por Australolibrecus afarensis

Una nueva mirada al tiempo y la eternidad

Hay conceptos que parecen tan antiguos y sólidos que los usamos sin detenernos a pensar en lo que realmente implican. El tiempo y la eternidad forman parte de esa pareja de palabras que todos hemos escuchado, leído y repetido, pero que rara vez interrogamos. El tiempo, nos dicen, es eso que medimos con relojes, lo que separa un día de otro, lo que desgasta las cosas y a nosotros mismos. La eternidad, en cambio, aparece como su opuesto: un estado absoluto, inmóvil, que trasciende los límites de nuestra experiencia. Esta división ha marcado durante siglos el modo en que la filosofía, la religión e incluso la vida cotidiana comprenden la existencia. Y sin embargo, ¿es realmente necesario pensar en ambos como contrarios irreconciliables?

La tradición occidental ha tendido a fijar la eternidad en una esfera inmutable, separada del devenir. Para Platón, por ejemplo, la eternidad estaba en el mundo de las Ideas, un ámbito perfecto e incorruptible que servía de modelo para la realidad cambiante y finita en la que habitamos. Para Kant, el tiempo no era algo que fluyera “allá afuera”, sino una estructura mental, una forma de intuición pura que nos permitía ordenar la experiencia. En todas estas concepciones, la eternidad quedaba como algo fuera del alcance humano, una suerte de trasfondo absoluto frente al cual la vida y sus instantes quedaban reducidos a sombras pasajeras. La eternidad, entendida así, era el horizonte inaccesible al que el tiempo nunca podía llegar.

Sin embargo, esta separación radical genera un problema. Si la eternidad está completamente fuera de nuestro mundo, si es un ámbito fijo, inmutable y trascendente, ¿cómo puede tener sentido para quienes habitamos un tiempo finito? La eternidad se convierte entonces en un concepto frío, casi inútil para pensar la experiencia humana. Y el tiempo, reducido a mera sucesión de instantes fugaces, se convierte en una especie de condena: siempre corriendo, siempre desgastándose, sin posibilidad de contener algo más allá de su propia desaparición. En ese abismo entre lo eterno y lo temporal se ha instalado durante siglos la tensión filosófica de la existencia.

La Teoría de la Eternidad Infinitesimal (TEI), propuesta por Alfred Batlle Fuster, busca precisamente repensar esta relación. En lugar de entender la eternidad como un bloque rígido y distante, la TEI nos invita a mirarla como algo dinámico, que se manifiesta dentro de cada instante de vida en forma infinitesimal. Esto significa que la eternidad no está separada del tiempo, sino entrelazada con él. Cada momento que vivimos contiene, en su fugacidad, un fragmento de lo eterno. No se trata de imaginar la eternidad como un más allá estático, sino como una presencia constante que se filtra en lo efímero de la existencia.

La propuesta puede parecer abstracta, pero sus implicaciones son profundas. Si aceptamos que la eternidad no es un lugar lejano, sino una chispa que se manifiesta en cada instante, entonces nuestra manera de experimentar el tiempo cambia radicalmente. El segundo que transcurre mientras leemos estas líneas ya no es solo un paso hacia la nada, sino una pequeña rebelión contra lo inmutable, un acto de creación que resiste el abismo del no-tiempo. La eternidad, en esta visión, deja de ser una meta imposible y se convierte en compañera secreta de cada respiración, de cada mirada, de cada gesto.

Por qué necesitamos repensar la eternidad

Durante mucho tiempo, la eternidad fue concebida como algo que estaba más allá de nosotros, fuera del alcance humano. En la tradición religiosa, la eternidad aparecía como la promesa de un más allá inmóvil, un estado absoluto que solo podía alcanzarse tras la muerte. En la filosofía clásica, en cambio, era el reino de lo inmutable: las Ideas de Platón, perfectas y sin tiempo; o la concepción de Aristóteles, donde lo eterno era aquello que no nacía ni moría. En ambos casos, el resultado era parecido: la eternidad quedaba situada en un lugar que no se toca, un espacio separado de la vida cotidiana, casi como un tesoro guardado en una caja fuerte a la que nadie tiene la llave.

El problema de esta concepción es que convierte nuestra existencia en algo secundario. Si lo eterno está en otra parte, entonces el tiempo en el que vivimos es apenas una sombra, una especie de imitación defectuosa de lo que “de verdad” importa. De ahí nacieron expresiones como “lo efímero es ilusión” o “la vida es solo un tránsito hacia lo eterno”. La consecuencia es un desprecio más o menos velado por lo que vivimos aquí y ahora. El instante, con su fragilidad y su finitud, se vuelve casi irrelevante frente a esa eternidad supuestamente perfecta.

