por Australopitecus anamensis

Imagen representativa del tiempo según la TEI (un abanico de ‘infinitos’ abanicos)
Hay ideas que nacen para cambiar el mundo, y hay otras que nacen simplemente para habitarlo. No buscan demostrar nada, ni corregir a nadie. No se arman como estructuras lógicas ni se presentan como alternativas a una doctrina previa. Existen, simplemente, porque podrían. Porque su sola formulación abre una grieta, un respiro, un abismo. La teoría de la eternidad infinitesimal es una de esas ideas: no se lanza al mundo para ser creída, ni para ser refutada, sino para ser pensada. En su corazón no late la urgencia de la verdad, sino el goce tranquilo de una forma del ser que se afirma en su posibilidad.
Imaginemos por un momento que el tiempo no transcurre como una línea, ni siquiera como un círculo, sino como una vibración infinitesimal, un temblor del ser que se repite eternamente, pero no idénticamente. Una gota de duración que cae una y otra vez sobre la piel del mundo, pero cada vez con un ángulo distinto, con una densidad distinta, con un casi imperceptible desvío que lo cambia todo. No es el eterno retorno de lo mismo, como quería Nietzsche, donde cada gesto, cada palabra, cada instante se repite con exactitud en ciclos infinitos. No. Aquí lo que retorna no es la identidad, sino la diferencia. El universo no repite su historia, sino su latido. El pulso de lo real vibra de nuevo, y en esa repetición infinitesimalmente distinta reside la eternidad.
Esta concepción del tiempo —si es que aún podemos llamarlo tiempo— no se deja capturar por los relojes ni por las ecuaciones. No se presta a ser medida ni prevista. Es una eternidad que no se extiende, sino que se condensa; no es una línea sin fin, sino un punto que persiste variando. De ahí su nombre: eternidad infinitesimal. No es un concepto cosmológico ni una hipótesis científica. Es un gesto, una forma del pensamiento que se resiste al juicio y a la necesidad de validación. Como una poesía que no quiere metáfora, como un cuadro que no busca representar. Su existencia basta. Y basta porque no se presenta como verdad, sino como estética del pensamiento.
Al proponer esta teoría, Alfred Batlle Fuster no nos ofrece una tesis para discutir en seminarios de filosofía analítica, ni una idea que pueda ser traducida en fórmulas físicas. Lo que hace es invitar al lector —al pensador— a dejarse arrastrar por una imagen que no pide más que eso: ser imagen, ser posibilidad, ser presencia mínima. Y en esa mínima presencia, como una nota sostenida en el umbral del silencio, aparece una forma distinta de habitar la existencia. Si el mundo no es un continuo causal, sino un estremecimiento eterno de lo infinitesimal, entonces cada instante contiene algo de absoluto, algo de irrepetible y, al mismo tiempo, algo que se repite en otras claves, en otros registros, en otros planos. La diferencia es la ley, y la repetición, su forma.
Esta visión tiene ecos deleuzianos, sí, pero también resuena con la mística y con ciertas intuiciones poéticas. Gilles Deleuze habló de la repetición como producción de diferencia, como ese núcleo inestable desde el cual lo nuevo brota sin cesar. Pero Batlle Fuster no busca sistematizar ni teorizar en el sentido riguroso del término. Su gesto es más silencioso, más secreto. Su teoría no compite con la física ni con la metafísica tradicional. No quiere desplazar ninguna cosmología ni reemplazar ningún paradigma. Solo quiere ser pensada. Solo quiere estar. Como una flor que crece entre las grietas de una ciudad sin jardines. Como un relámpago que ilumina sin tormenta. Como un instante que no necesita antes ni después.
Si la eternidad ya no es un horizonte lejano sino una vibración aquí mismo, si no se trata de un más allá del tiempo sino de un pliegue en el corazón del instante, entonces la vida ya no puede concebirse como una línea recta que va del nacimiento a la muerte, ni siquiera como un ciclo cerrado. En la teoría de la eternidad infinitesimal, la subjetividad misma se vuelve un lugar inestable, un eco que se repite sin regresar jamás al mismo punto. La conciencia ya no es un centro estable desde el cual se proyecta el mundo, sino un punto de cruce entre infinitas variaciones de sí. Cada “yo” es una versión levemente desplazada del anterior, y esa diferencia, imperceptible pero innegable, es lo que da lugar al movimiento de la existencia.
