Cuando apareció el Australolibrecus —ese lector peludo, erguido y profundamente obsesionado con las ideas— no lo hizo solo. La mutación fue colectiva, simbiótica, caótica. Como toda verdadera revolución, trajo consigo criaturas nuevas, imposibles, necesitadas de libros como de oxígeno.
Junto a él emergieron lamias lectoras, con colmillos afilados y bibliotecas subterráneas; centauros posmodernos que subrayan a Derrida entre relinchos teóricos; gólems críticos formados con recortes de ensayo y fanzines; sirenas con podcasts filosóficos; y cyborgs poéticos que procesan versos en binario.
También aparecieron humanos, claro. Pero ya no eran lo que solían ser. Se fusionaron con lo simbólico, lo bestial, lo narrativo. Se volvieron anotadores compulsivos, devoradores de márgenes, mutantes del lenguaje. Humanos con tentáculos de análisis, con alas de metáfora, con cicatrices de interpretación.
La diversidad de esta nueva fauna literaria no responde a etiquetas ni géneros ni identidades fijas. No hay binarismos entre lector y texto, entre criatura y creador. Todo se mezcla. Todo se contamina. Todo evoluciona.
Algunos llaman a esto una estética de lo grotesco, otros una distopía simbólica. Nosotros preferimos llamarlo una nueva forma de habitar el pensamiento.
Australolibrecus es apenas el inicio. Una especie literaria entre muchas. Un lector con pulgares, laptop, barba y una tendencia obsesiva a buscar sentido donde quizás ya no lo haya.
Y, sin embargo, seguimos leyendo.
Porque la palabra —esa criatura aún más antigua— sigue viva.
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