por Australolibrecus anamensis

I. El fuego como trauma compartido
Pocas imágenes despiertan con tanta fuerza una sensación de catástrofe como la de un bosque en llamas, una ciudad devorada por el fuego, o un horizonte sepultado por columnas de humo. En el corazón del incendio, más allá de la combustión química y del desastre ecológico, arde también una dimensión simbólica que se adhiere con persistencia a la conciencia colectiva. El incendio no solo destruye: revela, desnuda, impone una pausa en el curso habitual del tiempo. El trauma colectivo que genera tiene una cualidad específica, distinta al de otras catástrofes. No es un golpe seco, sino una lenta asfixia. No es solo pérdida material, sino el espectáculo prolongado de la desintegración. En ese espectáculo, se inscribe una memoria difícil de purgar, como el hollín que cubre las paredes de lo que alguna vez fue hogar.
A lo largo de la historia, los grandes incendios han dejado huellas imborrables en la psique colectiva. Pensemos en el incendio de Roma en el 64 d.C., cuya imagen persiste no por sus causas reales —que aún se debaten— sino por la narrativa cultural que emergió: Nerón tocando la lira mientras la ciudad ardía. El fuego no fue solo una tragedia urbana, sino una metáfora de decadencia y de negligencia imperial. Más cerca en el tiempo, los incendios forestales de la Amazonía o de Australia, los que cada verano devoran el Mediterráneo o los que asolan California, ya no nos llegan como simples noticias; aparecen como advertencias existenciales, como grietas en el relato del progreso, como síntomas visibles de una ruptura más profunda entre humanidad y entorno.
El fuego, en este sentido, opera tanto en el plano físico como en el mental. Desata una regresión arquetípica que conecta con miedos primarios: perder el refugio, el alimento, el sentido de pertenencia. Cuando comunidades enteras son evacuadas, cuando el humo convierte el mediodía en crepúsculo y el cielo se torna naranja, lo que se erosiona no es solo el paisaje, sino la idea misma de continuidad. La gente sobrevive, sí, pero ya no vive en el mismo mundo. Las estructuras mentales que sostenían la cotidianidad se tambalean, y con ellas la ilusión de estabilidad que la modernidad había prometido. El incendio, en su dimensión más profunda, es una forma de disolución del sentido.
No es casual que en muchos relatos mitológicos el fuego tenga una doble condición: es el regalo de Prometeo y la ira de los dioses; es la chispa del conocimiento y el castigo divino. Esta ambigüedad persiste en la imaginación contemporánea. El fuego fascina, como espectáculo de transformación radical, pero también aterra, como fuerza sin rostro que no puede ser razonada ni contenida. La psique colectiva, ante el fuego, reacciona de formas que aún no terminamos de comprender: ansiedad ecológica, negación colectiva, fascinación morbosa. Los incendios no son simplemente fenómenos naturales exacerbados por el cambio climático; son también eventos psíquicos, filosóficos y culturales de una magnitud que exige una lectura más compleja.
II. La llama como relato: la presencia del incendio en la literatura
Desde sus albores, la literatura ha sido un lugar donde el fuego no solo destruye, sino que revela. En sus formas más arquetípicas, el incendio aparece como un catalizador de cambio, como el gran corrector del orden, o incluso como una expresión de lo sagrado. A menudo, su representación literaria excede lo físico: se convierte en símbolo del colapso moral, del deseo incontrolado, del fin de una época. En la literatura clásica y moderna, el incendio se presenta una y otra vez como una frontera: aquello que, una vez cruzado, transforma irremediablemente al individuo o a la comunidad.
Uno de los ejemplos más icónicos en la literatura occidental lo hallamos en la Eneida de Virgilio, donde el incendio de Troya no es sólo el telón de fondo de la huida de Eneas, sino el momento inaugural de una narrativa civilizatoria. La ciudad en llamas es el punto cero del exilio, de la fundación, del mito. Virgilio no describe el fuego simplemente como destrucción, sino como una luz oscura que guía al héroe hacia su destino. En este contexto, el fuego tiene una cualidad doble: es ruina, sí, pero también revelación. Troya debía arder para que Roma pudiera nacer. El incendio es, en este sentido, el momento en que el pasado se convierte en humo y el futuro, aún incierto, se insinúa entre las brasas.
Esta dualidad aparece también en Fahrenheit 451 de Ray Bradbury, donde el fuego adopta una función ambivalente. Al comienzo, es un instrumento de represión —una pira moderna para los libros, las ideas, la memoria— pero hacia el final del relato, se convierte en símbolo de resistencia. El fuego deja de ser una fuerza totalitaria y pasa a ser un calor humano, un fuego de campamento en torno al cual los exiliados del pensamiento preservan los fragmentos de cultura que les quedan. Bradbury, escribiendo en plena Guerra Fría, entendía bien que el incendio también podía ser cultural: una combustión de ideas, una forma de amnesia socialmente inducida.
En la literatura latinoamericana, los incendios aparecen con frecuencia como metáforas del desgarramiento histórico. En Pedro Páramo, de Juan Rulfo, el fuego no está en el centro de la narración, pero su presencia es constante, latente, como el calor residual de una catástrofe pasada. El pueblo de Comala es un territorio calcinado por la historia, por las pasiones desbordadas, por una revolución que nunca se resolvió del todo. En El incendio de la mina El Bordo de Yuri Herrera —más reciente y documental en su estilo— el fuego se convierte en testimonio de la desmemoria oficial, del cuerpo explotado, de la tragedia silenciada. En ambos casos, el incendio no es simplemente una llama que se apaga, sino una marca indeleble en la conciencia colectiva.