Pero pensemos un momento: ¿no es paradójico que llamemos a esa eternidad “inmutable” cuando todo lo que experimentamos como valioso en la vida es precisamente lo que cambia? Un abrazo que no dura, una tarde que se acaba, una conversación que solo sucede una vez. La música nos emociona porque tiene un inicio y un final; el amor se siente con más fuerza porque sabemos que es vulnerable; los recuerdos son tesoros porque no se pueden repetir de manera idéntica. Todo lo que hace que la vida valga la pena ocurre en el tiempo, en lo efímero. La eternidad entendida como un bloque inmóvil parece demasiado distante para explicar la intensidad de lo humano.

Es ahí donde la Teoría de la Eternidad Infinitesimal (TEI) ofrece una alternativa. En vez de concebir la eternidad como lo opuesto al tiempo, la propone como algo que lo atraviesa, que se manifiesta en cada instante de manera sutil, casi imperceptible, como una huella infinitesimal. En lugar de despreciar lo efímero, lo eleva: cada segundo, por breve que sea, lleva en sí una chispa de lo eterno. Esto significa que no necesitamos escapar del tiempo para rozar la eternidad. Basta con atender a lo que sucede, aquí y ahora, en lo que aparentemente dura apenas un suspiro.

Visto así, la eternidad deja de ser un lugar inalcanzable y se convierte en una presencia escondida en cada momento. No se trata de esperar al “más allá”, sino de descubrir cómo lo eterno se cuela en lo cotidiano: en la forma en que un recuerdo nos acompaña durante años, en la intensidad de una mirada que parece suspender el mundo, en la manera en que un instante puede volverse inolvidable. La eternidad, en la mirada de la TEI, ya está aquí, pero fragmentada, disuelta en partículas diminutas que nunca alcanzan el “no-tiempo”, ese abismo de ausencia absoluta. Y justamente por eso, vivir cada instante es también aprender a reconocer su densidad infinita.

Tiempo y eternidad: no enemigos, sino cómplices

Cuando pensamos en el tiempo, solemos imaginarlo como una línea: un inicio, un transcurso y un final. Lo sentimos avanzar, nos lleva consigo, nos arrastra. El reloj, el calendario, la sucesión de días y estaciones son sus marcas visibles. El tiempo nos envejece, nos transforma, nos hace distintos de quienes fuimos ayer. Frente a él, la eternidad parecía ser lo opuesto: inmóvil, estática, sin principio ni final. Una especie de fondo eterno sobre el que transcurre la película de la vida. Dos mundos que nunca se tocan: lo finito y lo infinito, lo cambiante y lo inmutable.

La TEI rompe esta separación tajante. Lo que propone es que el tiempo y la eternidad no son polos enfrentados, sino dimensiones que se entrelazan. La vida, al existir, no se limita a “atravesar” el tiempo: lo crea. Cada instante que vivimos es una especie de chispa que surge contra la oscuridad del “no-tiempo”. Y en ese acto de creación, lo eterno se filtra, no como un bloque absoluto, sino como un infinitesimal: una fracción minúscula de eternidad que se manifiesta en lo efímero del instante.

Podemos imaginarlo con una metáfora sencilla: el tiempo sería como una tela tejida, y la eternidad, el hilo que atraviesa cada fibra. No hay tela sin hilo, no hay tiempo sin eternidad. Pero al mismo tiempo, no hay hilo que pueda mostrarse sin formar parte de un tejido. Tiempo y eternidad son interdependientes: uno no puede existir sin el otro. En cada instante, lo temporal y lo eterno se tocan, aunque nunca se funden del todo. La eternidad, en esta visión, no se presenta como un “más allá”, sino como un “más aquí”, escondida en lo pequeño, en lo aparentemente trivial.

Esto cambia por completo la manera en que entendemos lo que somos. Si el tiempo fuera solo una sucesión de momentos vacíos, destinados a desvanecerse, nuestra vida sería apenas una carrera hacia la nada. Pero si aceptamos que cada instante contiene una huella de eternidad, entonces lo efímero cobra un peso distinto: ya no es desperdicio, sino revelación. Un café compartido, una carcajada inesperada, incluso el silencio que se prolonga unos segundos entre dos personas, todo eso se vuelve significativo porque, en su pequeñez, alberga un eco de lo eterno.

