Por Australolibrecus garhi

Un día cualquiera dibujo un conejo. No era una gran obra, apenas un esbozo infantil, pero contenía algo de esa paz que da el acto de trazar con intención. Era un dibujo mío, un gesto con sentido. Un animal de líneas sencillas, orejas largas, cuerpo recogido. Una pequeña afirmación de presencia.

Mi hija, de apenas cuatro años, se acercó y lo rayó. Primero unas líneas rígidas, luego espirales, y finalmente manchas que atravesaban el cuerpo entero del conejo. Mi reacción inmediata fue de horror. Lo que antes era reconocible, ahora parecía caótico. Sin embargo, algo en esa intervención espontánea comenzó a hacerme dudar: ¿Era eso una destrucción o una forma de arte más viva que la mía?

Desde la filosofía de Gilles Deleuze, el dibujo del conejo no es una obra acabada que luego es violentada, sino un campo en devenir, una multiplicidad en movimiento. Para Deleuze, no hay «ser», hay devenir: lo que mi hija hizo no fue arruinar, sino transformar. Su gesto no fue negación, fue fuga. El conejo devino trazo, devino juego, devino línea de deseo.

La abuela, al ver el caos sobre el papel, decidió «salvar» la imagen. Con tijeras, recortó el dibujo en forma de óvalo, delimitando lo que ella consideraba rescatable. La forma ovalada quedó colgada en la nevera, limpia, centrada, «presentable». Yo, al verla, sentí que algo esencial se había perdido. El conejo rayado, con toda su historia de capas, había sido encapsulado, recortado de su devenir. Era, en cierto modo, el Ecce Homo de Borja: una restauración que no recupera sino que transforma radicalmente.

Pero incluso ese recorte tiene sentido. En la filosofía deleuziana, el corte no es mutilación, sino creación de consistencia. La abuela, sin saberlo, no borró la historia del conejo: le dio una nueva frontera, una nueva forma de ser leído. Como un editor que interviene en un texto, fijó una versión, no una verdad.

Lo que queda ya no es un conejo. No es un dibujo infantil. No es un accidente. Es una composición de afectos, una historia familiar, una secuencia de actos que hablan del arte como proceso, no como producto.

En un mundo obsesionado con la autoría y la pureza de la intención, esta pequeña historia propone otra visión: que el arte puede nacer del error, del juego, de la intervención y del desacuerdo. Que una obra no es lo que se termina, sino lo que sigue abriéndose, incluso en su ruina.

El dibujo del conejo, ahora convertido en óvalo, no es menos arte. Es más arte que nunca. Porque ya no representa: produce.

Produce memoria. Produce conflicto. Produce pensamiento.

Y sobre todo, produce la posibilidad de seguir mirando.

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