La literatura infantil y juvenil también ha jugado un papel relevante en la construcción simbólica del incendio. En El león, la bruja y el ropero de C. S. Lewis, o en Harry Potter y la Orden del Fénix, el fuego aparece como un umbral hacia lo sagrado o lo transformador. En estos relatos, las llamas son temibles, sí, pero también mágicas: el fénix renace del fuego, y las batallas se libran entre columnas de humo. Aquí el incendio deja de ser únicamente castigo para volverse también promesa de redención. Esta ambivalencia muestra hasta qué punto el fuego sigue siendo un arquetipo literario: no se le puede reducir a un solo significado, porque siempre opera en múltiples planos a la vez.
Y sin embargo, lo que más resuena en muchas de estas obras no es la espectacularidad de las llamas, sino el silencio posterior. La ceniza, el olor a quemado, la imagen persistente del humo. Como señala W. G. Sebald en Austerlitz, a propósito del incendio de Dresde: lo que verdaderamente hiere no es la destrucción en sí, sino la forma en que el fuego reorganiza la memoria. Después del incendio, los relatos nunca vuelven a ser los mismos. La narrativa se vuelve discontinua, fragmentaria, como si intentara rehacerse entre escombros. En este sentido, la literatura no solo representa incendios: los metaboliza, los transforma en forma, los vuelve legibles. Pero siempre queda algo ilegible, algo oscuro, como un rincón chamuscado que ni siquiera el lenguaje puede restaurar del todo.
III. Pensar el fuego: filosofía de lo incinerado
Desde los albores del pensamiento occidental, el fuego ha sido algo más que un fenómeno físico: ha sido un principio. Heráclito, el oscuro de Éfeso, lo sitúa en el corazón mismo de su cosmología: “Este cosmos, el mismo para todos, no fue creado por ningún dios ni por ningún hombre, sino que siempre fue, es y será fuego eternamente viviente, que se enciende y se apaga según medida.” No es sólo que todo cambia —panta rhei—, sino que el cambio mismo está fundado en la combustión, en el desgaste constante, en la danza perpetua del devenir incendiario. Para Heráclito, el fuego no es destrucción caótica, sino ley profunda del universo: todo arde con un sentido.
Y sin embargo, esa idea primigenia de orden a través del fuego no tarda en bifurcarse. En la modernidad, el fuego adquiere un aura más ambigua, más amenazante. Pensemos en Blaise Pascal, cuya mística del fuego no se dirige al mundo físico sino a la experiencia interior: en su famoso Mémorial, escondido entre las costuras de su abrigo, escribe: “FUEGO. Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob, no de los filósofos y de los sabios…” Aquí el incendio ya no es cosmología sino revelación íntima, experiencia límite, ruptura con la razón. No se trata del fuego que arde en el mundo, sino del que incendia el alma, en un acceso de fe irracional que quema todas las estructuras del pensamiento cartesiano. Es un fuego que no destruye materia, sino certezas.
Más radical aún es Georges Bataille, quien en La parte maldita y El erotismo piensa el fuego como una expresión del gasto excesivo, del derroche sacrificial. Para él, el incendio es parte del orden general de la pérdida: lo que no puede ser contenido, lo que no puede ser calculado, lo que excede todo sistema de productividad. El fuego es la orgía final de lo real. En el sacrificio —ya sea ritual o militar, humano o natural— hay un momento en que lo útil se disuelve y lo absoluto irrumpe. El incendio, entonces, es una manera de quebrar la lógica económica del mundo. No es un accidente, sino un destino: lo que ocurre cuando lo humano toca su límite. Así lo muestra también el bombardeo de Hiroshima, o el napalm en Vietnam: incendios como revelaciones extremas del absurdo, como formas de negación radical del sentido.
Hay algo profundamente metafísico en todo gran incendio. Es como si la materia misma se negara a permanecer organizada, como si el mundo dijera: hasta aquí. Cuando una biblioteca arde —como en el caso de la Biblioteca de Alejandría o el incendio de la Universidad de Sarajevo— lo que se pierde no es solo papel, sino memoria. Cada incendio filosófico es también un incendio epistemológico. Lo que se volatiliza no son solo objetos, sino vínculos, narrativas, genealogías de sentido. Por eso, el fuego —a diferencia de otros elementos— es el más difícil de domesticar simbólicamente: su misma naturaleza implica la pérdida de control. Mientras el agua lava y purifica, el fuego cancela. Lo vuelve todo irrepetible.
Incluso Martin Heidegger, en su lectura del Geviert (cuaternidad), asoma una reflexión indirecta sobre el fuego: al pensar la “llama del ser” como un aparecer que brilla y se oculta, introduce la dimensión de lo incandescente en la estructura del habitar. El fuego está allí no como amenaza, sino como signo de lo que viene y se retira, de lo que alumbra y desaparece. Una especie de fulgor originario que permite al ser mostrarse, aunque solo por un instante. Pero es en sus discípulos —como en Jean-Luc Nancy o en Derrida— donde el incendio se vuelve imagen del desmantelamiento: de la deconstrucción, de lo que se consume en su intento de mostrarse.