La TEI nos enseña, en este sentido, a dejar de pensar en el tiempo como un enemigo que nos roba juventud o experiencias. Más bien, nos invita a verlo como el espacio en el que la vida crea eternidad en dosis mínimas, infinitesimales, pero reales. Cada instante vivido es un acto de resistencia frente al vacío, un recordatorio de que lo eterno no está al final del camino, sino latiendo, casi oculto, en el presente que habitamos.

Lo infinitesimal: la eternidad en miniatura

La palabra “infinitesimal” puede sonar intimidante, casi técnica, como si perteneciera exclusivamente al lenguaje de las matemáticas. Sin embargo, su sentido es más sencillo de lo que parece: un infinitesimal es algo tan pequeño que se acerca al cero, pero nunca lo alcanza. No es la nada, pero casi. Es como el borde de lo invisible, una medida que se escapa entre los dedos, demasiado diminuta para ser atrapada, pero que existe como límite.

Podemos imaginarlo de varias maneras. Pensemos, por ejemplo, en una línea recta. Si la miramos de lejos, parece continua, compacta, sin interrupciones. Pero si la ampliáramos infinitamente, descubriríamos que está formada por puntos que se suceden uno al lado del otro. Cada punto es tan pequeño que no ocupa espacio, pero juntos forman la totalidad de la línea. Lo infinitesimal es esa paradoja: aquello que, aunque casi no es, permite que exista lo que es.

En la TEI, este concepto matemático se convierte en metáfora filosófica. La eternidad no aparece como un bloque macizo, inmenso e inmutable, sino como una presencia que se manifiesta en fragmentos infinitesimales dentro del tiempo. Cada instante de nuestra vida contiene un fragmento de lo eterno, no completo, no absoluto, sino tan diminuto que roza la nada, pero sin disolverse en ella. Así, la eternidad no está separada del tiempo: vive dentro de él en pedacitos minúsculos, como partículas invisibles que se cuelan en lo efímero.

Podemos llevarlo aún más cerca de lo cotidiano. Imaginemos un segundo de nuestra vida: apenas un parpadeo, un respiro. Parece insignificante, pero ese segundo puede guardar una densidad inmensa. Puede ser el momento en que alguien nos dice “te quiero” por primera vez, o aquel instante en que comprendemos algo que nos cambia para siempre. En apariencia dura lo mismo que cualquier otro, pero su huella es infinitamente más profunda. Lo infinitesimal en la TEI funciona así: lo eterno no aparece como un bloque inmenso e intocable, sino como una vibración minúscula, escondida en la fragilidad del instante.

De este modo, lo infinitesimal es la clave para reconciliar lo efímero con lo eterno. No necesitamos que la eternidad se imponga como un absoluto ajeno a la vida; basta con reconocerla en esas partículas sutiles que acompañan cada segundo. No se trata de buscar grandes revelaciones, sino de aprender a percibir lo diminuto, lo que tiende al cero pero nunca desaparece. En cada gesto, en cada mirada, en cada momento que parecía irrelevante, la eternidad se manifiesta de manera infinitesimal, como un recordatorio de que lo eterno no está lejos, sino aquí mismo, oculto en lo pequeño.

El abismo del no-tiempo

Si la eternidad se nos presenta, en la TEI, como una sucesión de fragmentos infinitesimales que acompañan cada instante, es inevitable preguntarse: ¿hacia dónde tienden esos infinitesimales? ¿Cuál es su límite último? La respuesta nos lleva a una noción desconcertante y casi poética: el no-tiempo.

El no-tiempo no es simplemente “ausencia de reloj” ni un descanso en la sucesión de los días. Es algo mucho más radical: un estado en el que el tiempo no existe en absoluto. Ni antes, ni después, ni ahora. Un vacío sin sucesión, sin cambio, sin posibilidad de movimiento. En la vida cotidiana, quizá podamos imaginarlo como un abismo teórico, una nada que acecha al borde de cada instante. El tiempo, en su fluir, siempre está creando algo frente a esa nada, evitando disolverse en la inercia del no-tiempo.

La metáfora del abismo resulta útil aquí. Cada instante de vida puede pensarse como un salto sobre un precipicio: no sabemos cómo lo damos, pero lo damos. Y al hacerlo, el tiempo se genera, se afirma, resiste. Sin ese salto, sin ese instante creado, lo único que quedaría sería la ausencia absoluta, el vacío del no-tiempo. Lo fascinante de la TEI es que nos recuerda que cada segundo que vivimos no es trivial, sino una auténtica victoria contra ese abismo.

