas. Que solo ciertos sufrimientos merecen reconocimiento. Que la paz solo es valiosa si no incomoda. Y en ese gesto, el Nobel traiciona su propia promesa: la de ser una brújula ética para la humanidad. No hay brújula que oriente si su norte es el silencio.

¿Un Nobel sin paz?: hacia una crítica radical del reconocimiento

Después de diez partes, queda claro que el Premio Nobel de la Paz no puede leerse solo como un galardón aislado o una buena intención internacional. Se trata, más bien, de un aparato ideológico global que configura qué entendemos por “paz”, quién puede representarla y cuáles son sus límites morales. A lo largo de su historia, el Nobel ha construido una gramática de la paz profundamente funcional al orden existente: pacifismo institucional, reconciliación liberal, diplomacia de élites, humanismo selectivo. Ha consagrado individuos por encima de colectividades, ha celebrado procesos moderados por encima de rupturas transformadoras, y ha privilegiado relatos compatibles con la gobernabilidad global. Así, ha reducido la paz a una forma de administración del mundo, y no a su reinvención. Una paz sin mundo, en el sentido de que niega la posibilidad de mundos otros: plurales, conflictivos, insurgentes, comunitarios.

Pero esta crítica radical no busca simplemente “cancelar” al Nobel. Esa sería una reacción simétrica a su lógica: sustituir una autoridad por otra, sin romper el marco. Al contrario, lo que aquí se propone es desmontar sus presupuestos, para liberar la imaginación política. No se trata de negar todo reconocimiento, sino de cuestionar quién reconoce a quién, desde dónde, con qué derecho, y para qué fines. Si el Nobel quiere seguir existiendo, debería ser capaz de escucharse a sí mismo desde sus márgenes. De renunciar a su centralidad moral. De aceptar que no hay paz verdadera sin justicia estructural, y que no hay justicia sin conflicto. ¿Es eso posible? Difícilmente, mientras permanezca atado a la lógica institucional que lo sostiene: al Comité noruego, al aura humanista del Norte Global, a la diplomacia de las Naciones. Pero esa limitación también abre un campo de oportunidad: el de pensar otros modos de reconocimiento que no necesiten premios, sino vínculos.

Imaginemos, por un instante, un dispositivo de reconocimiento que no premie la virtud individual sino la potencia colectiva; que no celebre la reconciliación sin justicia, sino la organización desde abajo; que no oculte el conflicto, sino que lo asuma como motor de la historia. Un reconocimiento sin gala, sin laureles, sin cámaras: solo la validación mutua entre comunidades en lucha. Podríamos llamarlo anti-Nobel, contra-Nobel, o simplemente, memoria viva. Un archivo ético de las resistencias que no caben en el relato hegemónico, pero que construyen paz real en territorios heridos. Un mapa no de celebridades, sino de procesos. No de finales felices, sino de aperturas radicales. Porque, si algo ha dejado claro este siglo, es que la paz no llegará desde arriba, sino desde los escombros del mundo que la niega.

La serie que cierra aquí lleva por título «Nobel: Paz y Paradoja» porque el premio es, en sí mismo, una paradoja encarnada. Nació del deseo de redención de un fabricante de dinamita. Se erige como emblema de la paz, pero actúa dentro de un orden violento. Premia a quienes denuncian el poder, pero nunca a quienes lo desmantelan. Y sin embargo, esa paradoja no es solo un síntoma de cinismo. Es también un signo del límite epocal en que nos encontramos: el límite de las formas tradicionales de moral, de autoridad, de consenso. Nombrarla, exponerla, no es condenarse al escepticismo, sino abrir el campo de lo posible. Dejar de esperar que los premios del mundo reconozcan la verdad, y empezar a construir formas de verdad que no necesiten premios.

Para concluir, el Nobel de la Paz no es más que un reflejo de las tensiones que atraviesan nuestro tiempo. Su ambigüedad revela la incapacidad del orden global para imaginar una paz que no sea punitiva, imperial, reformista o caritativa. Pero esa misma limitación puede leerse como una convocatoria a pensar más allá. A recuperar la paz como categoría política viva: no como ausencia de conflicto, sino como presencia de dignidad. No como utopía de consenso, sino como horizonte de justicia encarnada. La paz no se premia. La paz se construye. Se arriesga. Se sostiene. Se defiende. Y tal vez, algún día, se reconozca sin necesidad de oropeles. No desde Oslo, sino desde la tierra, desde los cuerpos, desde la historia que aún no ha sido escrita.

[000] Archivo

Posted in ,

Deja un comentario