La filosofía nos muestra que el incendio no solo pertenece a la catástrofe material, sino también al drama ontológico. El fuego pone en crisis la estructura misma del mundo, obliga al pensamiento a repensarse. De Heráclito a Bataille, pasando por Pascal, lo incendiario no es un accidente: es una forma de lo real. Nos recuerda que todo lo que existe, existe bajo la amenaza de arder. Y que lo verdaderamente radical, lo que ninguna cultura puede evitar, es esa chispa que convierte el ser en ceniza y el orden en humo.
IV. Piras del presente: el incendio como síntoma civilizatorio
El fuego, en nuestra era, ya no se limita al mito ni a la alegoría; se ha vuelto literalmente parte del paisaje. Cada verano, más bosques arden, más pueblos se ven tragados por las llamas, más cielos se tiñen de rojo. Pero lo que impresiona no es solo la escala física del desastre, sino su creciente banalización. El incendio ha dejado de ser un evento excepcional para convertirse en una rutina del colapso. Esta normalización de lo intolerable —como diría Susan Sontag— apunta a un agotamiento simbólico, una especie de cansancio del relato moderno. Lo que arde ya no es solo el bosque: es la promesa misma de futuro.
En el pensamiento político y ensayístico contemporáneo, el fuego ha dejado de ser un elemento marginal y ha pasado a ocupar un lugar central en las reflexiones sobre el Antropoceno, el colapso ecológico y la inestabilidad social. En La hipótesis del colapso, Pablo Servigne y Raphaël Stevens advierten que los incendios masivos no son únicamente desastres naturales intensificados por el cambio climático, sino síntomas de un sistema que ha traspasado los umbrales de resiliencia. En su lectura, el incendio es una manifestación visible del desbordamiento sistémico: una forma en que la Tierra reacciona a siglos de extracción, acumulación y negación.
Por otro lado, el filósofo Bruno Latour ha propuesto pensar el fuego —en particular los incendios en la Amazonía— como un acto político. En Dónde aterrizar y otros textos, Latour argumenta que estos eventos ya no pueden ser entendidos como fenómenos “naturales” en el sentido tradicional. El incendio es más bien el rostro ardiente del conflicto geopolítico global, donde lo ecológico, lo económico y lo identitario se entrecruzan violentamente. Quemar un bosque hoy es también quemar un derecho, un territorio, una forma de vida. No se trata solo de carbono en la atmósfera, sino de cuerpos desplazados, culturas exterminadas, presentes saqueados.
En este contexto, los incendios contemporáneos operan como reveladores de la arquitectura fallida del mundo. No es casual que figuras como Naomi Klein hayan incorporado el lenguaje del fuego en sus análisis del capitalismo de desastre. En Esto lo cambia todo, y más aún en En llamas, el incendio aparece como una consecuencia directa de la lógica extractivista y de la indiferencia institucional. El fuego se convierte así en metáfora y en realidad del neoliberalismo terminal: una economía que, incapaz de reconfigurarse, continúa alimentándose de combustibles fósiles, incluso cuando el planeta ya arde.
En América Latina, el ensayo también ha asumido esta carga incendiaria. Maristella Svampa, en El colapso ecológico ya llegó, nos recuerda que el fuego que arrasa los territorios del sur global no es solo meteorológico: es colonial. La expansión de la frontera agropecuaria, los incendios provocados para despejar tierras y el silencio cómplice de los gobiernos son parte de un sistema neocolonial que impone su dominio a través de la devastación. Lo incendiado, aquí, es la posibilidad de soberanía, de autodeterminación, de futuro para los pueblos originarios y campesinos.
Y sin embargo, no todo en el pensamiento contemporáneo sobre el fuego es apocalíptico. Algunos ensayistas y activistas han comenzado a pensar el incendio como oportunidad de reconstrucción desde otras lógicas. El filósofo indígena Ailton Krenak, en Ideias para adiar o fim do mundo, habla de la necesidad de “dejar de domesticar el planeta”. En sus palabras, los incendios no son únicamente tragedias, sino llamadas de atención, signos de una Tierra que exige nuevos pactos. La quema puede ser también una purificación simbólica, un retorno a lo sagrado de la Tierra, siempre y cuando no sea manipulada por la avidez económica sino atendida desde el cuidado y el respeto.
El fuego en el pensamiento político contemporáneo funciona como una lente de aumento: revela lo que estaba oculto, intensifica las contradicciones, impone una urgencia. Y lo más inquietante es que, a diferencia de otros símbolos, el incendio no permite postergar. Una vez encendido, exige atención inmediata. En esa inmediatez —en esa fragilidad de lo que puede perderse en horas— se cifra el desafío de nuestro tiempo: repensar desde las cenizas un nuevo modo de habitar, antes de que lo irreparable se vuelva costumbre.
V. Lo que queda tras el humo: psicología colectiva y trauma incendiario
La imagen de una comunidad desplazada por el fuego —rostros cubiertos por ceniza, animales calcinados, casas convertidas en esqueletos humeantes— ha dejado de ser excepcional para convertirse en un paisaje global del siglo XXI. Cada nuevo incendio masivo en Grecia, en Chile, en Canadá o en el Amazonas deja una marca profunda, no solo en el suelo, sino en la psique de quienes lo vivieron, lo observaron o incluso lo imaginaron a través de pantallas. El fuego, cuando alcanza la vida cotidiana, no se apaga fácilmente: persiste como trauma, como ansiedad, como una forma de duelo sin cuerpo.