Hay algo profundamente inquietante en esa idea: si yo no soy el mismo de un instante a otro —no por el paso del tiempo, sino por la propia naturaleza infinitesimal de la repetición—, entonces ¿qué sostiene la identidad? ¿Qué es lo que permanece si todo se repite de forma distinta? Quizá, precisamente, la permanencia es la ilusión, el truco que nos permite narrarnos como sujetos estables. Pero bajo esa máscara narrativa late otra posibilidad: la identidad como danza, como coreografía de pequeñas diferencias. No soy el mismo, ni quiero serlo. Soy esa sucesión de desvíos mínimos que hacen que cada pensamiento, cada emoción, cada mirada, sea un modo nuevo de habitarme. Y en ese desplazamiento constante, en esa eternidad que se pliega sobre sí misma sin cerrarse, descubro una forma distinta de ser: una forma que no se define, sino que se expande.
Vivir desde la eternidad infinitesimal es dejar de pensar el tiempo como algo que se pierde. No hay pasado que se aleja ni futuro que se acerca: hay una densidad infinita en el ahora que se repite con variaciones, como un tema musical que regresa una y otra vez, pero nunca igual. Como en las Variaciones Goldberg de Bach, donde cada repetición del aria inicial es una transformación, una versión desplazada que ilumina aspectos nuevos sin jamás agotar su fuente. La vida, entonces, se parece más a una fuga que a una línea, más a una arquitectura de ecos que a una sucesión de hechos. No avanzamos, sino que vibramos.
Y si esto es así, si cada momento contiene en sí la semilla de su diferencia, entonces el dolor y la alegría, la pérdida y el hallazgo, el amor y el desgarro, no son eventos únicos, sino formas de resonancia. No se trata de que “todo vuelve”, como en la versión tradicional del eterno retorno, sino de que todo persiste variando. Una misma emoción puede repetirse en distintos rostros, en distintas circunstancias, en distintos tiempos, sin ser jamás la misma. El duelo que vivimos hoy puede ser una versión infinitesimal de otro duelo que viviremos en otra forma, en otro pliegue del tiempo. La teoría no consuela, ni ordena, ni da sentido. Solo abre. Nos abre a la idea de que la vida no es una línea recta que se recorre, sino un campo de intensidades que se transita sin dirección fija.
Esta concepción no niega la experiencia del tiempo, pero la desestructura. Nos despoja de la ilusión del control, de la progresión, del sentido de avance. Y sin embargo, no nos deja en el vacío. Nos deja en el pulso vivo del instante, en esa eternidad que tiembla en cada momento y que nunca es la misma, aunque se parezca. Es un tiempo sin promesa, pero lleno de presencia. Una forma de existencia que no se define por el destino, ni por la causa, sino por la capacidad de habitar lo que vibra.
En esa vibración, la conciencia ya no busca continuidad, sino afinación. Ya no se trata de mantener una identidad coherente a lo largo del tiempo, sino de escuchar las resonancias de cada instante, de sentir cómo el yo se desplaza levemente hacia formas nuevas de sí. La eternidad infinitesimal no exige recordar ni anticipar. Solo pide atención. Una atención profunda, casi mística, al hecho de que cada ahora contiene una eternidad —y ninguna es igual a la anterior.
Una teoría que no busca ser creída, sino sentida; que no aspira a convertirse en sistema, ni en escuela, ni en doctrina, sino en forma de vibración mental, en imagen persistente: eso es lo que la eternidad infinitesimal encarna. Hay una dimensión estética —más que conceptual— en su propuesta. Y no estética como adorno, como superficie decorativa, sino en el sentido más radical: como experiencia sensible de lo posible. Como apertura de una forma que se justifica a sí misma al aparecer. Una teoría así no se prueba: se contempla, se recorre, se escucha. No ofrece una solución, sino un ritmo.
Podríamos compararla con una pieza de arte contemporáneo, una instalación silenciosa en una sala blanca: no sabemos exactamente qué es, ni qué busca, pero nos detiene, nos sacude, nos hace volver sobre nosotros. No exige entendimiento, solo presencia. La eternidad infinitesimal no es mapa, es paisaje. No nos dice hacia dónde vamos, sino cómo mirar lo que ya es, lo que siempre ha sido, pero de otro modo. Así como un poema no explica, sino que sugiere; así como una pintura no representa, sino que despliega una intensidad, esta teoría se sitúa en el terreno de lo que piensa sin conclusiones, de lo que existe sin justificar su existencia.