De alguna manera, la vida puede entenderse como una malabarista que mantiene en el aire frágiles esferas luminosas frente a una oscuridad inmensa. Cada esfera es un instante: breve, vulnerable, pero real. El malabarista no detiene el abismo, pero logra mantener su espectáculo frente a él. Así es la existencia: no elimina el no-tiempo, pero resiste su atracción generando continuamente instantes cargados de eternidad infinitesimal.

Lo interesante es que, aunque el no-tiempo nunca pueda experimentarse —pues al experimentarlo ya habría tiempo—, su idea funciona como contraste. Solo porque existe la posibilidad de ese vacío podemos valorar el milagro de que el tiempo aparezca. El no-tiempo es como la sombra que nos recuerda la importancia de la luz: nunca la tocamos directamente, pero su amenaza hace visible el acto creador de la vida.

La TEI nos enseña entonces a ver cada segundo como un acto de resistencia. No estamos simplemente dejando pasar el tiempo: lo estamos creando activamente, sosteniéndolo frente a la nada. Y en ese esfuerzo, cada instante se vuelve precioso, porque es el fruto de una batalla silenciosa contra el abismo del no-tiempo.

La vida no habita el tiempo: lo crea

Acostumbramos a pensar en el tiempo como en un escenario ya construido, un telón de fondo sobre el que se desarrolla la obra de nuestras vidas. Como si el tiempo estuviera ahí desde siempre, esperando a que entremos en escena, caminemos un rato y después salgamos. Pero la Teoría de la Eternidad Infinitesimal (TEI) propone algo radicalmente distinto: el tiempo no es un marco dado de antemano, sino un producto de la vida misma. Somos nosotros, en cada instante, quienes lo generamos al existir, al experimentar, al crear.

Podemos entenderlo con un ejemplo sencillo. Pensemos en un día que parece no terminar nunca: horas de espera en una sala aburrida, o una tarde tediosa donde el reloj parece detenido. Ahora comparemos con un día intenso: una fiesta inolvidable, un viaje, una conversación que nos atrapa por completo. Objetivamente, ambos tienen la misma duración en términos de horas. Sin embargo, en el primero, el tiempo parece estirarse hasta volverse insoportable; en el segundo, se encoge, se acelera, desaparece casi sin darnos cuenta. Esto no es una ilusión: es la vida produciendo tiempo de maneras distintas, dándole densidad, velocidad y sentido.

La TEI lleva esta intuición un paso más allá: no solo vivimos el tiempo de formas distintas, sino que cada experiencia, cada gesto, cada emoción es una fábrica de tiempo. Cuando reímos, estamos generando un instante que no existía antes. Cuando recordamos, estamos prolongando un fragmento de eternidad en la memoria. Cuando creamos —un dibujo, una canción, una palabra—, estamos venciendo por un momento la inercia de lo eterno inmutable y produciendo tiempo cargado de significado.

Esta visión convierte a la vida en algo profundamente activo. No somos pasajeros arrastrados por un río inevitable, sino los propios constructores del cauce. El tiempo fluye porque vivimos, porque cada instante se sostiene frente al abismo del no-tiempo gracias a la actividad vital. Morir, en esta lógica, no es tanto “salir del tiempo”, sino dejar de producirlo. Y vivir, por el contrario, es ese acto incesante de resistencia creadora que hace que el tiempo se prolongue un segundo más, y otro, y otro.

La metáfora del malabarista vuelve a aparecer aquí con fuerza. Cada bola que mantiene en el aire no estaba allí antes: existe porque alguien la lanza y la sostiene en equilibrio. Así ocurre con nuestros instantes: cada respiración, cada palabra, cada mirada es un lanzamiento contra la gravedad del no-tiempo. El espectáculo no es eterno, pero mientras dura, brilla con la fuerza de lo irrepetible. La vida, según la TEI, es precisamente eso: un espectáculo frágil que crea tiempo a partir de su propia existencia, desafiando lo inmutable con cada segundo.

El instante como rebelión

Si la eternidad clásica se entendía como lo inmutable, lo que nunca cambia, la TEI propone un giro radical: cada instante de vida es, en sí mismo, una rebelión contra esa inmovilidad. El tiempo no es simplemente el reflejo degradado de lo eterno, como pensaba Platón, sino su contraparte activa, su desafío. Cada segundo vivido es una victoria, pequeña pero luminosa, frente a la tentación de lo estático.