Desde la psicología del desastre y la antropología del trauma, los incendios presentan una particularidad: no solo destruyen lo material, sino que interrumpen los ritmos vitales de una comunidad. No ocurre solo una pérdida de objetos o espacios, sino una desarticulación simbólica: el hogar deja de ser refugio, la naturaleza ya no es aliada, el tiempo cotidiano se detiene y da paso a una especie de presente absoluto, saturado de incertidumbre. Como señalan estudios sobre ecoansiedad, el incendio —a diferencia de otras catástrofes— instala en el sujeto la sensación de un mundo que ya no puede protegerlo. El aire, el calor, la tierra misma se convierten en amenazas.
Las personas afectadas por incendios no solo experimentan tristeza o miedo: muchas veces sufren lo que Cathy Caruth llamó “trauma no asimilado”, un tipo de experiencia que rebasa la capacidad narrativa del sujeto. No se puede contar lo que se vivió porque lo vivido desborda el lenguaje. En muchas entrevistas posteriores a grandes incendios —como el de Paradise, California (2018), o el de Valparaíso (2014)— las víctimas describen sensaciones de irrealidad: “como en una película”, “como si el cielo se hubiera roto”. Estas descripciones, más que metáforas, son intentos de capturar un colapso en la estructura misma de lo real.
En este sentido, el incendio deja algo más que destrucción: deja una comunidad fracturada, un tejido social quemado por dentro. Las formas de duelo colectivo se vuelven complejas, especialmente cuando las causas del fuego —como ocurre cada vez más— son humanas: negligencia, políticas extractivas, intereses económicos. El duelo entonces no es solo por lo perdido, sino por la confianza en un sistema que debía proteger. A diferencia de terremotos o tsunamis, los incendios suelen ser evitables, y esa evitabilidad frustrada introduce un elemento ético en el trauma. No solo se llora lo que se perdió: se acusa, aunque sea en silencio, lo que pudo haberse evitado.
La antropología ha mostrado cómo en muchas culturas originarias el fuego tiene un papel ceremonial y de regeneración. En contextos modernos, sin embargo, el fuego escapa de esa lógica cíclica y se vuelve expresión de ruptura. Y sin embargo, incluso en los paisajes arrasados, surgen nuevas formas de vínculo. Muchas comunidades encuentran, en medio del humo, nuevas formas de solidaridad. Los centros de acopio, los refugios espontáneos, los rituales para despedir lo perdido: todo eso forma parte de una reconfiguración simbólica que intenta reconstituir sentido donde solo quedan cenizas. El fuego, aunque traumático, también puede producir comunidad. Una comunidad del después, marcada por la herida, pero también por la memoria compartida.
Es en ese punto donde la memoria se convierte en un campo de disputa. ¿Cómo se narra el incendio? ¿Quién lo recuerda? ¿Quién decide si fue un accidente o una negligencia criminal? ¿Qué nombres aparecen en las placas conmemorativas, y cuáles se esfuman en el humo del olvido? El trauma colectivo se juega, muchas veces, en esas pequeñas batallas por el relato. Porque lo que no se narra, no se sana. Y lo que no se recuerda, está condenado a repetirse.
Por eso, hablar de incendios no es solo hablar de fuego. Es hablar de tiempo, de identidad, de comunidad. De lo que fuimos antes del humo, y de lo que —con suerte, con coraje, con palabras— podremos volver a ser después de él.
VI. La llama como umbral: lo sagrado y lo liminal en el fuego
Antes de ser amenaza, el fuego fue misterio. Mucho antes de que se convirtiera en una catástrofe climática o en una metáfora del colapso, las culturas originarias de todos los continentes reconocieron en él una presencia sagrada. El fuego no era un enemigo que debía contenerse, sino un umbral que se debía honrar. Un vínculo entre mundos: lo visible y lo invisible, lo humano y lo divino, lo que se enciende y lo que se disuelve. Es esta dimensión —la del fuego como portal espiritual— la que hoy parece más olvidada, pero quizás también la más urgente de recuperar, no para mitificar el desastre, sino para comprender de qué forma la relación con el fuego revela una cierta verdad antropológica: el fuego no solo destruye, también transforma.
En las tradiciones chamánicas de América, Asia Central o Siberia, el fuego es visto como el “animal de la purificación”. En las ceremonias, es alrededor de una fogata que se invoca a los espíritus, se curan enfermedades del alma o se establece contacto con otras dimensiones. El fuego tiene una voz, una presencia, una dirección. No es un objeto, es un sujeto. El humo que asciende lleva las palabras al cielo; las brasas que crepitan responden con señales. En el mundo andino, por ejemplo, el fuego ceremonial (k’intu) forma parte de los rituales de reciprocidad con la Pachamama. Quemar no es eliminar, sino ofrendar. Es una manera de decir: “lo que doy a la llama no desaparece, se transmuta”.