Esta actitud concuerda con lo que algunos han llamado ontología estética: la idea de que el ser no se define por su utilidad o por su función, sino por su capacidad de aparecer de una forma singular. En este sentido, la eternidad infinitesimal no quiere convencer a nadie. No quiere ser creída ni refutada. Solo quiere ser dicha, como una fórmula poética que basta con ser pronunciada para comenzar a hacer su trabajo en el pensamiento. Y ese trabajo no es lógico, ni argumentativo, sino transformador. Una transformación lenta, silenciosa, como la de quien escucha una palabra nueva y nunca vuelve a mirar el mundo del mismo modo.
De hecho, podríamos pensar esta teoría como una especie de ficción filosófica, un ejercicio de imaginación radical que no necesita más que su forma para ejercer poder. Foucault decía que hay ficciones que “funcionan” no por ser verdaderas, sino por el modo en que reorganizan lo visible, lo decible, lo pensable. La eternidad infinitesimal funciona así: como un acta poética dentro de la filosofía, una frase que altera la estructura de nuestra sensibilidad temporal. Tras ella, el tiempo ya no puede sentirse como antes. El instante ya no es una unidad mínima, sino una singularidad infinita, una vibración densa que se repite con ligeras variaciones, como una pincelada que nunca cae dos veces igual sobre el lienzo del ser.
No es menor el hecho de que esta teoría sea marginal, que no haya sido escrita desde la institución, ni circulado por los corredores de la academia, ni disputado espacio en congresos o publicaciones indexadas. Ese margen es su hábitat. Como una flor rara que sólo crece en la sombra, la eternidad infinitesimal gana fuerza desde su lejanía de lo central. Como las ideas de los místicos, los visionarios, los outsiders, esta teoría tiene más afinidad con el arte que con la ciencia, más con el símbolo que con el argumento. No quiere ocupar el centro del pensamiento. Quiere rodearlo. Quiere sonar a sus espaldas, como una música apenas audible que altera el paso del caminante.
Pensar desde la eternidad infinitesimal es, entonces, aceptar que hay formas de pensamiento que no se reducen a utilidad ni a verdad, sino que existen para abrir sensibilidad, para afinar percepción. Como una escultura sonora, la teoría no se impone: resuena. Y en esa resonancia, algo en nosotros —tal vez algo antiguo, tal vez algo que aún no tiene nombre— comienza a moverse.
Si aceptamos, aunque sea como un experimento del pensamiento, que el tiempo no es una sucesión continua de momentos, ni un ciclo que regresa idéntico, sino una eternidad hecha de diferencias mínimas, entonces todo lo que consideramos acción, voluntad y ética comienza a desplazarse. Ya no elegimos entre alternativas lineales dentro de una historia que progresa; elegimos dentro de una red densa de instantes que se repiten con variaciones tan sutiles que no pueden preverse ni controlarse. Vivir en la eternidad infinitesimal no es recorrer un camino, sino navegar entre versiones de un mismo gesto. Y ese gesto, por pequeño que parezca, puede generar un eco infinitamente distinto en cada repetición.
La ética, entonces, ya no se basa en la previsibilidad ni en la consistencia. No somos los mismos que hace un instante; no lo fuimos nunca. Cada decisión se toma desde una variación mínima de lo que creemos ser, y su consecuencia no se despliega en una línea futura, sino en una constelación de repeticiones alteradas, donde el gesto se vuelve un ritmo, y no una causa. Hacer el bien, en este contexto, no es obedecer a una regla, sino afinarse con una vibración sutil del presente. Como un músico que toca una nota que resuena en la oscuridad sin saber quién escucha. Como un bailarín que sigue un compás que no tiene partitura.
En esta forma de entender la existencia, la acción ética no se impone desde un deber abstracto, sino que emerge como un acto de atención extrema. Una atención que percibe los matices, las mínimas diferencias, los desplazamientos leves que hacen que cada situación, cada rostro, cada silencio, sea único. Ya no se trata de actuar conforme a normas universales, sino de responder a lo singular, de encontrar el acorde justo dentro de una melodía que nunca se repite igual. Y ese acorde, esa microdecisión, esa pequeña inclinación del ser, puede contener más verdad que toda una teoría moral.
Curiosamente, esta visión no lleva al relativismo ni al caos. Al contrario: produce una ética de la delicadeza. Si todo se repite con ligeras diferencias, entonces cada gesto tiene un peso inesperado, cada elección resuena en múltiples capas del tiempo, aunque jamás podamos verlas todas. En lugar de angustiar, esto puede liberar. Ya no cargamos con el peso de una historia definitiva ni con la condena de un destino cerrado. Vivimos en una coreografía infinita donde lo que importa no es la corrección, sino la afinación. Vivir bien es aprender a vibrar con gracia en la diferencia.