Pensemos en algo tan cotidiano como una carcajada. Esa risa no existía antes, y en el momento en que aparece, irrumpe en el mundo como algo irrepetible. La carcajada dura apenas unos segundos, luego se apaga, pero en ese lapso ha generado un instante que resiste la inmovilidad de lo eterno. Ha creado tiempo cargado de sentido, tiempo que no puede ser disuelto en la nada. En este sentido, reír, hablar, amar o simplemente respirar se convierten en gestos de resistencia frente a la eternidad entendida como bloque inmutable.

La metáfora del malabarista vuelve aquí con fuerza. Cada instante que la vida lanza al aire es un desafío: se sostiene por un momento en equilibrio, desafiando la caída hacia el abismo del no-tiempo. No se trata de negar que todo instante es frágil, efímero y condenado a desaparecer. Lo importante es que, mientras dura, es real y pleno, y en su pequeñez encierra un fragmento de lo eterno en forma infinitesimal. El malabarista no puede evitar que las bolas caigan, pero mientras las mantiene en movimiento, está creando un espectáculo único. Así ocurre con nosotros: cada segundo vivido es una performance irrepetible frente a la inercia de lo eterno.

En esta lógica, lo efímero ya no es un defecto de la vida, sino su potencia más radical. Un atardecer que desaparece en minutos, un abrazo que dura lo que dura, una canción que se apaga con su último acorde: todo ello no es “menos” por ser pasajero. Al contrario, es justamente en esa fugacidad donde reside su fuerza. El instante es rebelde porque afirma la vida en contra de la inmovilidad eterna; es creador porque abre un tiempo que antes no existía; es precioso porque, al ser finito, concentra un valor que lo eterno no conoce.

La TEI nos invita, por tanto, a reconciliarnos con lo efímero, a dejar de verlo como un enemigo que nos recuerda nuestra fragilidad. Cada instante vivido no es un grano de arena perdido en el desierto del tiempo, sino una chispa que ilumina, aunque sea brevemente, la oscuridad del no-tiempo. Vivir es rebelarse: un segundo de existencia, por frágil que sea, es siempre más que la nada.

El arte como refugio de la eternidad

Si cada instante, según la TEI, encierra un fragmento infinitesimal de eternidad, el arte se convierte en uno de los lugares privilegiados donde esa presencia se vuelve tangible. No porque detenga mágicamente el tiempo, sino porque nos enseña a percibir lo eterno en lo efímero, a darle densidad a lo que dura apenas un segundo. En este sentido, el arte es un espejo de la vida misma: crea formas frágiles que, sin embargo, brillan con un eco infinito.

Susan Sontag lo expresó con lucidez: las obras de arte nos permiten experimentar una forma de eternidad en el presente. Una pintura, una novela o una pieza musical no nos transportan a un “más allá” inmutable, sino que intensifican el instante en el que las vivimos. Una sinfonía de Mahler no es eterna porque exista fuera del tiempo, sino porque, al escucharla, cada segundo se vuelve irreductible, cargado de sentido, como si concentrara más vida de la que cabe en la mera cronología. El arte no nos lleva lejos del tiempo: nos devuelve al presente con una intensidad tal que el instante se vuelve inagotable.

Walter Benjamin, por su parte, observó que la reproducibilidad técnica transformaba nuestra experiencia del arte. Una fotografía, por ejemplo, captura un instante fugaz y lo hace circular, multiplicándose, revelando dimensiones que en el flujo cotidiano habrían pasado desapercibidas. Lejos de “empobrecer” la experiencia, esa multiplicación revela cómo lo efímero puede contener profundidad. En una imagen vieja, en una película repetida, en una melodía grabada, descubrimos que el instante no muere del todo: conserva una huella de eternidad, aunque sea fragmentada.

La TEI encuentra aquí una resonancia poderosa. El arte nos recuerda que lo eterno no se encuentra en un bloque inmóvil, sino en partículas que emergen dentro de lo efímero. Un poema leído en voz baja, una escultura contemplada en silencio, incluso una fotografía de un desconocido, todos son instantes que se abren hacia lo infinito sin dejar de ser finitos. El arte no nos saca del tiempo, pero nos enseña a vivirlo de otro modo: a reconocer en lo efímero una densidad que de otro modo se nos escaparía.

En este sentido, el arte no es un lujo decorativo, sino una pedagogía de la eternidad infinitesimal. Nos entrena para percibir lo eterno en lo breve, para valorar lo que se escapa, para descubrir que cada instante de la vida —como cada obra— es un gesto rebelde frente al abismo del no-tiempo. Y quizá esa sea una de las lecciones más profundas de la TEI: que la belleza, en su fragilidad, no es lo opuesto a la eternidad, sino su rostro más cercano.