Las culturas indoeuropeas también situaron al fuego en el centro de sus cosmologías. En la tradición védica, Agni —el dios del fuego— era mediador entre los hombres y los dioses, el portador de las ofrendas en los sacrificios. Su fuego era invocado en los nacimientos, en los matrimonios, en los funerales. En el Rig Veda, se dice: “Agni, tú que conoces todos los caminos, llévanos a la inmortalidad.” No hay tránsito humano importante que no pase, simbólicamente, por el fuego. Lo mismo sucede en el zoroastrismo, donde el fuego representa la sabiduría divina y la pureza del cosmos. Los templos del fuego eran lugares donde lo eterno ardía con forma visible. La llama, cuidadosamente mantenida, era símbolo de orden cósmico.
En Occidente, aunque el cristianismo despojó al fuego de sus funciones rituales directas, no logró despojarlo de su carga simbólica. La imagen del infierno como espacio de fuego eterno es una inversión oscura de su carácter sagrado: lo que purifica en una tradición, castiga en otra. Y sin embargo, incluso dentro del cristianismo, el fuego mantiene su ambivalencia. En Pentecostés, el Espíritu Santo desciende en forma de lenguas de fuego; en la Noche de Pascua, el fuego nuevo simboliza el triunfo sobre la muerte. Las hogueras de San Juan —herederas de ritos paganos— aún celebran el solsticio con fuego, con saltos, con quemas simbólicas de lo viejo. El fuego aquí no quema para destruir, sino para cerrar ciclos. Saltar el fuego es, en este sentido, un acto de renovación.
Las culturas africanas, por su parte, han concebido el fuego como elemento protector y generador de cohesión social. Las danzas tribales alrededor del fuego cumplen funciones no solo religiosas, sino pedagógicas y comunitarias: allí se transmiten los mitos, las historias, los valores. En las culturas yoruba, por ejemplo, el fuego está ligado a Shango, orisha del rayo y la guerra, pero también de la justicia y la música. Lo que arde bajo su signo no lo hace por azar: arde porque debe arder, para equilibrar lo que ha sido corrompido.
Incluso en sociedades tecnológicas como la nuestra, donde el fuego ha sido en gran parte confinado a lo funcional —una hornalla, una caldera, una emergencia—, subsisten usos festivos o simbólicos que evocan su raíz arcaica. El fuego de artificio, las antorchas olímpicas, las velas en un altar o un pastel de cumpleaños, conservan, sin saberlo, algo de su condición original: ser testigos de lo invisible, marcar la transición de un estado a otro, acompañar la fragilidad del tiempo humano. Cada llama encendida en un rito es una forma de resistencia contra la linealidad del tiempo moderno: allí donde todo avanza sin pausa, el fuego sugiere una pausa, una ruptura, una conexión con lo que no se ve.
Hoy que el fuego vuelve a ser temido, quizás valga la pena recordar que su potencia no se agota en la devastación. Que antes de arder fuera, ardimos dentro. Que el fuego, si es asumido como parte de un pacto espiritual con la Tierra y con el otro, puede enseñar una manera distinta de estar en el mundo. No para romantizar el incendio —que es tragedia, pérdida y exilio—, sino para recuperar la sabiduría de quienes supieron danzar alrededor de la llama sin quemarse, y comprender que en todo fuego hay también una pregunta.
VII. Cuando todo arde: el incendio como imagen cultural
Hay algo en el fuego que hipnotiza, que captura la mirada y la retiene. Tal vez sea su movimiento incesante, su forma siempre cambiante, su imposible geometría. O tal vez sea el eco antiguo que despierta en nosotros: el peligro, la fascinación, la promesa de lo irreversible. En cualquier caso, el incendio ha sido, desde el inicio de las artes visuales, un motivo estético por excelencia. Pintado, fotografiado, filmado, renderizado, reproducido digitalmente: el fuego no es solo objeto de contemplación, sino una clave simbólica para pensar el derrumbe, la purga, la transformación. Allí donde hay llamas, hay también una narrativa en curso.
En el cine, el incendio ha ocupado todos los registros posibles: desde el apocalipsis climático hasta la metáfora íntima del deseo. En Fahrenheit 451 (François Truffaut, 1966), la quema de libros es representada con una belleza plástica inquietante, que convierte la destrucción cultural en coreografía estilizada. Algo similar ocurre en The Burning Plain (Guillermo Arriaga, 2008), donde las llamas marcan los puntos de ruptura emocional en una estructura narrativa fragmentada: el fuego como nodo temporal, como bisagra entre pasado y presente. Incluso en producciones de acción o ciencia ficción —Mad Max: Fury Road (2015), Only Lovers Left Alive (2013), Chernobyl (2019)— el incendio aparece no solo como amenaza física, sino como una estética del colapso: una forma de belleza enferma que subraya lo efímero de todo lo que el mundo moderno da por sentado.
La fotografía documental, por su parte, ha transformado los incendios reales en monumentos visuales del siglo XXI. Las imágenes de bosques ardiendo en Australia, de llamas engullendo pueblos en Grecia, de cielos apocalípticos sobre San Francisco, se han vuelto virales no por su rareza, sino por su terrible familiaridad. El fotógrafo canadiense Edward Burtynsky, en su serie Anthropocene, muestra vastos paisajes afectados por el extractivismo y el fuego, creando una estética de la devastación donde la escala se vuelve incomprensible, y el observador, impotente. Estas imágenes no apelan tanto al shock, como a una forma de conciencia estética: la belleza y el horror se superponen, se confunden, obligan a mirar el desastre de otra forma.