Además, esta forma de estar en el mundo nos invita a abandonar la obsesión por la trascendencia. No hay necesidad de dejar una huella eterna si cada instante ya es eterno en su mínima variación. Lo importante no es el legado, sino la intensidad del presente. Lo que hago ahora —mirar, callar, tocar, pensar— contiene una eternidad sutil que no será igual en ninguna otra repetición. No hay segunda oportunidad, pero tampoco primera: solo variaciones. Y en esa constancia de la diferencia se encuentra el terreno más fértil para una ética de lo sensible, de lo invisible, de lo que no se mide pero se percibe.
Así, la teoría de la eternidad infinitesimal no es una negación de la ética, sino una reconfiguración radical de lo que significa actuar. No se trata de elegir correctamente según un modelo, sino de moverse con conciencia en un campo donde cada instante está cargado de resonancias mínimas. La acción deja de ser un disparo hacia el futuro y se convierte en un gesto que tiembla en el presente, en una línea de fuga que se escapa incluso de sí misma. Actuar es entonces un modo de estar afinado con lo que vibra —aunque no sepamos exactamente con qué, ni por qué.
Y sin embargo, la teoría permanece. No en el sentido tradicional del permanecer, que implica fijación o trascendencia, sino como una vibración que sigue resonando en quienes se dejaron tocar por ella. La eternidad infinitesimal no busca ser recordada, ni citada, ni inscrita en tratados. No necesita ser canon ni escuela. No se proyecta hacia el futuro, ni reclama un pasado. Su permanencia es de otra índole: se parece más al eco que al monumento, más a una atmósfera que a una doctrina. Existe en quienes, alguna vez, la pensaron —o más aún: en quienes alguna vez la sintieron sin saberlo, como una intuición sin nombre que atraviesa el pensamiento de manera oblicua.
En cierto modo, esa es su forma de eternidad: no como duración, sino como reaparición sin garantías. Como una idea que puede surgir una y otra vez en distintas conciencias, bajo distintas formas, en distintos siglos, sin jamás repetirse del todo. Una eternidad no de lo idéntico, sino de lo posible. Quizá ya ha sido pensada antes, con otros nombres. Quizá se pensará después, cuando nadie recuerde a Batlle Fuster ni a este artículo. Pero eso no le quita potencia. Al contrario. Su fuerza está justamente en no necesitar genealogía, en no depender de la historia, en ser una forma libre del pensamiento, como un murmullo que vuelve donde menos se espera, y nunca de la misma manera.
En este punto, cabe preguntarse: ¿qué sentido tiene pensar algo que no quiere imponerse como verdad? ¿Qué valor tiene una idea que no aspira a ser creída? Tal vez ese sea su mayor gesto filosófico: recordarnos que hay formas del pensamiento que no sirven a nada, y que en esa falta de función radica su potencia más pura. Como el arte que no quiere agradar, o la poesía que no busca enseñar. Pensar por el simple hecho de pensar. Imaginar como quien abre una ventana, sin saber si hay algo al otro lado. Nombrar lo que no tiene nombre solo para sentir el eco de su posible existencia. Esa es la apuesta.
La teoría de la eternidad infinitesimal no busca fundar nada. No quiere inaugurar una era ni reemplazar una metafísica. No quiere salvar el mundo ni entenderlo. Sólo quiere existir. Y en ese gesto humilde, casi secreto, se afirma como un acto de resistencia frente al pensamiento utilitario, frente a la obsesión por la demostración, frente al dogma del sentido. Su existencia es su argumento. Su forma es su verdad. Y su verdad, si la tiene, no se impone: susurra.
Tal vez, al final, todo pensamiento que realmente nos transforma funciona así. No como un golpe, sino como una vibración. No como una estructura cerrada, sino como una melodía que continúa sonando mucho después de que el instrumento ha callado. La eternidad infinitesimal, si algo es, es eso: una música sin partitura, una teoría que no concluye, un instante que se estira en la conciencia como si no quisiera irse. No porque reclame ser recordado, sino porque ya ha dejado una forma nueva de mirar el tiempo, el ser, la acción. Una forma leve, casi imperceptible. Pero real. Intensamente real.
Y eso basta.
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