Ética de lo efímero: vivir con la eternidad en la mano

Si la TEI nos invita a reconocer que cada instante encierra un fragmento infinitesimal de eternidad, entonces vivir se transforma en un acto profundamente ético. No porque exista un código moral preestablecido que dictamine qué hacer, sino porque el solo hecho de crear tiempo con nuestra vida nos responsabiliza de lo que hacemos con él. Cada segundo no es un simple pasar del reloj: es una chispa irrepetible que nunca volverá.

Esta perspectiva rompe con la obsesión moderna por la productividad y la acumulación. En la lógica de la TEI, no importa cuántas horas se vivan ni cuántas experiencias se coleccionen; lo decisivo es la densidad del instante. Un minuto de atención plena, de escucha verdadera, de ternura compartida, puede contener más eternidad que un año entero de rutina vivida sin conciencia. Lo que cuenta no es la duración cuantitativa, sino la calidad existencial de cada fragmento.

Vivir, entonces, es un ejercicio de resistencia frente al no-tiempo. Cada gesto, por más mínimo que parezca, desafía la inercia de lo eterno que amenaza con disolverlo todo en indiferencia. Una sonrisa, un abrazo, una palabra de aliento, son actos que sostienen el frágil malabar del tiempo frente al abismo. En este sentido, la ética de la TEI no se mide en grandes sistemas ni en dogmas trascendentes, sino en la fidelidad a lo pequeño, en la capacidad de honrar cada instante como si fuera portador de infinito.

Esto implica también una forma de humildad. Nadie “posee” el tiempo; cada instante es un regalo que la vida arranca a la eternidad. Frente a esa fragilidad, el sentido no está en dominar, sino en cuidar. Cuidar del otro, cuidar de uno mismo, cuidar del mundo que habitamos. La TEI nos recuerda que el tiempo no está dado de antemano, sino que lo creamos juntos con cada decisión y con cada gesto. Por eso, vivir no es solo existir: es una obra compartida, un arte de lo efímero que, en su fragilidad, toca lo eterno.

En definitiva, la ética de la eternidad infinitesimal no nos exige grandes hazañas heroicas, sino una sensibilidad distinta: aprender a reconocer el infinito en lo breve y a vivir cada instante como si fuera, en su modestia, un acto de eternidad.

La eternidad en cada respiración

Si hemos recorrido juntos esta travesía, ahora podemos ver la vida bajo una luz distinta: cada instante no es solo un punto perdido en la cronología, sino un fragmento donde lo eterno se asoma, minúsculo pero profundo. La TEI nos enseña que la eternidad no está lejos, en un lugar inalcanzable, sino entretejida en cada respiración, en cada mirada, en cada silencio compartido.

Vivir según la TEI es aceptar la fragilidad de lo efímero y, al mismo tiempo, descubrir en ella una fuerza extraordinaria. Es un arte delicado, como mantener en equilibrio varias bolas en el aire: cada instante cuenta, y su valor no se mide en duración sino en la intensidad de la presencia, en la atención plena, en la capacidad de percibir que, incluso en lo más cotidiano, hay un reflejo de lo infinito.

Esta mirada transforma nuestra relación con la muerte, con la pérdida y con el tiempo que se escapa. Ya no es un enemigo ni un verdugo, sino un compañero que nos recuerda que cada instante vivido es un acto de creación. Cada momento vivido con conciencia es un pequeño triunfo sobre la inercia de lo eterno, un gesto de rebeldía y de amor frente al abismo del no-tiempo.

En este horizonte infinitesimal, el arte, la conversación, la risa y la ternura no son meras distracciones: son puentes hacia lo eterno. Cada acto de vida se convierte en un testimonio de que lo finito y lo infinito pueden coexistir, que la eternidad no se nos escapa como un horizonte lejano, sino que se despliega en fragmentos diminutos, accesibles, cercanos.

La Teoría de la Eternidad Infinitesimal no ofrece respuestas definitivas, sino un cambio de perspectiva: aprender a vivir con la conciencia de que cada instante es un microcosmos de eternidad, un espacio donde lo efímero y lo infinito se abrazan. Y en ese abrazo, en esa danza delicada, encontramos la verdadera maravilla de existir: que la eternidad, aunque infinitesimal, siempre está con nosotros.

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