En la pintura, el fuego ha sido durante siglos sinónimo de sublime. Los paisajistas del romanticismo, como J. M. W. Turner, pintaron incendios urbanos —el célebre The Burning of the Houses of Lords and Commons (1835)— con un dramatismo cromático que revela tanto la fascinación como la amenaza que implica lo incontrolable. En la obra contemporánea, artistas como Anselm Kiefer han incorporado el fuego como materia literal y conceptual, quemando lienzos, usando ceniza como pigmento, construyendo instalaciones que evocan ruinas incendiadas. El arte aquí no representa el incendio: lo contiene, lo trabaja, lo revive.
Incluso en los videojuegos, en la cultura visual digital, el fuego aparece con una presencia insistente. Juegos como The Last of Us, Firewatch o Control no solo lo utilizan como recurso visual o mecánico, sino como atmósfera emocional. El fuego, en estos entornos, funciona como aviso de que algo se ha roto, de que la normalidad ha sido suspendida. La pantalla, como un nuevo templo de imágenes, proyecta el incendio como una extensión del mundo real, generando una sensibilidad colectiva marcada por lo que podríamos llamar “fuego mental”: una forma de percepción incendiada, de atención en crisis.
Pero ¿qué ocurre cuando el incendio se vuelve espectáculo? ¿Hasta qué punto las llamas filmadas, fotografiadas o renderizadas nos acercan al trauma real, o simplemente lo estetizan al punto de hacerlo tolerable, incluso deseable? La estetización del desastre —analizada ya por Walter Benjamin en los años 30— plantea un dilema que sigue vigente: ¿cómo representar el horror sin vaciarlo de verdad? ¿Cómo mostrar el incendio sin convertirlo en entretenimiento?
Aquí es donde el arte puede o no cumplir su función crítica. Algunas representaciones invitan a una contemplación pasiva, a un consumo estético del dolor ajeno. Otras, sin embargo, queman por dentro. Son imágenes que no buscan cerrar el sentido, sino abrir preguntas. Obras que no decoran, sino que incomodan. Que no reproducen el fuego, sino que lo interrogan. Porque lo importante no es ver el incendio, sino ver desde el incendio: reconocer que lo que arde no es una postal del otro lado del mundo, sino un síntoma de un tiempo que se recalienta, física y simbólicamente.
Las artes visuales no son solo un registro del desastre: son también su reescritura. Una forma de traducir lo innombrable en imagen, de devolver a la memoria colectiva un espejo, aunque sea fragmentado, de lo que estamos perdiendo. O de lo que todavía podríamos salvar.
VIII. Donde ardió la ciudad: el fuego como arquitecto involuntario
Pocas fuerzas han modelado tanto el espacio urbano como el fuego. Allí donde la arquitectura se erige para perdurar, el incendio irrumpe como memoria de lo efímero. La ciudad, ese símbolo de civilización, se revela frágil ante la combustión. Las llamas desnudan la vanidad del diseño, y lo que parecía sólido se revela vulnerable. Pero el incendio no sólo destruye: también obliga a repensar. De ese modo, paradójicamente, el fuego ha sido también arquitecto, urbanista, legislador. Las ciudades que se levantan después de arder ya no son las mismas. Tampoco quienes las habitan.
El caso paradigmático es el Gran Incendio de Londres de 1666. Cuatro días bastaron para consumir buena parte del centro medieval de la ciudad. La catástrofe fue inmensa, pero también generó una oportunidad única: repensar la forma de la capital. Christopher Wren propuso una ciudad moderna, ordenada, con amplias avenidas que sustituyeran al dédalo de calles estrechas. Aunque su plan no fue adoptado plenamente, la reconstrucción trajo nuevas regulaciones: prohibición de materiales inflamables como la madera, normativas de separación entre viviendas, y una incipiente conciencia de planificación urbana. El incendio se convirtió, en retrospectiva, en el punto de inflexión entre la ciudad medieval y la ciudad ilustrada.
Un siglo después, Lisboa fue arrasada por el terremoto de 1755, que trajo consigo un gran incendio. El marqués de Pombal lideró la reconstrucción, inspirada en principios racionalistas: calles amplias, plazas simétricas, materiales ignífugos. De esa tragedia surgió el barrio de la Baixa, uno de los primeros ejemplos de urbanismo moderno. El fuego aquí sirvió no sólo como limpieza —material y simbólica—, sino como argumento de autoridad. El desastre legitimó la centralización del poder y la imposición de una nueva racionalidad espacial.
En el siglo XX, los bombardeos incendiarios marcaron un nuevo tipo de fuego: ya no accidental o natural, sino industrial, deliberado, total. Dresde, Hamburgo, Tokio: ciudades reducidas a brasas por la tecnología bélica. Aquí, el incendio adquiere una dimensión ideológica: se convierte en arma de destrucción cultural. En estos casos, la reconstrucción no siempre fue restauradora. A menudo, se optó por borrar lo anterior: levantar rascacielos donde antes había historia, funcionalidad donde antes había memoria. El fuego, entonces, no solo rediseñó el espacio, sino que alteró la temporalidad de la ciudad: del pasado hacia una modernidad apresurada, abstracta, muchas veces alienante.
En América Latina, los incendios urbanos también han dejado huellas persistentes. Valparaíso ha vivido repetidas tragedias, donde la geografía y la pobreza se combinan con la negligencia estatal. Cada incendio revela no sólo las fallas estructurales del diseño urbano, sino la violencia con que se distribuye el riesgo. ¿Quiénes arden primero? ¿Quiénes reconstruyen después? Las respuestas a estas preguntas son, inevitablemente, políticas. El fuego no cae parejo: ilumina las desigualdades del espacio.
La arquitectura contemporánea ha intentado responder a esta amenaza con nuevos materiales, diseños resistentes, sensores térmicos, zonas de amortiguamiento. Pero en paralelo, surge una arquitectura del miedo: ciudades fragmentadas, búnkeres urbanos, urbanizaciones cerradas que buscan aislarse de un mundo que arde. En lugar de reconstruir con justicia, se construye con sospecha. El fuego, en este sentido, no sólo transforma el paisaje físico, sino el mapa emocional de la ciudad.
Sin embargo, también hay respuestas más humanas, más resilientes. En lugares devastados por incendios —como la ciudad de Paradise en California— han surgido movimientos comunitarios que buscan una reconstrucción consciente, que incorpore saberes locales, cuidado ecológico y memoria viva. Arquitectos como Shigeru Ban han diseñado viviendas temporales para víctimas de desastres, utilizando materiales sostenibles y estructuras pensadas para preservar la dignidad humana. Aquí el fuego no es pretexto para imponer el olvido, sino ocasión para repensar la manera de habitar.
La arquitectura, después de un incendio, enfrenta una tarea ética: decidir qué recordar y qué dejar atrás. ¿Se reconstruye lo perdido tal como era, en homenaje a la memoria? ¿O se reinventa el espacio, como apuesta al porvenir? En cualquier caso, lo que no puede ignorarse es que el fuego deja trazos invisibles: marcas en el subsuelo, en la legislación, en la mirada de los sobrevivientes. Cada edificio nuevo, cada calle recuperada, lleva en su base una capa de ceniza.
Por eso, pensar la ciudad desde el incendio no es solo pensar la ruina, sino la posibilidad. No como ilusión de control, sino como conciencia de la fragilidad. Porque toda arquitectura, por más sólida que parezca, está hecha de tiempo, y el tiempo —como sabemos— arde.
IX. Tiempo calcinado: cuando el futuro se quema antes de llegar
Un incendio no sucede únicamente en el espacio: sucede también —y quizás sobre todo— en el tiempo. No es una línea, ni un instante: es una ruptura. Un corte caliente que interrumpe la continuidad, que suspende la lógica de antes, durante y después. Al mirar una ciudad humeante o un bosque convertido en brasas, no se percibe sólo un paisaje devastado, sino un tiempo detenido, distorsionado, desbordado. Todo incendio, desde lo íntimo hasta lo colectivo, altera violentamente la cronología. Y en este sentido, lo que arde no es sólo la materia: también el porvenir.
La experiencia temporal del fuego es siempre ambivalente. En el momento de su estallido, el incendio acelera: lo cotidiano se vuelve vértigo, urgencia, huida. Es el reino del ahora absoluto, donde no hay más tiempo que el presente inmediato. El pasado no ofrece consuelo, el futuro no tiene forma. Esta es una vivencia común entre quienes han sobrevivido a incendios masivos: la sensación de que todo ocurre demasiado rápido para ser comprendido. Pero luego viene lo contrario: el tiempo lento, aplastado por la pérdida, por la burocracia de la reconstrucción, por el trauma. La vida se vuelve espera. La cronología se fragmenta entre un antes idealizado y un después incierto.
Esa fractura se refleja también en la historia. Cada incendio importante se convierte en un hito, una marca indeleble que reconfigura la narración colectiva. Después de Hiroshima, después de Notre-Dame, después del Amazonas: el lenguaje mismo adopta la lógica del fuego como quiebre temporal. El incendio funciona como una bisagra que separa épocas, como si el tiempo se reescribiera a partir de la combustión. A veces incluso se lo celebra, como en la destrucción de símbolos del poder opresivo —la quema de edificios coloniales, de archivos dictatoriales—. En esos casos, el fuego no borra: limpia. No interrumpe: inaugura. Pero esa promesa de renovación es frágil. El fuego no garantiza que el futuro llegue. Solo garantiza que el anterior ya no volverá.
En el pensamiento contemporáneo, el incendio se ha convertido en metáfora de un tiempo en crisis. La teoría del presentismo de François Hartog señala que vivimos en un presente extendido, hipertrofiado, incapaz de proyectarse hacia adelante o de reconciliarse con el pasado. Los incendios que se multiplican a lo largo del mundo —reales, simbólicos, digitales— no hacen más que intensificar esa sensación. Cada incendio es una alarma, pero también una parálisis. Queremos actuar, pero no sabemos cómo. Queremos prever, pero el fuego llega antes que la planificación. La temporalidad incendiaria es la de la urgencia sin respuesta.
Frente a eso, se ensaya una contratemporalidad: el duelo. El duelo es, en cierto modo, el intento de recomponer el tiempo tras el fuego. No es una restauración —nada vuelve a ser igual—, sino un gesto de reelaboración. Como una costura que no oculta la rotura, pero permite seguir caminando. Las ceremonias conmemorativas, los aniversarios de grandes incendios, los nombres grabados en placas o monumentos: todo eso busca que el fuego, en lugar de borrar el tiempo, lo inscriba. Que la llama no sea sólo destrucción, sino también señal.
La literatura también ha reflejado este juego con el tiempo incendiado. En La carretera de Cormac McCarthy, el mundo posterior al fuego ya no tiene historia: sólo ruinas. En El libro de los abrazos, Eduardo Galeano escribe: “Recordar: del latín re-cordis, volver a pasar por el corazón”. En el contexto del incendio, esa definición cobra una gravedad particular: recordar es también reavivar, volver a sentir el calor de lo que ya no está. Y tal vez por eso, muchos intentan olvidar. El olvido como apagado forzoso de una llama interior que no deja vivir. Pero el tiempo no puede olvidarse del todo. Siempre vuelve. Y muchas veces, lo hace ardiendo.
En el fondo, lo que el fuego revela es una verdad ontológica que preferimos negar: que el tiempo, como el bosque o la casa, puede desaparecer. Que el futuro no está garantizado. Que la historia no es una línea recta, sino una serie de incendios, de pausas, de cenizas que a veces florecen. Vivimos en una era que quiso creer en el progreso indefinido, en la seguridad perpetua, en el crecimiento sin fricción. El fuego, con su lógica antigua, viene a decirnos lo contrario: todo lo que crece puede arder. Todo lo que arde puede reconfigurarse. Pero nada —ni el tiempo— es inmune a la combustión.
X. El último fuego: lo que debe arder para que algo sobreviva
Tal vez no podamos detener todos los incendios. Tal vez haya fuegos —y hay tantos— que son ya inextinguibles: los que llevan décadas gestándose bajo la corteza del planeta, o bajo la piel de una historia que se repite como brasero enterrado, como carbón sin aire. Pero si algo ha intentado sostener este ensayo —esta larga meditación entre llamas— es que no todos los fuegos son iguales, y que algunos no vienen a arrasar, sino a revelar. A señalar que lo que parecía firme era frágil, que lo que creíamos eterno era combustible. Y que, frente a esa verdad, no cabe ya solo el miedo: cabe también la lucidez.
Arder, como verbo existencial, nos acompaña desde el origen. Arde el deseo, arde la rabia, arde la visión mística, arde la palabra cuando es dicha con verdad. Hay un fuego que no destruye sino que limpia, un fuego que los antiguos conocían y que las culturas industrializadas han olvidado o reemplazado por combustibles fósiles y metáforas de consumo. Arde también, y tal vez más que nada, la conciencia cuando comprende. Comprender —en estos tiempos— es arder. Es ver la interconexión entre el bosque calcinado y la arquitectura del sistema económico que lo propició, entre el humo que asfixia y el silencio institucional que lo permitió. Comprender, si es real, no deja indemne.
A lo largo de estas diez partes hemos seguido el fuego por caminos literarios, filosóficos, culturales, psíquicos y urbanos. Lo hemos visto como destrucción, pero también como señal; como ruina, pero también como umbral. Hemos recorrido su estética y su trauma, su poder político y su dimensión espiritual. Y ahora, al llegar al fin, queda una pregunta ineludible: ¿qué hacer con el fuego? ¿Negarlo? ¿Temerlo? ¿Evitarlo a toda costa? ¿O aprender, como tantos pueblos sabios, a escucharlo?
Quizás haya que pensar, como propone el filósofo Achille Mbembe, en una «ecología del cuidado» que parta no solo del respeto por la vida, sino del reconocimiento de los límites. No todo puede arder. No todo debe ser sacrificado en el altar del progreso o la productividad. Pero también hay cosas que deben arder. Hay estructuras obsoletas, lenguajes muertos, violencias institucionalizadas, mitos fundacionales podridos que necesitan ser entregados al fuego simbólico de la crítica, de la revisión, de la memoria activa. No hablamos de destrucción nihilista, sino de renovación lúcida. Una quema ritual que permita algo diferente: una reconstrucción no desde la nostalgia, sino desde la posibilidad.
Como en las quemas controladas que los pueblos originarios practican para fertilizar el suelo y prevenir incendios peores, la cultura contemporánea necesita saber qué cortar, qué soltar, qué permitir que se vuelva ceniza. No todo puede conservarse. No todo merece ser rescatado. Algunas memorias sólo se honran si se las deja ir.
Y en ese sentido, el fuego no es solo advertencia: es enseñanza. Nos dice que lo irreversible existe, que el límite no es una metáfora, que la Tierra no es inagotable, que el futuro puede cancelarse. Pero también nos dice que hay algo profundamente humano en reemprender la marcha después de la llama, en reconstruir lo perdido con otras manos, en recordar el calor no solo como amenaza, sino como guía.
¿Qué puede arder en el siglo XXI? Puede arder la indiferencia, la estética del desastre como entretenimiento, la promesa de crecimiento infinito, la retórica de la eficiencia sin afecto. Puede arder —debe arder— el hábito de vivir sin memoria, sin paisaje, sin comunidad. Y en esa combustión tal vez encontremos no el final, sino el resplandor tenue de un mundo distinto. Uno donde el fuego vuelva a ser ceremonia, y no sentencia.
En un tiempo como el nuestro —donde el humo ya no es presagio sino atmósfera—, escribir sobre incendios es también intentar dejar una palabra que no se consuma. Una llama que, en lugar de arrasar, alumbre.
Porque todo lo que arde deja una señal. Y hay signos que no se apagan.
Deja un comentario